noviembre 12, 2025

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#4 Tiempos

Los santos lugares | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

Me gusta ir a los templos antiguos y quedarme en ellos lo más que puedo. Me gusta su olor, su penumbra, su silencio. Son como un vientre en el que uno se encuentra a salvo de las tormentas de la ciudad y de la vida.

Al entrar a estas viejas construcciones es como si uno se hubiera ido a vivir a una isla en la que nadie pudiera encontrarnos, ni siquiera los que nos buscan con insistencia. Que nos esperan: ya regresaremos; que nos dejen un momento con nosotros mismos y con Dios: ya nos volveremos a ver. Ahora nos encontramos en un universo donde se vive sólo de lo esencial.

Aquí el ruido de la calle se apaga y el tumulto de los pensamientos se aquieta, pues lo santo que en este lugar mora exige silencio y reverencia.

Las rodillas, siempre firmes y rígidas, se doblan en gesto de veneración. En la oficina uno está siempre sentado o de pie, pero aquí nos arrodillamos. Es el único lugar donde el hombre puede arrodillarse sin sentirse ultrajado. Arrodillarse afuera sería cobardía; aquí es adoración.

Conforme se adentra uno en este mundo misterioso, los movimientos de nuestro cuerpo van tornándose menos bruscos y nerviosos, el corazón recobra su ritmo natural, la respiración se tranquiliza y el estrés disminuye. Es como si hubiéramos tomado una píldora para los nervios y ésta nos hubiera hecho efecto al instante.

Aquí el tiempo queda relativizado, si no es que detenido. La imagen sagrada que nos observa desde su nicho inalcanzable está en ese preciso lugar desde hace 100 años, o 200. Y al sentirnos alcanzados por su mirada dulce o terrible damos menos importancia a los movimientos internos de nuestro reloj.
Esta mirada nos interroga acerca de las cosas verdaderamente importantes y exige una respuesta.

¡Qué relativo nos parece lo urgente en el banco de un templo, qué sin importancia! Pareciera que únicamente desde aquí es posible ver las cosas en sus justas dimensiones.

Los que dicen no ir nunca a un templo, no saben lo que se pierden.
Cuando se entra en él no distraídamente, como quien va a un lugar turístico, sino en una actitud de profundo respeto ante lo santo, verá pronto cómo su mente se aclara, su corazón se serena y su voluntad se hace más fuerte. ¿Quiere usted tomar una buena decisión, una decisión justa? Vaya a un templo, quédese allí unos momentos –sin ver el reloj, apagando su celular, abandonándose a la atmósfera que en él se respira-, y vea después lo que sucede.

Sobre cosas serias, no decida usted en su escritorio, o viendo la televisión, o fumándose un cigarro; haga mejor lo que hizo Viktor E. Frankl (1905-1997), el famoso psicólogo vienés, cuando tuvo que decidir si quedarse en Austria acompañando a sus padres, que tarde o temprano irían a parar a un campo de concentración, o irse a Manhattan, donde le esperaba una vida llena de éxitos, pero lejos de sus padres y con el remordimiento de haberlos abandonado justo en el momento en que más era necesario estar con ellos.

Era el año de 1942, en Viena. La segunda guerra mundial se hallaba en su momento más dramático; los judíos eran despojados de todo y conducidos a lugares de los que no se volvía; el doctor Frankl, pues, se hallaba ante un serio dilema: ¿irse a América o quedarse en Europa?

«Cubrí con mi portafolios la estrella amarilla que tenía que usar en mi abrigo -cuenta en su autobiografía- y me senté una noche en la catedral de Viena.

Había un concierto de órgano y pensé: Siéntate, escucha la música y considera todas las preguntas. Descansa, Viktor, pues estás muy distraído. Entonces me pregunté a mí mismo qué hacer. ¿Debía yo sacrificar a mi familia por el bien de la causa a la que había dedicado mi vida, o debía sacrificar esta causa en bien de mis padres? Cuando uno está confrontado con esta clase de preguntas, uno ansía una respuesta del cielo… Cuando terminó el concierto, dejé la catedral y me fui a casa.

