diciembre 30, 2025

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#4 Tiempos

Las razones del ateo | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

Una necesidad básica que experimentamos los humanos es la de llegar a un acuerdo entre lo que pensamos y lo que hacemos; ahora bien, cuando este acuerdo, por alguna razón, no llega a darse, se produce entonces lo que el sociólogo Leon Festinger (1919-1989) llamó disonancia cognoscitiva. El mismo Festinger explica en qué consiste: «Siempre que una persona recibe una información o una opinión que juzga le impedirá seguir realizando lo que habitualmente realiza, esta información es entonces disonante. Y cuando existe la disonancia, la persona trata de reducirla modificando sus acciones o bien cambiando sus creencias u opiniones. Si no puede modificar la acción, el cambio de opinión sobrevendrá inmediatamente».

¿Qué quiso decir el sociólogo con esta afirmación aparentemente tan complicada? Veámoslo. Supongamos que durante diez años hemos venido realizado una determinada acción –fumar, por ejemplo-, y que de pronto alguien viene y nos dice que fumar hace mucho mal y que hasta es posible que acabemos con cáncer en los pulmones. ¿Qué sucede entonces? En realidad –asegura Festinger-, pueden suceder dos cosas: o que dejemos de fumar (cambiando nuestra opinión respecto al consumo de tabaco), o que nos neguemos a escuchar al atrevido que ha llegado hasta nosotros con tan desagradable novedad. Cuando resulta mucho más difícil hacer lo primero, casi siempre (para reducir la disonancia) recurrimos a lo segundo, como sucedió con aquel hombre de cierta edad que dijo un día a su mujer: «Desde que leí en el periódico que fumar hace tanto mal…, ¡vamos, que he dejado de leer el periódico!».

No podemos vivir en el desequilibrio; así, o dejamos de fumar o dejamos de leer. El bebedor que picando aquí y allá en su control remoto (los estudiosos de comunicación dirían haciendo zapping) va a dar a un canal que se halla transmitiendo un programa muy serio y muy científico acerca de «los daños al hígado que produce el alcohol», o dejará de beber o cambiará de canal, aunque lo más seguro es que se limite sólo a hacer lo segundo porque es lo más sencillo. ¡Nadie acepta de buen grado que alguien venga y le diga que lo que tanto le gusta hacer es a la larga perjudicial!

Mientras leía el artículo en el que Festinger explicaba su teoría de la disonancia cognoscitiva, me pregunté si no podría aplicarse también al fenómeno del ateísmo en lo que tiene éste de puramente humano.

En uno de sus famosos Ensayos, Francis Bacon (1561-1625), el filósofo inglés, hablando del ateísmo, hizo la siguiente afirmación: «Los hombres que se atreven a negar la existencia de Dios son solamente los que en ello tienen interés». ¡Qué frase más lapidaria y contundente! Pero, ¿es de veras así? ¿Es que hay en este mundo seres a quienes no conviene que exista Dios? Sin embargo, va a ser Pascal quien desarrolle más tarde esta idea en uno de sus Pensamientos. En él, el filósofo francés (se trata del número 457, edición de Jacques Chevalier) habla imaginariamente con un ateo y sostiene con él el siguiente diálogo: «Me dices: “Yo hubiera abandonado pronto los placeres si hubiera tenido fe”. Pero yo te digo: “Hubierais poseído pronto la fe si hubierais abandonado los placeres”».

Según Pascal, pues, lo que dificulta el acto de fe no es lo que uno piensa, sino más bien lo que uno hace: el ateísmo es hijo más de la razón práctica que de la razón teórica; más de las malas obras que de una serie de meditaciones llevadas hasta sus últimas consecuencias.

