diciembre 16, 2025

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#4 Tiempos

La sepultura | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

Cuenta Julien Green en uno de los volúmenes de su diario (anotación del 22 de octubre de 1959) que, cierto día, él, una amiga y un sobrino de su amiga –un niño de escasos diez años de edad- fueron juntos al cementerio de París a dejar flores ante la tumba de un conocido común, y que mientras él y la mujer recitaban largas plegarias y se inclinaban para depositar la ofrenda, el niño observaba con atención las inscripciones de las lápidas vecinas y leía a media voz: «Al amado hijo», «Al entrañable hermano», «Al nieto querido», etcétera. Por último, se quedó pensativo durante unos momentos, se rascó la barbilla con ansiedad y preguntó a la hermana de su madre:

-Tía, si a los seres queridos los ponen aquí, ¿dónde ponen a los que nadie quiere?

El novelista no comenta la anécdota, pero es fácil adivinar que debió de echarse a reír. «¡Tan solos, tan olvidados!», pensaría el pequeño en su inocente lógica. «¡Y eso que fueron queridos! ¿Dónde estarían ahora si no lo hubieran sido nunca? ¿A qué mar los habrían arrojado los demás, a qué basurero?». Su conciencia había ido a dar, sin quererlo, a uno de los callejones más oscuros y estrechos de la condición humana: ese que se expresa con las palabras muerte, separación y olvido. Porque, en definitiva, sepultar ¿no es separar, o, mejor dicho, no es esconder? «Te pongo aquí porque estás muerto, porque ya no formas parte de los vivos, porque tu destino ahora es habitar en otra parte, allí donde no hay manos que te acaricien ni dedos que te toquen: en el país –según dice el libro santo- donde se olvidan los nombres».

¿Sepultar no es de alguna manera abandonar? ¿Entonces morir es olvidar y ser olvidados? Comprendemos la perplejidad del niño porque, en el fondo, es nuestra propia perplejidad. «¡Oh vida –clamaba nostálgico el poeta-, no habíais de comenzar, pero ya que comenzaste, no habíais de acabar!».

Uno de los personajes de Pabellón de reposo, la bellísima novela de don Camilo José Cela (1916-2002) monologa así pensando en su propio fin, que ya siente próximo: «A los muertos no se les debiera enterrar: es cruel. Se les debiera dejar en los verdes y húmedos prados, a la orilla de los alegres riachuelos, recubiertos con un tul o una gasa para que las mariposas no les molesten. Sería, sin duda, más humano».

Y más adelante, en otro capítulo, este mismo moribundo vuelve a gemir, angustiado: «¿Por qué, Dios mío, por qué se enterrará cruelmente a los muertos?».

La pregunta es legítima: ¿por qué? Y, sin embargo, el problema no son las molestias de las mariposas, sino los dientes afilados de las fieras que andan siempre por allí y que no se detendrán, eso es seguro, ni ante la fina gasa ni ante el tenue tul.

Del hombre prehistórico casi nada sabemos, salvo que le gustaba pintar búfalos en las paredes de sus cuevas y que ya desde entonces enterraba a sus muertos.

«Lo que hay de verdaderamente distintivo en el hombre respecto a los otros seres que la naturaleza ha producido –escribió nada menos que Hans Georg Gadamer (1900-2002), el gran filósofo alemán- es que construye sepulturas y a ellas consagra sus sentimientos, sus ideas y su capacidad creadora».

Sí, lo que distingue al hombre de la bestia –lo que lo distinguió durante milenios, hasta que aquél inventó el lenguaje- es ese afán de guardar a sus muertos bajo tierra como se esconde un tesoro.

Según los antropólogos, ya el hombre de Neandertal sepultaba a los suyos: «Comprendía muy bien –explica Boris Cyrulnik en El encantamiento del mundo– que el cuerpo de su amigo ya no estaba habitado por el hálito del alma. Percibía al muerto y se representaba la muerte, lo cual lo impulsaba a inventar una sepultura para no verse obligado a arrojar el cuerpo de su amigo, a quien todavía quería».

