#4 Tiempos
La labor de un abogado | Columna de Ricardo García López
San Luis en su historia
En los ministros es mayor el riesgo de caer en el vicio de la codicia porque es más frecuente para ellos la tentación. Isabel de Inglaterra decía que sus ministros se parecían a los vestidos, que al principio son estrechos, y con el tiempo se van ensanchando. Esto mismo se puede decir en general de los que desempeñan cargos públicos. ¿Cuántos hay que al principio escrupulizan en admitir como regalo una manzana, pero pasados algunos años se quisieran tragar todo el jardín de las Hespérides? Ya sabes que eran de oro las manzanas de aquel huerto. Así les sucede lo que a las fuentes, que muy rara es la que llega a morir en el mar debido a que su caudal es muy corto en los primeros pasos de su curso.
Cuando se dicta una sentencia civil en materia controvertible, la malicia de los quejosos y aún de los que no tienen parte en el juicio, deducen que la sentencia está basada en la recomendación de un poderoso e influyente funcionario. Tanto así se ha apoderado del ánimo la presunción de la fuerza de los influyentes sobre los jueces, que son muchos los que, algunas veces, habiendo padecido, una persona, algún despojo y estando segura de que el derecho los asiste, no obstante esta convicción, no acuden a los tribunales cuando sabe que la parte contraria tiene amigos muy influyentes en el gobierno.
No cabe duda que en este aspecto, las más de las veces, está muy engañado el mundo. Un buen número de magistrados en cuanto pueden (y pueden por lo común), cumplen, sólo en apariencia, con las recomendaciones solamente con palabras llenas de tecnicismos; y aunque haya positivas promesas, a condición de que dicte sentencia en determinado sentido, cuando se llega al fallo se tienen presentes, únicamente, los libros de jurisprudencia y no las cartas de recomendación; por esta razón es muy saludable que los votos para obtener una resolución sean emitidos por varios magistrados, porque de esta manera no existirá la posibilidad de conocer en qué sentido votó cada magistrado.
Dios nos defienda, no obstante, de caer en el grave aprieto en donde el abogado postulante de una de las partes tenga influencias o pueda tenerlas para hacer que el juez sea ascendido a magistrado y el magistrado a ministro. En este caso el juzgador tendrá el temor de que su semblante revele el sentido en que votó (este mismo miedo tortura a quien ha de dictar sentencia y muchas veces vota impelido por él), teme también el juez o el magistrado, que se lleguen a hacer tantas conjeturas que finalmente descubran los promoventes el sentido de su voto o que en las negociaciones lo averigüen. Nada deja quieto el ánimo sino la ejecución real de lo que se prometió. Este es el caso en que, después de muchos años de estudio, se suelen entender las leyes como nunca se entendieron hasta entonces; en un momento crece y mengua la estimación de estos y aquellos autores; y el aire del favor impele hacia la parte que tiene menos peso aquella balanza donde se pesan las probabilidades.
Me acuerdo que aquél gran jurisconsulto Alejandro ab Alejandro, en los Días geniales, dice de sí que abandonó el ejercicio de la abogacía desilusionado por las experiencias que había tenido de que ni la sabiduría del abogado, ni lo justo de la causa del cliente aprovechaba en los tribunales cuando las partes contrarias eran poderosas.
Prescindiendo de estas circunstancias, las cuales influyen en los que quieren congratularse con los poderosos y subir en el escalafón del poder más que subir al cielo, los demás favores son harto inútiles en los tribunales; pero nosotros mismos, si se ha de confesar la verdad, damos motivos para que se juzguen útiles dichas recomendaciones. Si cuando intercede alguna persona de autoridad le damos cierta esperanza, esforzándonos con discursos muy técnicos y ambiguos a que se entienda que atenderemos sus recomendaciones; si la sentencia es favorable para el ahijado y nos esforzamos para que el padrino atribuya nuestra decisión a su influjo y así obligarlo a que esté agradecido con nosotros toda la vida, en este caso nosotros somos autores culpables de este error del mundo y del prejuicio que en contra de nuestra probidad y de la de todos los jueces en general tiene la sociedad.