Un hombre que había pervertido a infinidad de jóvenes en sus múltiples incursiones nocturnas por las calles de mi ciudad, me dijo un día: «Dejemos en paz el problema de Dios. Por ahora es un problema que no me interesa». «¿Y crees tú –le pregunté- que algún día te interesará?». «¿Quién lo sabe?, me respondió. Después de todo, es probable, aunque no por ahora. En todo caso, mientras pueda gozar aunque sea un poco de esta vida irrepetible, mientras no cause asco a los demás, yo creo que no». Mientras esté joven y sano, tal parece ser su postura, Dios seguirá siendo para él una palabra inútil; mas cuando las cosas empiecen a complicarse, ya se verá…

A un narcotraficante, por ejemplo, ¿le convendrá mucho que Dios exista? Los dueños de esas casas de mal vivir y peor dormir, ¿desearán con vehemencia que haya un Dios que es –como dice el credo católico- Juez de vivos y muertos?

Esto no significa, por supuesto, que todo ateo sea un inmoral; ¡Dios me libre de decir semejante cosa! Significa, únicamente, que muchos ateísmos no son más que un recurso para reducir la disonancia, una pose para justificar algo: la propia manera de vivir, por ejemplo. Puesto que «si Dios no existe, todo está permitido», éstos, para permitirse todo, deben convencerse a sí mismos de que no existe Dios, y para convencerse a sí mismos gritan su incredulidad al primero que pasa, pues de otra forma tendrían que cambiar de conducta, cosa que, por el momento, no les hace maldita la gracia.

También existe el ateísmo de ciertos intelectuales que por ganar fama y fortuna son capaces de todo. Como Dios hoy ya no es popular y ellos sí que quieren serlo -y con todas sus fuerzas, además- sin ningún tipo de miramiento  mandan a Dios al desván de las cosas viejas, o lo tratan como a un insoportable viejo gruñón que lo mejor que podría hacer en favor de la humanidad sería desparecer cuanto antes del horizonte. ¡Ah, el populismo de los intelectuales! ¿Quién nos pondrá a salvo de él?

Pero terminemos ya. Poco antes de morir, Franz Werfel (1890-1945), el gran escritor austriaco, escribió una especie de testamento o de balance espiritual que después, al mandarlo a las prensas, tituló así: Entre el cielo y la tierra. Pues bien, en este libro imprescindible es posible encontrar el siguiente aforismo: «El origen del ateísmo no es el conocimiento de que Dios no existe, sino el deseo vehemente de que no exista».

¿Será? Por lo menos acerca de esto, a mí no me queda ya ninguna duda.

 

 

 

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#4 Tiempos

El año que se va | Reflexiones de Jorge Saldaña

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La vida es un “viene, viene”.

A unas horas de que termine el 2025, comparto con ustedes que me han acompañado, una breve reflexión. En esta ocasión desde una calma y claridad muy íntima, desde pequeños éxitos y fracasos por los que he transitado y que he convertido en aprendizajes que solo comparto con ustedes. Si de algo sirven, que mejor.

Este 2025 no fue de certezas, pero sí de enseñanzas de las que se quedan tatuadas.

Aprendí a no creer del todo en los “yo nunca te haría eso”, lo mismo que a desconfiar de mi mismo en los “nunca diría eso”.

Aprendí que no acabamos de conocer a los demás ni a nosotros mismos, y que no sabemos quienes somos cuando nos acompaña el miedo, el poder o la prisa.

Aprendí que a veces las cosas no pasan como uno las piensa, pero definitivamente sí como uno las siente.

Sentir si es real, es lo que verdaderamente duele y hay que curar. El tiempo no regresa, las cosas que ya pasaron, no vuelven (bendita entropía), pero en lo que hacemos sentir o nos hacen sentir, hay que ser gentiles, cuidadosos y cálidos, porque esas heridas permanecen.

Aprendí este año que por unos pesos y unos gritos, hay quien te apuñala y te patea hasta el parentesco, cambiando así, y de por vida, los próximos encuentros: que de fiestas y abrazos, pasarán a funerales y pésames.

Qué bueno. Ya se sabe con quién no contar.

También aprendí que prestar dinero a los amigos no es malo, lo malo es prestarlo a quienes en realidad nunca fueron tus amigos, esos que no vuelven, ni mucho menos devuelven.

(Los pueden distinguir porque suelen ser los más fanfarrones, como Daniel Díaz Félix, por ejemplo. Si alguno lo conoce, no caiga, aprenda de mi aprendizaje.)