Y, por lo demás, todas las desgracias de Antígona, la heroína griega, ¿no se desencadenaron a partir del momento en que decidió dar sepultura a su hermano Polinices, muerto como un héroe en el campo de batalla?  

«Sí –dice Antígona, decidida a desobedecer las órdenes del insensible rey Creonte-, enterraré a mi hermano. Nadie podrá reprocharme que lo haya dejado librado a las fieras. ¿Me ayudas?».

Ismena, la hermana de Antígona –hermana, por lo tanto, también del difunto Polinices- escucha con atención la pregunta que acaba de serle dirigidas, pero al cabo de un largo silencio responde que no:

«-Somos mujeres, Antigona, mujeres incapaces de vencer a los hombres. Los que mandan son más fuertes que nosotras. Que Polinices me perdone, pero no lo haré. Obedeceré al que manda.

«-Haz lo que te parezca –responde Antígona-, pero yo lo enterraré. Porque el tiempo en que estaré con los muertos, Ismena, es mucho más largo del que estaré con los vivos».

¡Así, así se habla, mujer! A veces, obedecer al que manda no siempre es lo que Dios quiere. ¿Y si el que manda se equivoca, o manda de mala fe? ¡Ay, Antígona, en México también existen Creontes que dicen: «Es preciso obedecer las leyes de los hombres antes que las de Dios»! Pero tú, como quiera que sea, vas a enterrar a tu hermano, pues sabes a quién es preciso obedecer antes que a los amos de este mundo. 

Bien, terminemos de una vez. El niño del cementerio tiene razón; la enferma de la novela de Cela tiene razón; todos los que temen la muerte tienen razón: semejante práctica –sepultar a los muertos- tiene mucho de inhumana; y, sin embargo, hay quien daría la vida porque los cuerpos de sus muertos queridos no se descompongan al aire libre y a la vista de todos.

No, sepultar no es separar, ni alejar, ni olvidar: es ocultar un tesoro, y, para los cristianos, sembrar una semilla que dará fruto a su tiempo, que explotará llena de vida a la salida del Sol, con la irrupción de la Primavera.

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#4 Tiempos

La evolución creadora | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

He aquí lo que escribió hace poco el filósofo alemán Ulrich Hommes: «El crecimiento del miedo en nuestro tiempo es debido a que los hombres de hoy padecen una singular falta de relaciones. Es evidente que la falta de relaciones tiene como consecuencia el miedo, y que el miedo genera una mayor agresividad».

¿Qué quiso decir el filósofo con estas palabras? En realidad es muy simple; quiso decir, sencillamente, que si hoy cunde en nuestras sociedades una especie de pánico generalizado, es porque los hombres estamos más solos que nunca. Como no tenemos amigos (digámoslo aún mejor: como no tenemos relaciones significativas), todo nos aterroriza, pues sentimos que en tales condiciones no seremos capaces de hacer frente a los problemas de la vida.

El viejecito aquel que no tiene ya a nadie porque ha visto morir a todos sus camaradas y partir a tierras lejanas a todos sus hijos, ¿cómo no va a tener miedo de quedarse muerto en la noche mientras duerme? ¿Qué va a ser de él? ¡Ah, con una persona cercana, con una sola con tal de que lo quiera, cómo le sería fácil vivir! Pero no, no tiene a nadie: está solo y por eso se despierta en la madrugada sudando de miedo.

Y aquella mujer joven, ¿no tiene miedo también? Cuando piensa en el futuro, siente que la cabeza le estalla. ¿Y si su marido la abandona para irse con otra mujer más de su gusto? ¡Después de todo, es probable que lo haga! Pues, ¿no se oye por doquier, pero sobre todo en la radio y en la televisión, que cuando un lazo nos aprieta demasiado hay que tener la osadía de desatarlo? ¿No se dice continuamente aquí y allá que el matrimonio es una prisión y que cada cual puede y debe buscar otras alternativas cuando los antiguos compromisos no sean ya viables, deseables ni rentables? Y siendo éste el pensamiento que todos repiten alegremente; ¿cómo no va a tener miedo la pobre de que la dejen un día u otro? ¡Separarse es tan sencillo! Por su parte, el marido también padece lo suyo. ¿Y si ya no satisface todas las expectativas de su esposa?, ¿y si ya no reúne todos los requisitos, como se dice? El normal caos del amor: así tituló Ulrich Beck, el famoso sociólogo alemán, un libro suyo que trata, precisamente, de estas angustias nada ficticias. Pero este caos, ¿es tan normal como parece? A juzgar por lo tiempos que corren, sí.