Ahí, sobre el aparato de radio, estaba un pedazo de mármol. Le pregunté a mi padre qué era eso. Él era un judío piadoso y lo había tomado del lugar donde estuvo la sinagoga más grande de Viena. Esta piedra fue parte de las tablas que contenían los diez mandamientos. En la piedra estaba grabada en dorado una letra hebrea. Mi padre me dijo que la letra aparecía solamente en uno de los
mandamientos, en el cuarto, que dice: Honra a tu padre y a tu madre [Éxodo 20, 12].

Eso era el signo que necesitaba. Decidí permanecer en Austria y dejar que mi visa americana caducara».

Si Viktor Frankl no se hubiese planteado la pregunta en la catedral de Viena, ¿habría encontrado la respuesta que tanto anhelaba en aquel bloque de mármol, o lo habría tomado por una simple piedra sin importancia?

En el templo el corazón se hace más sensible y se preocupa de las únicas cosas verdaderas.

¿Qué más podemos decir en torno a este lugar sagrado? Que allí es seguro encontrar a Dios. Si buscas desesperadamente a un hombre, ¿a dónde vas a ir a buscarlo? ¿Caminarás sin rumbo por las calles de la ciudad para ver si la casualidad te hace dar con él? ¿No te informarás más bien dónde vive e irás allá a buscarlo? Pues bien, con Dios sucede algo similar. Y no porque Él no esté en todas partes, sino porque el Señor mismo dijo así: «He escuchado la oración y la súplica que me has dirigido. Consagro este templo que has construido para que en él resida mi nombre por siempre; siempre estarán en él mi corazón y mis ojos» (1 Reyes 9,3).

¿Quieres tener la certeza de que Dios escuchará tu clamor? Ya sabes lo que tienes que hacer. ¿Quieres sentirte visto por Él? Ven: en el templo están sus ojos.

Lo digo una vez más: los que dicen no ir nunca a un templo, no saben lo que se pierden.

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#4 Tiempos

La incansable divulgadora del conocimiento, Ikram Antaki | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace cincuenta años llegaba a México una siria recién graduada de doctora en etnología en la Universidad de París VII, y fincaría su actividad profesional en este país nacionalizándose mexicana y realizando diversas actividades relacionadas con su área de interés convirtiéndose en una de las intelectuales mexicanas más importantes de la segunda mitad del siglo XX en México; Ikram Antaki que había nacido en Damasco en 1947 en el seno de una familia de juristas y humanistas.

Su madre estudió la literatura rusa del siglo XIX y su abuelo que fuera el último gobernador de Antioquía, salvó a miles de armenios del exterminio en 1915, durante el asedio otomano. En 1969 viajó a Europa y siguiendo la vena familiar estudiaría literatura comparada, antropología social y el doctorado en etnología del mundo árabe.

En 1975 abandonó Francia para venir a México; Antaki narra su decisión que tomó abriendo un compás sobre el mapamundi y, siguiendo una línea horizontal imaginaría paralela al Ecuador, determinó que México era el país más lejano a Siria, “era el fin del mundo” un lugar que ella quería conocer. Al poco tiempo nacería su hijo y formaba así una familia mexicana e iniciaba su intenso trabajo intelectual.

Ikram se dedicaría a la docencia, el ensayo, el periodismo y la radio, convirtiéndose en una de las más importantes divulgadoras del conocimiento, encajando de manera natural en la vieja tradición mexicana en divulgación de la ciencia, donde caben de manera conjunta todas las disciplinas y que inciden en el ámbito cultural.

Escribió alrededor de veintinueve libros y agradecía a sus lectores “el deseo de saber”. Libros que proyectó su creación desde los ocho años y que guiarían sus intensas lecturas de obras literarias y de ensayo. Dejó en borrador muchos otros escritos de sus ambiciosos proyectos de divulgación.