Pero que bueno que ocurra, porque por unos pesos te deshaces de ellos para siempre.

Aprendí que hay tres explicaciones sobre el amigo que te cuestiona sobre cuánto tienes: debe ser muy pobre, o que por mucho que tenga, jamás ha conocido la satisfacción de lo suficiente, o hay algo que te envidia que jamás podrá comprar.

Lo compadezco, lo abrazo y le deseo valores y experiencias de las que llenan el alma y no las cuentas.

Ahí mismo, aprendí que la vida simple es un lujo: dormir tranquilo, comer y beber sin deber a nadie, no intentar demostrar nada, reír sin público, escribir para uno, y estar en paz con la propia conciencia y honestidad intelectual.

También aprendí a no mencionar a quien no merece mención.

Entre otras duras pruebas, aprendí que es muy complejo tener a dos amigos arriba del ring, porque moverse un milímetro en esa delgada cuerda floja que separa una esquina de otra puede interpretarse como traición, por lo tanto, decidí hacer lo que me corresponde: no traicionarme a mi mismo… y nada más.

Me di cuenta este año que termina que a veces las cosas que parecen salir mal, al final resultan salir bien: por ejemplo aprendí que algo tan inocuo como aplaudir en unos tacos me expulsó violenta y dolorosamente de una historia, pero a la distancia todo salió de maravilla porque en esa historia nunca fui querido, ni protagonista, ni mucho menos de tiempo completo.

Al mismo tiempo, los aplausos taqueriles rompieron un hechizo, y el eco de aquel aspaviento me colocó en un camino a Damasco.

En resumen, el gesto al principio castigado, resultó ser una de las mejores cosas que he hecho en mi vida, por mi, en mucho tiempo.

Este año también aprendí a tomar decisiones, que aunque parecen menores, me son importantes.

Prometí por ejemplo, que así como nunca lo he hecho, jamás usaré herramientas como Tinder y similares para ofrecerme como vínculo disponible en catálogo portátil.

Respeto a quien usa esas herramientas, pero les deseo de todo corazón que en su permanente búsqueda de novedad (y no de verdaderos vínculos) no caigan en el vicio de las primeras citas, de la satisfacción inmediata y desechable. No les vaya a pasar lo que a las flores, que de atender a tantas abejas, terminen vacías, solas y marchitas.

Aprendí a vivir los duelos, pero también a soltarlos. A reconocer mis sombras
sin dejar que me gobiernen.

Aprendí que hay gente que se queda, que baja a tu sótano sin juzgar y que eso vale más que mil palabras.

El año se va. Yo me quedo más liviano,
más consciente y con ganas genuinas de lo que viene.

Porque, como dije al principio, la vida siempre viene, siempre.

Viene en el siguiente respiro, en el siguiente amanecer, en el siguiente segundo, en el siguiente suspiro, en mañana, en el día primero…siempre viene y viene… y solamente una vez se va.

Pero mientras tanto -mientras no se va- los invito con el aprecio que tengo a todas y todos, a dejar que venga, y así como llegue, la convirtamos momento a momento en experiencia, en aprendizaje, en oportunidad de metamorfosis, en crecimiento, en nuevo comienzo, en perdón, en risa, en dolor del que transforma, o en suspiro del que alivia.

Les deseo que todo lo bueno los alcance, que lo necesario los encuentre y lo bueno siempre se quede.

La vida viene,
Perdonar es seguir;

Con todo cariño:

Jorge Saldaña.

(PD: No hay explicaciones, reclamos, devoluciones ni debates, si lo leyó fue bajo su propio riesgo)

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#4 Tiempos

Otro año de mi vida | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

 

Volví al gimnasio y luego dejé de ir. Desde la noche de un hotel en Querétaro, envié un último mensaje para intentar conectar con una chica, y después no volví a acercarme en absoluto. Ha sido un año de desprenderme con facilidad, de aprender a alejarme de aquellos lugares en los que uno debe esforzarse demasiado para obtener algo que debería caer con la naturalidad de una hoja seca en otoño.