Esta creencia del vulgo de que las recomendaciones son decisivas para las sentencias, es más nociva para nuestra profesión que para nuestra fama; pues de esa creencia se ocasiona el recibir, tanto en el juzgado como en el tribunal, una gran cantidad de visitas y el tener que contestar un sinnúmero de cartas de intercesores gastando en estos menesteres un gran espacio de tiempo, mismo que debiéramos emplear en el estudio. Si tuvieran la seguridad que tales diligencias de nada sirven, no nos harían perder miserablemente el tiempo con ellas.
¿Pues qué se ha de hacer? Fácil es la solución. Hablar claro y con aplomo y desengañar a todos. Hacer del conocimiento de todos que la sentencia depende de las leyes y no de súplicas ni de amistades; que no podemos servir a uno con dispendio de la justicia y de la conciencia; que eso que llaman aplicar la gracia (pretexto con que se atienden estas peticiones), examinadas las cosas en la práctica, es una quimera, pues nunca el juez puede hacer gracia, no está en sus facultades, o es metafísico y muy remoto el caso en que puede. Aún para los casos dudosos, obscuros, para cuando hay igualdad de probabilidades, dan reglas de equidad las leyes y estamos rigurosamente obligados a seguirlas. ¡Oh, que algunas cosas se dejan a la prudencia del juez! Es verdad; mas por eso mismo no se dejan a su voluntad. El dictamen prudencial señala a su modo el camino que se ha de seguir, y no es lícito tomar otro rumbo por complacer al poderoso o al amigo. Cuando se dice que esto o aquello está al arbitrio del juez, la voz arbitrio es equívoca y de ninguna manera significa disposición que depende del afecto, sino pautada por la razón y el juicio. Esta significación es conforme a su origen, pues el verbo latino arbitror, de donde deriva esta voz, significa acto de entendimiento y no de voluntad.
Bien sé los inconvenientes que puede tener esta actitud porque se trata de un desengaño. El primero es que nos juzguen insensibles y groseros; pero esta apreciación solamente permanecerá hasta que este proceder sea la norma de conducta de los jueces y magistrados. Mientras haya solamente uno o dos ministros que obren conforme a justicia, pasará su conducta como indolencia o desabrimiento ante los ignorantes y aprovechados; pero cuando todos o la mayoría de ellos obren rectamente, aún los ignorantes conocerán que a lo que llamaban indolencia no era otra cosa que entereza y también comprenderán que estos funcionarios más que hacerles un mal les hacen un gran beneficio puesto que les evitan muchas molestias como son miles de vueltas a los tribunales y más aún gastos en buscar valederos (que los recomienden) cuyas gestiones serán inútiles.
El segundo inconveniente es que los jueces y magistrados perderán, por parte de muchos postulantes, la estimación y “admiración” de que ahora gozan, porque esas muestras de respeto y reverencia no son debidas a su alta investidura sino más bien a la relación que tienen con los poderosos gracias a los cuales inclinan la vara de la justicia.
Son muchos los estudiosos que han probado que Epicuro no era una ateo, como afirma mucha gente, porque aceptaba, a su manera, la existencia de los dioses; negaba en cambio el influjo que ellos tenían para hacernos bien o mal. Este criterio bastó para considerarlo ateísta práctico porque quien niega a los dioses el poder, les niega también la adoración. Los hombres no siembran obsequios sino donde esperan cosecha de favores. La dependencia es el único móvil de sus cultos; y así, si llegan a considerar al tribunal como nuevo órgano de la ley, en donde todo depende de la intención del legislador y nada de la inclinación del juez o magistrado, muy escasos y muy superficiales acatamientos harán a la profesión judicial.
Este inconveniente producirá una gran preocupación a aquellos funcionarios judiciales que les agrada recibir un culto como si fueran dioses. Pero tú hijo mío, toma conciencia de que te pusieron en la silla de un tribunal y no en un altar; que no eres un ídolo destinado a recibir cultos y ofrendas, sino un oráculo constituido para articular verdades. Así, desengaña a todos, Persuade a los poderosos de tu respeto y a los amigos de tu gran cariño hacia ellos; pero asegurándoles a unos y a otros que ni el cariño ni el respeto pueden trasponer la puerta al gabinete de la Justicia, porque el temor de Dios, que es el portero de la conciencia, los obliga a quedarse en la antesala.