Ikram Antaki, se definía a si misma: “Ahora me proclamo, de manera un poco simple, conservadora, aunque de hecho no es exactamente así; en la práctica sigo la frase de Averroes: ‘sean renovadores en todo lo que se refiere a la ciencia y el pensamiento, sean conservadores en lo que se refiere a los asuntos de los hombres’”.

Al morir en la Ciudad de México en el año 2000, Ikram Antaki estaba completamente dedicada a cumplir con la meta más ambiciosa de su vida: “He descubierto, en este país, que soy un ‘buen maestro’, no solo ‘un buen escritor’, alguien que sabe algunas cosas y que no las quiere guardar, sino compartir”.

Además de la escritura, a la que considera resguardadora de la memoria ante la memoria de la información mediática que es frágil, tuvo un importante papel en medios audiovisuales colaborando en los canales oficiales, once y trece

, y en numerosos programas de radio y conduciendo los propios, como fueron los célebres: el Banquete de Platón y el Ágora.

Los interesados en adentrarse al mundo de la divulgación científica, sobre todo cuando no existen instituciones formadoras para ello, pueden recurrir a las obras de Ikram Antaki y aleccionarse con sus narrativas llenas de información y basadas en el pensamiento crítico, como trabajos de síntesis del pensamiento y que traspasan los campos de la especialidad uniendo de manera natural la ciencia y el humanismo y su responsabilidad con la sociedad.

Su programa El Banquete de Platón, ha sido base de varios de sus escritos donde recoge lo tratado en el programa. En especial el libro, mas que recomendado, que lleva como título, simplemente: Ciencia, editado por Penguin en su colección De Bolsillo, no puede faltar en la lectura de quienes se interesan por el pensamiento y conocimiento desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad.

Escrito en forma rigurosa y fácilmente asimilable, ayuda al lector a tener una idea rápida y actualizada de la naturaleza humana, el origen de las lenguas, las razas, el racismo, la inteligencia, la genética, el principio del universo, el tiempo, el cerebro y la descorazonada aventura de la modernidad científica que venció el oscurantismo.

Como le decía Ikram Antaki: “El merito de su parte (refiriéndose al lector), está en el hermoso y agradecible deseo de saber. El mérito, de mi parte, está, en la tentativa de síntesis”.

Recordamos así a una extraordinaria mujer que tomó a México como su casa y que contribuyó a la educación del pueblo con base en la divulgación y educación no formal, a través de sus libros y programas audiovisuales, convirtiéndose en una importante divulgadora del conocimiento en México.

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#4 Tiempos

Buscad el alfiler | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

-¡Qué hombre tan amargado! –exclamó una vez una dama de cierta edad señalando con el dedo, desde la distancia, a un compañero al que yo estimaba mucho-. ¿Qué traumas habrá sufrido en su infancia para haber perdido de tal manera el gusto por vivir?

¡Los traumas de la infancia! Sí, he oído hablar de ellos, pero no me convencen ni mucho ni poco. ¿Por qué debemos ir hasta la infancia de un hombre para explicarnos su mal humor de hoy? ¿Y si la infancia, por lo menos en el caso de este conocido mío, no tuviera nada que ver? ¡Ir tan lejos cuando la causa podría estar tan cerca!

Pero yo conocía la razón de ese permanente mal humor, de esa amargura: este amigo sufría a causa de su jefe, un déspota que trataba a sus subordinados como le daba la gana. ¡Ya sólo faltaba que les exigiera a todos bolearle los zapatos! Además, el ambiente de trabajo era, en aquella oficina, atroz y deprimente: allí todos envidiaban a todos y se ponían zancadillas los unos a los otros por el puro placer de ver cómo caían de la gracia de su superior, para observar cómo se despeñaban y se rompían la cabeza. Cada día de trabajo transcurría casi siempre entre gritos, susurros y rumores, y, por lo que he podido saber, nadie estaba seguro –ni lo está todavía hoy- de que mañana seguiría conservando el puesto que ocupaba apenas el mes pasado. Ahora bien, ¿quién no va a amargarse en un ambiente rancio como éste?