Me invitaron a un seminario sobre migración impartido por un sociólogo de la Universidad de Beirut; escuché con atención durante dos horas y, al final, no supe qué preguntar ni anotar, simplemente me fui.

Después de una cita fallida entré al cine a ver Parthenope, de Sorrentino, uno de los míos, y quedé cautivado. Me remitió a aquellas películas que de niño veía de madrugada en Canal Once y que forjaron buena parte de mi educación sentimental: filmes que avanzaban con un tempo peculiar, casi distraído, y que te hacían desear estar lejos, con esa gente y en esas pinceladas de conversación. La considero una de las películas de mi vida; varios de sus fragmentos regresan a mí de vez en cuando, como ocurre con las obras definitivas. Estaba ya todo previsto con esa otra mujer cuyo nombre empezaba con las mismas letras, aunque entonces no lo supiera.

Fantaseé con la idea de ir a lugares a los que no fui y me sorprendí visitando otros que jamás imaginé conocer. Supe de los Zo’é, una tribu del Pará brasileño en la que las mujeres tienen varios maridos. Un amigo, exiliado nicaragüense, me habló de sucesos paranormales, y sobre todo de lo difícil que resulta lidiar con estadounidenses como parte de su trabajo. Ese mismo día tuve la única cita de mi vida en la que no sentí el menor interés por besar a la contraparte.

Quedé deslumbrado por un caballo llamado Calven Cool en un evento de equitación, aunque un poco menos que por la belleza de la mujer que lo montaba. Probé más vinos que nunca. Mis favoritos, sin orden en específico: el Xolo Nebbiolo del Valle de Guadalupe; el Saperavi de Moldavia; un Josh Cellars Reserve de North Coast; el Pradorey Reserva 2019 de Finca La Mina; un tinto Pesquera Reserva 2020; un Félix Callejo 2018 (el mejor, tal vez); un Gran Valtravieso Reserva 2015; un Cru Garage Nebbiolo 2020; un Taparacá Gran Reserva 2015, abierto en el momento exacto por mi amigo Luis Ángel; un Sirius 2019; The Prisoner Red Blend; el Mas La Plana Cabernet Sauvignon y un Marqués de Murrieta Reserva. Constelación púrpura.

Compré una edición estadounidense de El gran Gatsby, con un fotograma de Robert Redford y Mia farrow como portada (en la adaptación cinematográfica de Jack Clayton de 1974). Cada vez que tengo una edición de esa novela entre las manos leo el inicio y el final: una de las mejores aperturas y, sobre todo, uno de los mejores cierres de la literatura estadounidense. Y así vamos, botes contra la corriente, arrastrados sin cesar hacia el pasado.

Coqueteé, al fin, con la comida del mar, con resultados irregulares. Bien: ceviche negro en Manzanillo (entré al puerto y me regalaron una medalla); carpaccio de salmón en San Miguel de Allende; tostada de atún fresco con base de hummus en Al-Ándalus. Mal: taco de marlín ahumado. Fatal: un trozo de pato frito, que no es comida de mar. Hay que estar realmente mal para comerse a un animal tan simpático como el pato.

Un amigo me contó su aspiración de abandonar su trabajo como director corporativo para volverse cantante. Caminé bajo el sol de Amealco hasta encontrar una taquería llamada Chayan, aunque no pedí nada. Vi una película en la que uno de los personajes dice: «Cambia de cara o te quedarás fea y sola en tu rincón». Fui feliz deambulando por San Ángel; el Templo del Carmen quizá sea mi lugar favorito de la Ciudad de México. Vi un lápiz colgado en una galería de arte contemporáneo.

Visité por fin Veracruz, uno de los estados que me faltaban. Conocí gente entrañable en Coatepec; una de ellas me regaló un chile habanero que guardé en el bolsillo hasta mi regreso a casa. En esas calles con olor a café —el cursi cliché resultó cierto— un gato negro iluminó mi noche con sus ronroneos mientras se restregaba en mis piernas. Comí en un poblado de menos de cinco mil habitantes y me enfermé del estómago. Débil, con náuseas, caminé por Córdoba buscando algo que me ayudara, pero acabé comiendo tacos árabes de cerdo.