Mas no sólo el viejecito y los jóvenes esposos tienen miedo; también lo sienten los niños. Y si sus padres se separan, ¿qué será de ellos? Amigos casi no tienen, a excepción de aquellos con los que chatean por la tarde, a la hora de los deberes. Pero, ¿pueden estos desconocidos llamarse amigos? ¡Si son unos desconocidos: a lo mucho, sólo saben su nombre y las letras de las canciones que se intercambian en la red! Están solos.

Y el niño que aún no nace, ¿no tiene miedo él también? Gracias a la sensibilidad espantada de su madre, algo sabe ya de los terrores de este mundo. Ni siquiera le ha sido necesario nacer para darse cuenta de cómo están las cosas en este extraño planeta. Sí, tiene miedo, y él más que nadie. Primero porque está indefenso, y segundo porque nada sabe si su madre llegará a tragarse ese cuento que dice que los niños, mientras aún estén en el vientre, no son más que un montón de células desorganizadas o quizá meramente tumores que sería necesario extirpar cuando las cosas anden mal.

Miedo aquí y miedo allá. Miedo que, según Ulrich Hommes, no tarda mucho en convertirse en violencia. Violencia que genera más miedo y que no puede ser aplacada más que con amor: «Lo que sirve contra el miedo cuando nada más sirve es el amor. El amor que me brindan y el amor que yo mismo doy». 

Se realizó recientemente un experimento que dejó boquiabiertos a los que lo realizaron: «Cuando a unas cabras ubicadas cerca de su madre fueron sometidas a un cierto voltaje de corriente eléctrica, se mantuvieron en pie y pudieron soportarlo. Esta misma carga eléctrica les fue aplicada después, cuando estuvieron solas, y entonces ya no pudieron sostenerse, pues o se desvanecían o se volvían locas».

¡Significativo descubrimiento! Cuando las cabras estaban acompañadas, eran fuertes, y sólo caían cuando estaban aisladas y se sentían desamparadas.

«No es bueno que el hombre esté solo». Fue Dios mismo quien lo dijo, es decir, quien creó al ser humano y lo conoce de pe a pa. Ahora bien, si es Él el que lo dice, por algo será. Me discutía hace poco un amigo:

¡Sólo tú puedes tragarte esos relatos inocentes que cuenta la Biblia!

-¿Y por qué inocentes? –pregunté.

-Porque son ingenuos. Por lo menos todos sabemos hoy que el mundo no nació como dice el libro del Génesis.

-¿Y por qué no? –volví a preguntar-. Que Dios haya creado en seis días, ¿no habla, en cierto sentido, de evolución? Según este libro del que te burlas, las cosas y los seres no surgieron todos al mismo tiempo, sino que hubo una gradualidad –una evolución creadora, como la llamaría Bergson- que no es extraña a los modernos descubrimientos de la ciencia: primero fueron la tierra y el cielo, luego las plantas, más tarde los animales y, por último, el hombre…

-Sin embargo –replicó mi amigo-, el libro del Génesis habla de días.

-Días que no tienen por qué ser nuestros días de veinticuatro horas. Acuérdate del salmo que dice que, para Dios, mil años son como un día…

No sé si convencí a mi amigo; pero, además, tampoco me preocupaba convencerlo. Yo sólo quería decirle que no hay que desechar a la ligera esta advertencia divina: «No es bueno que el hombre esté solo». Y que me alegra saber que la ciencia, poco a poco, en la medida de sus fuerzas, va descubriendo esta verdad vieja como el hombre mismo.