Yo conocía pormenorizadamente esta triste historia. Por eso me reí en silencio de las suposiciones de aquella señora que, por haber tomado un curso relámpago de psicología, ahora me hablaba de traumas infantiles y actos fallidos.

Sí, los humanos somos muy propensos a generalizar y elaborar hondas teorías que se vienen abajo justo en el momento en que comprendemos que las cosas no eran como pensábamos. De esta manía elucubradora se burló Alain (1868-1951), el filósofo francés, al escribir así en uno de sus Propos sur le bonheur: «Cuando un bebé llora sin consuelo, la nodriza suele hacer las más ingeniosas suposiciones respecto a este joven carácter y a lo que le gusta o le disgusta; invocando incluso a la herencia, ya reconoce al padre en el hijo. Estos ensayos de psicología se prolongan hasta el momento en que la nodriza descubre el alfiler, causa efectiva y real del llanto».

¡Ah, era eso! ¡Había un alfiler entre los pañales! Y pensar que la nodriza ya empezaba a sospechar ciertas cosas…

El hombre, según se ha dicho aquí y allá, es un filósofo que se ignora a sí mismo. Yo de esto nada sé. Lo que sí sé, en cambio, es que muchas veces, en lugar de buscar el alfiler, se pone a concebir graves y hondas teorías cuyo fundamento, para decirlo ya, es más que dudoso.

Una vez se quejaba conmigo un dentista diciéndome:

-¿Por qué la gente ya casi no me busca para arreglarse los dientes? Las nuevas generaciones son muy descuidadas. ¡En qué tiempos tan tristes nos han tocado vivir!, etcétera.

Pero no; por lo menos aquí no se trataba de los tiempos: era que este dentista tenía fama de trabajar sin anestesia –para ahorrarse un dinerito-, y la verdad es que sus pacientes lo que menos querían en su consultorio era ponerse a practicar el estoicismo.

El 4 de julio de 1765, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799)

estaba quitadísimo de la pena leyendo un libro al pie de una ventana cuando de pronto… Pero dejemos que sea él mismo quien nos cuente lo que le pasó aquella vez: «Leía, cuando, de pronto, la mano que sostenía el libro se movió imperceptiblemente y esto hizo que recibiera menos luz. Entonces pensé que una nube espesa debía estar pasando de frente al sol y todo me pareció más oscuro, por más que no había perdido nada de luz». Y concluye el pensador alemán: «Con frecuencia sacamos nuestras conclusiones de esta forma: buscamos en la lejanía causas que muchas veces están junto a nosotros». «¡Oh! –hubiese exclamado otro que no fuera él-. El cielo se está nublando. Acaso llueva toda la tarde. ¡Y maldita la gana que tengo de que llueva esta tarde!». Pero no, el cielo no se nublaba: era el ángulo de su cabeza lo que había variado, produciendo en la página del libro una sombra que en el cielo no existía.

Yo me entretenía recordando estas palabras mientras aquella señora se quejaba de mi amigo. ¿Y por qué había que ir tan lejos -¡nada menos que hasta los traumas infantiles!- para buscar las causas de su amargura, puesto que éstas estaban casi al alcance de la mano? ¡Era el ambiente en el que se movía el que lo sacaba de sus casillas y lo ponía de mal humor! De modo que, una vez aireado ese ambiente, ¡adiós traumas infantiles!

Además, convendría no olvidar la lección que las semillas nos imparten todos los días. ¿Qué lección? Ésta: que no es posible crecer y desarrollarse en cualquier terreno. Una semilla de arroz, por ejemplo, jamás crecerá en el desierto, ni una semilla de mostaza en el frío de la tundra. Cada semilla, para crecer, necesita estar, por decirlo así, en su ambiente.

«Hay que florecer donde Dios nos ha plantado», dice una frase que aceptamos sólo por el hecho de que Dios es un buen sembrador que no se equivoca nunca, aunque por lo demás bien podría ser cursi y hasta falsa. ¡Un grano de trigo, por más que quiera hacerlo, jamás dará nada de sí si es sembrada en los hielos polares!