Fui a la UNAM un 14 de febrero y añoré la vitalidad y facilidad romántica de aquellos muchachos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, un aura entrañable, aunque ya solo dispuesta a lo lejos, sin dejarse tocar.

Usé un extinguidor por primera vez. Tuve un déjà vu en una zona residencial de Campeche, como si hubiera vivido ahí de niño, aunque era la primera vez que pisaba ese lugar. Acabé con el cuerpo raspado tras una capacitación de seguridad en un campo militar, en la que conocí personas bastante simpáticas de otras ciudades. Tomé un negroni mientras veía pasar una cucaracha en la cantina El Tío Pepe, en el Centro Histórico.

Vi por segunda vez al Liverpool ganar la Premier League. Conocí a Luis Pérez Sabido, autor de la letra de «Yo sé que volverás», en un entrañable local de dueños cubanos en Mérida. Tomé vino japonés y recorrí de noche el Museo de las Culturas con colegas y la ayuda de lámparas de celular. Probé un licor japonés llamado Shibitakojo Kuro Kirishima Genshu que me resultó mucho mejor que el sake, pero que no me atreveré a pronunciar en un bar.

Las habitaciones de Médica Sur me parecieron superiores a las de muchos hoteles. Coincidí con alguien a quien no veía desde hacía años; como aquella última vez, nos cruzamos por azar en una ciudad inmensa entre millones de habitantes, pero esta vez ya no nos saludamos. Encontré una nota tirada en la calle: «$150 de bistec, ¼ de chuleta ahumada, ½ de jitomate (6)». La reunión de Oasis me sacó del retiro de conciertos; fui a la segunda fecha y pensé que, aunque lo creamos, nunca nos alejamos tanto de la adolescencia.

Estado de ánimo: fastidiado. A menudo me sesentendido por días de otras personas y de lo que importa.

Unos admiradores de Pulp me invitaron a escuchar el nuevo álbum en un sitio especializado y recordé cuánto me gustaba esa banda; su concierto de 2012 en el Palacio de los Deportes sigue en mi top cinco de eventos musicales. Pedí un coctel malo con sabor chícharo solo porque se llamaba como mi canción favorita de Bob Dylan: «Simple Twist of Fate». Una amiga dedicada a la medicina me habló de su road trip universitario por Francia y España y de su deseo de repetirlo algún día.

Recuperé mi reloj favorito gracias a un relojero avezado que tardó un año en encontrar la refacción de un reloj ya descontinuado que nunca se vendió en México. Me reencontré con una compañera de secundaria después de veinte años;

quizá pasen otros veinte antes de volver a verla (o ni eso). Caminé por Iztacalco, Tláhuac e Iztapalapa por primera vez, con esa atmósfera tan aparte. Me faltan Milpa Alta y Magdalena Contreras para cerrar el circuito de la Ciudad de México, aunque no llevo ansias.

Un amigo de San Luis y su hija vinieron de visita y comimos como si el tiempo no hubiera pasado, aunque claramente sí lo había hecho. En Coyoacán, una chica me dijo que sus abuelos se conocieron cerca de ahí. Luego fuimos a uno de mis Sanborns favoritos. El pastel que comí en mi cumpleaños llegó desde San Luis de parte con la persona que me mantiene conectado por allá.

Falleció mi abuelo materno; siempre llevaré conmigo su nobleza y hedonismo. Vinimos a estar sentados y tomar una copa. Llevó una vida buena y tranquila. Me conmoví leyendo la autobiografía del papa Francisco y me desarmé al releer la contundencia del Credo católico, que no repasaba desde que era niño.

Hablé de jazz —esa vieja amante a la que había oxidado— con una gran conocedora del tema. Recordé mis primeros contactos con el género, hace más de veinte años, con el Kind of Blue de Miles Davis y el Blue Train de John Coltrane, que marcaron al jazz como algo definitivamente nocturno y azul para mí.