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#4 Tiempos

Cinco finales, cinco retratos | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

El fútbol mexicano vive instalado en un vaivén que mezcla memoria corta, intensidad desbordada y una elasticidad competitiva que rara vez se ve en otros torneos. Y no hay mejor espejo de esa naturaleza cambiante que las últimas cinco finales de la Liga MX. Cada una reveló una cara distinta del campeonato, a veces impredecible, a veces cuidadosamente edificado, pero siempre dispuesto a romper pronósticos.

La más reciente, la del Clausura 2025, entregó un desenlace que pocos anticipaban. Toluca superó a América y recuperó un lugar que parecía extraviado en la élite. Esa serie tuvo un aire de reivindicación para los escarlatas, que encontraron una mezcla perfecta entre orden, temple y puntería. América, por su parte, llegó con la etiqueta inevitable de favorito, pero terminó cediendo ante un rival que administró mejor la presión. En ese desenlace se confirmó que en México los ciclos pueden renacer más rápido de lo que tardan en extinguirse.

Un semestre antes, en el Apertura 2024, las Águilas habían impuesto su jerarquía ante Monterrey. Fue una final marcada por el contraste entre un equipo construido para dominar y otro diseñado para golpear en ráfagas. América resolvió porque entendió cuándo acelerar y cuándo enfriar; Rayados quedó atrapado en la tentación del vértigo y pagó caro su falta de pausa. La serie se volvió una lección de que, en liguillas, el músculo emocional pesa tanto como el táctico.

El Clausura 2024 repitió campeón, América doblegó a Cruz Azul en un duelo donde la narrativa histórica parecía empujar a los celestes, pero terminó imponiéndose la estructura más estable. No fue una final espectacular, pero sí una muestra de oficio. América manejó los tiempos como si los hubiera ensayado toda la vida y Cruz Azul, que había encontrado ritmo durante la fase final, se quedó sin margen en el momento en que la exigencia aumentó.

En el Apertura 2023, el mismo América se cruzó con Tigres en una final que resumió la última década del fútbol mexicano, dos potencias creando tensión desde su experiencia y su peso institucional. Fue una confrontación áspera, tensa, en la que el primer error podía decidirlo todo. América fue más certero y Tigres, pese a su capacidad para competir siempre, no encontró esa chispa que tantas veces lo salvó en finales previas.

Y antes de que América dominara este tramo de la historia reciente, el Clausura 2023 había dejado un capítulo distinto, Tigres había vencido a Guadalajara en una final que mezcló dramatismo y resistencia.

Chivas llegó con un impulso sentimental fuerte, respaldado por un cierre de torneo que había reavivado ilusiones; Tigres, en cambio, se aferró a la experiencia y convirtió la serie en un duelo donde la paciencia terminó valiendo oro.

Cinco finales, cinco historias desiguales, pero todas con un hilo común, la liga mx vive entre la tradición y la renovación constante. América ha sido el protagonista dominante, sí, pero no en un territorio exclusivo; Toluca reapareció con fuerza, Tigres mantiene su lugar entre los gigantes modernos y Cruz Azul y Monterrey continúan orbitando entre la aspiración y la frustración.

Lo fascinante es que cada una de estas series dibuja una tendencia distinta. A veces gana el que mejor juega; otras, el que comete menos errores; y en más de una ocasión, el que simplemente logra sobrevivir a su propio caos. La Liga MX no premia únicamente la excelencia: premia la capacidad de adaptarse a un torneo donde cada semestre puede contar una historia completamente diferente.

Eso explica por qué sus finales, aunque repetidas entre ciertos protagonistas, nunca se sienten iguales. Cada una deja marcas nuevas, dudas nuevas y certezas que duran apenas unos meses. Y quizá ahí radica la esencia de este futbol, un territorio donde la estabilidad es un lujo, el dramatismo una obligación y el título, el botín que confirma que, al menos por un instante, todo salió bien en medio de un ecosistema que siempre está cambiando. Hoy Toluca puede volver a levantar el título o Tigres recuperar lo perdido hace unos torneos, pero sea cual sea el resultado, no queda duda que esta liga es un reflejo de lo extraño y competido que resulta nuestro casero futbol nacional.