También lea: La Balanza de Astrea de Benito Jerónimo Feijoo | Columna de Ricardo García López
#4 Tiempos
La cuna de la comunicación inalámbrica es San Luis Potosí | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En este mes de junio se cumplen ciento treinta y nueve años del desarrollo de la comunicación inalámbrica. Desarrollo que es netamente potosino aunque la historia oficial se lo asigne a Marconi que lo diera a conocer diez años después en 1896. El 11 de junio de 1886 Francisco Estrada recibía el privilegio (patente) para comunicar trenes en movimiento con la estación de trenes, asunto que implicaba la comunicación inalámbrica.
No queremos dejar el aniversario en el vacío y de nuevo retomamos este tema que hemos estado dando a conocer a través del estudio de la vida y obra de Francisco Javier Estrada Murguía, el físico mexicano más importante del siglo XIX y que naciera en San Luis Potosí en febrero de 1838.
Las aportaciones de Estrada son abundantes e importantes y muchas de ellas como primicia mundial sea en el ámbito de la electricidad o del magnetismo. Entre ellas la más trascendente es el desarrollo de la comunicación inalámbrica.
La historia de este acontecimiento científico es recogido en mi libro “La Cuna de la Comunicación Inalámbrica” que editara el fondo editorial Rafael Montejano y Aguiñaga en 2021 y que sale a luz después de vencer un sinfín de problemas administrativos como edición financiada por al autor en 2024.
Puede considerarse la obra más completa sobre Estrada en este tema de la comunicación inalámbrica y puede conseguirse con el propio autor en el correo [email protected]
Luis Guillermo Martínez que participó en la presentación del libro, escribe en la Jornada Semanal sobre el libro lo siguiente:
Sobre la formación de la industria en el proyecto de la modernidad, el problema se debe, precisa el autor, a la dependencia industrial con la que se constituyó nuestro país en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. De ahí también se explicaría por qué no se le concedió mayor importancia a los descubrimientos y adelantos de Estrada. Bajo el argumento que asegura una relación estrecha entre los avances del conocimiento tecnológico y la vida social, el autor afirma: “Esta relación puede observarse en las repercusiones económicas, de la vida social, la estructura de la familia y las actividades diarias que se desenvuelven en toda la sociedad.” Con esto se acerca en mucho a lo que planteó Marx al hablar de la “Maquinaria y la gran industria” cuando afirma que “la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia, y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas.” ¿De qué manera se relaciona directamente el conocimiento científico y tecnológico con nuestra forma de vida actual? Por medio de la mercancía, la cual se produce gracias a dicha tecnología y se nos presenta como un hecho cotidiano al que nos enfrentamos de forma normalizada. Así, podemos comprender la forma mercantil desde otras perspectivas, ya no sólo como objetos útiles para nuestra vida cotidiana, sino como dinamizadores de nuestra socialidad, y esto es posible gracias a la tecnología que las sostiene o constituye.
Con sus experimentos sobre la reproducción técnica del sonido, Estrada fue puntal para el desarrollo y cambio radical de pensar estos problemas, que en la historia occidental empezaron con una tensión entre la reproducción y lo auténtico. En la actualidad, se dirime sobre la importancia de la forma de percibir el sonido reproducido técnicamente. La sensación fantasmagórica de escuchar a los que no están presentes, ya sea porque se encuentran lo suficientemente lejos para no oírlos de forma natural o porque ya no se encuentran vivos. También el fenómeno de traer al presente sonidos que fueron parte de otra época y, más aún, realizar un encabalgamiento con los sonidos actuales, algo similar a lo que en cine se conoce como montaje y que ahora en música se le llama sampleo, son elementales para los estudios de la filosofía y sus relaciones con la música. Más que Edison, Tesla y Marconi, estos problemas actuales los empieza a trazar Estrada, formando así, nos dice el autor de la obra, un trébol de cuatro hojas.
Agradecemos a Luis Guillermo Martínez sus comentarios y los invitamos a que se acerquen a la obra de este potosino distinguido que colocó al estado y al país en la palestra mundial a pesar del olvido sobre sus importantes contribuciones a la física que ahora marcan nuestras sociedades modernas.
También lee: El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».
Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.
Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».
La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.
«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».
Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.
Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».
¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».
Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…
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#4 Tiempos
El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.
Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.
Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.
Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.
El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.
Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.
En su romance, los últimos versos dicen:
la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.
Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.
Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.
Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.
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