Titular de una vieja revista encontrada en San Fernando: «El peligroso acto de tragar espadas». Hubo una sola canción de los Stones a la que recurrí con constancia: «Fool to Cry». Fui jurado en una cata de vinos españoles, aunque las quince copas me supieron casi iguales porque apenas salía de una gripe prolongada.

Platiqué sobre música con un grupo de guatemaltecos mientras nos guarecíamos de la tormenta bajo una pequeña estructura de lámina, una versión chabacana de Lifeboat o Extraños en un Tren. Canté «Romance te puedo dar» en un karaoke con japoneses. Vi un par de veces a Ana, a quien aprecio, aunque no lo muestre de forma alguna. No tengo mucho por ofrecer.

Inicié el año en San Luis Potosí. En una pared leí: «Sal del bucle, cierra el círculo». Una muchacha punk me regaló un pin en el Bizarro Café. Le pedí a un peluquero que no me cortara mucho el cabello y me lo cortó mucho. Un chef de la costa del Pacífico me animó a comer un taco de lengua, algo a lo que hasta entonces me había negado rotundamente por darme repelús. El sabor fue maravilloso, pero intuí que fue por una preparación muy especial que no sé si encuentre en otro lado.

Pensé que debería filmarse una película nocturna en el Club France. Fui a bares con una mujer que no bebía. Encontré una carta intensa entre las páginas de un libro que hace mucho no abría; al leerla me sorprendí al no recordar el nombre de la autora y lamenté que no viniera firmada. Llegué tarde a un evento de L’Oréal.

Una desconocida en la calle me regaló una bolsa de tela luego de que se me rompiera la bolsa de papel en la que llevaba unos aguacates y estos cayeran dramáticamente al suelo. Fue uno de los mayores actos de bondad que recibí el año y reconocí nuevamente ese aire de misericordia que hay en las mujeres mexicanas. En los peores momentos siempre ha habido una mujer dispuesta a ayudarme.

Escuché sobre todo Beatles, boleros y canciones románticas, convencido de que los Beatles son una banda latina. Regalé un poemario que no fue valorado. Una piña, la última foto de un celular que perdí y que de manera infructuosa (y absurda) intenté rescatar al otro día en Iztacalco.

En medio de una reunión, me desencajé al enterarme de la muerte de Diane Keaton, esa mujer que muchos hombres buscamos y que, cuando se va —cuando se vuelve inalcanzable o simplemente desaparece—, queda adherida a la memoria para el resto de los días. Pensé entonces en la escena de las langostas de Annie Hall, un pequeño tratado sobre los amores irrecuperables: aquellos que creemos haber dejado atrás, pero que en realidad siguen ahí, acompañándonos, discretos y persistentes, como una forma añeja del recuerdo.

Fui a san Miguel de Allende después de más de veinte años; vi a un perro con las cejas pintadas, compré una figura de San Miguel Arcángel y me dio un ataque de tos antes de una reunión de trabajo. Una muchacha sentada en una banca me recordó a alguien del pasado. Probé ron de Santa Lucía y un destilado danés llamado Empirical que me invitó Clover, la talentosa hija de mi amigo Oswaldo.

En Insurgentes Sur, un anciano con el rostro cubierto por un paliacate me gritó «ÁNIMO, GÜERO, ÁNIMO» con tal enjundia que me levantó la emoción perdida, lo cabizbajo.  Pensé que a menudo Dios se manifiesta a través de personas que están ahí afuera, aunque luego desaparezcan en la esquina.

Di un tour de 5 minutos por un museo a unos visitantes del exterior antes de que tuvieran que correr al aeropuerto para olvidarse de México. Una persona muy generosa preparó tinga para mí, entre otros detalles invaluables. Leí que en Año Nuevo los griegos untaban aceite en la frente a los niños deseándoles que vivieran tanto tiempo como los olivos.

En la Narvarte vi a un amigo más ilusionado que nunca. Otro amigo cumplió dos años con su novia y lo vi más ilusionado que nunca (y me regaló unas plumas que me inspiraron a volver a escribir). Y aquí estoy, con la esperanza de escribir más el próximo año.