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#4 Tiempos

Enrique Mesta Zuñiga, el filósofo autodidacta | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

La revista Letras Potosinas es la continuación de la revista Bohemia. Continuación en el sentido que en 1947 Bohemia cambiaba de nombre a Letras Potosinas, lo que sucedió en el número de edición 51, mostrando la numeración consecutiva. Esta revista, vocero de cultura de la patria chica, como referían sus editores, y conducía su mensaje cordial a los estados hermanos y al extranjero. Esa nueva época, mantenía su cuerpo de colaboradores y a aumentaba sus filas con positivos valores en el arte y en las letras del solar potosino.

Entre los colaboradores, estaría presente en sus páginas Enrique Mesta Zuñiga, un periodista que contribuiría con artículos de corte filosófico, enriqueciendo la labor humanista y difusión artística de Letras Potosinas.

Con la participación de Mesta, la revista potosina contribuía a la divulgación de la filosofía siendo así una de las pioneras en el siglo XX en abrir espacios a esta actividad de filosofía, que no era común en el país.

Don Enrique Mesta Zúñiga, nació en la ciudad de Cuencamé, Durango, el día 28 de julio de 1905. Sus estudios de primaria los realizó, en su natal Cuencamé y después, se dedicó a estudiar por su cuenta, especialmente libros de filosofía, que eran la pasión de su vida. Allí tenemos a otro autodidacta que llegó a lograr las alturas en la filosofía.

Su actividad profesional sería el periodismo, fundando revistas culturales en la región lagunera, como la revista Cauce, formando parte del grupo cultural que floreció y dio auge a las letras y al arte en todas sus manifestaciones. Toda su vida la dedicó a trabajar en diversos periódicos como luego veremos, así como a escribir serios artículos filosóficos y de comentarios literarios.

Esta labor cultural lo acercaría a los editores de Letras Potosinas y sus artículos se hicieron presente en la revista, aportando a los lectores potosinos en temas de filosofía. Dentro de las áreas de reflexión de la filosofía, se enfocó en cuestiones de ciencia, filosofía de la ciencia, sobre lo que publicaría varios libros.

La relación entre ciencia y humanismo fue uno de sus temas de reflexión filosófica. Entre los temas que abordara se encuentra el de la necesidad de la búsqueda o creación de un nuevo humanismo que contemplara los nuevos adelantos de la física cuántica y su repercusión en la percepción del universo y del papel del hombre. 

Con el progreso técnico derivado de la nueva física se incrementa la infelicidad del género humano de múltiples maneras.

Esta carrera contra el tiempo, para proteger a la humanidad contra sus propios desmanes y sus propias tragedias, es un tema predilecto de Toynbee, aquí en México nos lo aconsejó, subraya Mesta: “hay que ganar tiempo, el tiempo indispensable para que las diferentes civilizaciones de nuestro mundo puedan adaptarse la una a la otra”.

Empero, asegura Mesta, para acelerar una función simbiótica de las civilizaciones, la humanidad necesita darse completa cuenta de que la física cuántica al desindividualizar las partículas elementales desindividualizó asimismo a los hombres y al hacer ininteligible el determinismo acabó con la gloriosa interpretación lineal del progreso.

Corresponde a los humanistas trasladar sus instrumentos de las praderas de la metafísica y del arte a los inquietos laboratorios donde las ciencias están formando un nuevo mundo para que los hombres aprendan juntos a sobrellevar una vida humana y más justa.

Hay que hacer que, como ya lo intentaron Planck, Einstein, Freud y Schrödinger, persistan en potenciar y en ampliar su específica labor teniendo más presentes los cambios que su ciencia provoca en los ideales y en los quehaceres inacabables de los hombres.

Tal como lo apunta Mesta, los métodos en ciencias y humanidades que oscilan entre el polo metonímico y el polo metafórico, si bien son diferentes, se vinculan con la necesidad de una representación del mundo que en el fondo lleva el conocer el papel del hombre en el cosmos para lo cual transitan metodológicamente entre ambos polos.

Enrique Mesta, ese filósofo autodidacta, murió el 23 de agosto de 1984, en Torreón Coahuila, debido a un paro cardiaco de Etiología desconocida. Contribuyó a la divulgación de la filosofía y colaboró en el desarrollo cultural de San Luis Potosí.

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Opinión

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