Y bien, tal es lo que había sucedido con mi amigo: que sencillamente no estaba en su elemento. ¿Y cómo, entonces, iba a crecer y a desarrollarse? «La impaciencia de un hombre –vuelve a decir Alain- tiene a veces por causa el haber estado mucho tiempo de pie; en vez de razonar contra su mal humor, ofrecedle un asiento… No, no digáis nunca que los hombres son malos; no digáis jamás que tienen tal carácter. Buscad el alfiler».

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#4 Tiempos

¿Y si un día dicen que ya no hay abortos… porque los escondieron todos? | Columna de Ana G Silva

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CORREDOR HUMANITARIO

 

Imaginemos que dentro de unos años, alguien desde el poder diga: “En San Luis Potosí ya ni se practican abortos, ¿para qué mantenerlo legal?” Esa frase, tan simplona como peligrosa, podría ser suficiente para justificar que se dé marcha atrás a un derecho conquistado a pulso. Y lo más grave es que, si revisamos los datos oficiales, el argumento ya estaría servido.

Porque según los Servicios de Salud del Estado, desde que se despenalizó el aborto hasta las 12 semanas de gestación, 132 mujeres han interrumpido su embarazo en San Luis Potosí. Pero —y aquí está la trampa— ninguna lo hizo por decisión propia. De acuerdo con las cifras, las 132 interrupciones fueron por motivos médicos. Cero voluntarias. Cero por libre elección.

Entonces, ¿qué nos están diciendo? ¿Que en todo un estado, con más de dos millones de mujeres, ni una sola decidió interrumpir su embarazo de forma voluntaria? ¿O que los hospitales y las instituciones están borrando esos datos, diluyéndolos entre diagnósticos clínicos para esconder una realidad incómoda?

Hace un año, San Luis Potosí celebraba lo que parecía un triunfo de la razón sobre el prejuicio: la despenalización del aborto. Hoy, ese avance empieza a parecerse a una mentira institucional. Porque si las cifras se maquillan, si la objeción de conciencia se convierte en excusa y si las mujeres siguen siendo rechazadas en hospitales, entonces el derecho a decidir se está convirtiendo en una simulación.

De los 107 puestos médicos en hospitales habilitados para practicar la ILE, uno de cada tres profesionales es objetor de conciencia. En Ciudad Valles, por ejemplo, 10 de 17 médicos y enfermeros se niegan a realizar el procedimiento. ¿Y qué pasa con las mujeres que viven en la Huasteca o en el Altiplano, donde no hay alternativas cercanas? ¿Qué pasa si una mujer llega al hospital de Valles, con doce semanas cumplidas, y le dicen que nadie puede atenderla porque todos son objetores

? Lo que pasa es que su derecho desaparece.

La colectiva ILE San Luis Potosí ha documentado estos casos, las negativas, la opacidad y la simulación. Han sido ellas —y muchas otras colectivas— quienes han tenido que acompañar a mujeres que, en teoría, ya no deberían estar suplicando por un derecho reconocido por la ley.

Y entonces hay que decirlo con claridad: un derecho que no se garantiza, es un derecho abolido en silencio. La resistencia institucional existe, y es tan sutil como efectiva: se disfraza de papeleo, de moral médica, de estadísticas convenientes. Pero su consecuencia es brutal: mujeres obligadas a continuar embarazos que no desean, porque el Estado decide mirar hacia otro lado.

San Luis Potosí tiene una ley que reconoce el derecho a decidir, pero no una estructura que lo haga realidad. Y si las autoridades siguen escondiendo las decisiones de las mujeres tras diagnósticos médicos, no solo están borrando datos: están borrando voces.

A un año de la despenalización, el aborto en San Luis Potosí sigue siendo un privilegio y no una garantía. Y si no se exige transparencia y acceso real, pronto podrían decirnos —con una sonrisa burocrática— que aquí ya nadie aborta. Y entonces, el silencio sería la excusa perfecta para volver atrás.

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