 

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El Cronopio

Gonzalo Celorio, su relación con San Luis Potosí | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Cerramos las entregas de El Cronopio del 2025, con el caso del ganador del Premio Cervantes 2025, el máximo galardón de las letras castellanas que fue otorgado a Gonzalo Celorio, escritor mexicano que se une a los seis mexicanos que han sido galardonados con este importantísimo premio. Octavio Paz (1981); Carlos Fuentes (1987); Sergio Pitol (2005); José Emilio Pacheco (2009); Elena Poniatowska (2013); y ahora Gonzalo Celorio, Reconocido por su “hondura reflexiva” y su defensa de la lengua española, el premio reconoce la obra de Celorio por su elegancia literaria, su lucidez crítica y su capacidad de explorar los matices de la identidad y la memoria. Pero también invita a mirar hacia atrás y recordar a los autores que antes que él, llevaron el español de México a la cima del mundo hispánico. El premio será entregado en abril del 2026 en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares en España.

La familia de Gonzalo Celorio está relacionada con San Luis Potosí, pues su padre al ser comisionado como inspector de timbres traslado a su familia a fines de la década de los treinta y principios de los cuarenta a radicar a San Luis Potosí, donde nacerían tres de los hermanos Celorio Blasco; Gonzalo Celorio nació en la Ciudad de México a donde fue su familia en ese peregrinar de trabajo del padre de Gonzalo, que lo llevó como trashumante a vivir en La Habana, Cuba donde nacieron sus primeros hijos, Estados Unidos, Guadalajara, San Luis potosí y México entre otras poblaciones.

La familia Celorio echaría ciertas raíces en San Luis, uno de los hermanos mayores de Gonzalo, Alberto Celorio, iría a radicar a Matehuala a regentear una tienda de sombreros y textiles propiedad de Santiago Vivanco, familia con la que tuvieron una relación muy cercana, y quien sería presidente Municipal de Matehuala en la década de los cincuenta.

La abundante biblioteca de Gonzalo Celorio inició al heredar una de las colecciones que su familia paterna comprara en San Luis Potosí, la enciclopedia juvenil ilustrada, lo que de cierta forma lo fue orillando al mundo de las letras.

Como parte de su formación, en los periodos vacacionales de estudios, entraba a trabajar con sus hermanos, de esta forma estaría en varias ocasiones viviendo en Matehuala,

mientras trabajaba en la tienda de su hermano Alberto.

Parte de esa vida relacionada a San Luis es narrada en la saga dedicada a sus orígenes y que publicara en la editorial Tus Quets, Tres lindas cubanas, los apostatas y la más reciente ese montón de espejos rotos.

Este año de 2025, ha sido un año de reconocimientos, pues además de haber sido nombrado ganador del premio Cervantes, recibió la Medalla José Vasconcelos, que se une a los Premios Xavier Villaurrutia en 2023; el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el 2020 en el campo de Lingüística y Literatura; El premio Mazatlán de Literatura en el 2014; el Premio Novela IMPAC-CONARTE-ITESM en 1999; y el premio Prix des Deux Océans (Biarritz 1977).

Gonzalo Celorio ha sido profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1974, donde ocupa la cátedra “maestros del exilio español”. En 2019 fue elegido director de la Academia Mexicana de la Lengua y su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, portugués, griego y chino.

Entre sus obras como ensayista y narrador se encuentran sus novelas Amor propio (1992), Y retiemble en sus centros la tierra (1999), y la trilogía “Una familia ejemplar”, formada por Tres lindas cubanas (2006), el metal y la escoria (2014) y los apostatas (2020), así como los ensayos El viaje sedentario (1994), México, ciudad de papel (1997), Ensayo de contraconquista (2001), cánones subversivos (2009) y Del resplandor de la lengua española (2016); Mentideros de la memoria (2022).

Reavivar su obre a través de la lectura es el mejor homenaje que podemos hacerle a este importante escritor mexicano que pone en alto las letras mexicanas y del que podemos recrear parte de la historia potosina en con sus obras de la saga familiar.

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