#4 Tiempos
La danza que cura | Columna de Juan Jesús Priego

LETRAS minúsculas
Husmeando hace poco entre las páginas de un grueso libro que dejé olvidado hace mucho tiempo al pie de una montaña de hojas y carpetas, pude enterarme de lo siguiente: que en ciertas tribus del desierto africano las enfermedades mentales se curan siguiendo este extraño procedimiento: cuando uno de los miembros del grupo empieza a sumirse en estados de tristeza prolongados, o a delirar, o a hablar con las piedras, o a gemir por la noches, o a llorar en sueños, o a no querer ya levantarse del lecho, o a invocar la muerte con insistentes ruegos y súplicas, los demás miembros del clan se reúnen en torno a él y le cantan canciones y danzan a su alrededor, de manera que al poco tiempo el enfermo vuelve a estar sano otra vez, por lo menos en la mayoría de los casos.
¿En dónde reside el secreto de tan milagrosa curación? Eso es lo que quisiéramos saber; aunque, vista la cosa más de cerca, no creo que se trate de ningún secreto.
Según el doctor Claude Miéville, famoso especialista francés en enfermedades mentales, la locura consiste básicamente en esto: «En que el enfermo psíquico termina por aislarse, por encerrarse en su mundo propio… Hubiera podido encontrar el equilibrio –dice- contándose cuentos, representándose una comedia y jugando un papel, pero su drama es que termina por aislarse. Y alienarse, en cierto sentido, es aislarse de los demás y no poder ya comunicarse con ellos… Creo que la locura es este corte, esta ruptura con los demás, con la sociedad, con todo: enloquecer es encerrarse en un mundo que se cierra sobre sí mismo».
Los miembros de aquellas tribus nómadas parecer saber esto, o por lo menos intuirlo: la locura –y agrúpese bajo este nombre todo trastorno psíquico de cierta importancia- se suaviza con un poco de compañía; si toda enfermedad mental es una ruptura, entonces es preciso rehacer cuanto antes lo que se había estropeado. Y, por eso, se juntan alrededor del enfermo, y danzan y cantan para él de modo que pueda éste otra vez sentirse vivo. Es como si con sus cánticos y sus giros le dijeran al enfermo: «Hermano, te habíamos dejado solo. Atareados por los quehaceres de los días casi nos olvidamos de ti, de que existías. Pero tú existes, y llamas nuestra atención adoptando un comportamiento fuera de lo normal. Te vengas de nuestra indiferencia huyendo a esa tierra misteriosa en la que la misma claridad es sombra y que nosotros, a falta de una palabra mejor, llamamos locura. Regresa, ven: hemos aprendido la lección; de ahora en adelante ya no te abandonaremos. ¿Aceptas vivir con nosotros otra vez?».
En Nudo de víboras, la novela de François Mauriac (1885-1970), el escritor francés, hay una escena en la que Luis, el protagonista del relato, escribe a Isa, su mujer, una larga carta en la que le reprocha su falta de interés por él. ¡Nunca lo escuchaba! Y le dice: «Si hablo solo es porque siempre estoy solo. Al hombre le es necesario el diálogo». Puesto que su mujer no le prestaba atención, él se ponía a hablar con él único que estaba siempre ahí a un lado suyo: él mismo. La locura estaba a la vuelta de la esquina.
Ahora bien, de entre los hombres y mujeres que caminan por las calles gesticulando o gritando, ¿cuántos habrá que han sido mal amados y se han puesto a gritar al viento porque no ha hay nadie en este ancho planeta que quiera escucharlos? El hombre es un ser de palabra, y si no encuentra unos oídos dispuestos a recoger su voz, se pondrá a platicar con las piedras. ¿Locura? Falta de amor, simplemente.
Como digo, los nómadas aquellos algo sabían de todo esto y ponían inmediatamente manos a la obra con resultados que pondrían rojos de envidia a los psicólogos de Occidente.
Pero no nos hagamos ilusiones: aquí éste método jamás funcionaría. Porque, ¿de dónde va a salir la gente que se ponga a danzar y a cantar alrededor de las camas? ¡Estamos todos tan atareados! Además, carecemos de todo sentimiento comunitario de la vida: si ni siquiera con uno de los nuestros haríamos una cosa semejante, ¿cómo podríamos hacerlo con el vecino de enfrente, a quien no conocemos de nada? En todo caso –llevando nuestra generosidad a cimas insospechadas- organizaríamos una colecta y lo mandaríamos al psicólogo para ver qué puede este hombre solo –este desconocido, este extraño- hacer por él. Nosotros no, nosotros no tenemos tiempo; y, además, tampoco tenemos ganas. ¿Cantarle canciones a nuestro vecino? ¿Ensayar unos pasitos de breakdance para que se alegre un poco? ¡Qué ridiculez! ¡Aunque se tratara de nuestra abuela, nosotros no haríamos esto por nada del mundo! Sí, que el psicólogo haga lo que pueda, que sea él quien tome las riendas del asunto.
Sigo hojeando el libro y me pongo a pensar: «¡Si los hombres y mujeres de hoy tuviéramos un poco de tiempo para gastarlo con los demás, acaso habría menos enfermos mentales entre nosotros! Porque sí, todos estamos más o menos enfermos. Enfermos no de nuestras depresiones –que son sólo el efecto, la punta visible del iceberg-, sino de que nadie quiera cantar y bailar a nuestro alrededor. Enfermos de nuestra larga e infinita soledad».
¿Qué puede un ansiolítico contra una tristeza verdadera? ¿Qué puede un antidepresivo contra un desamparo real? «Nada se termina nunca de adquirir –escribe el filósofo André Comte-Sponville-; nada se nos promete nunca, sólo la muerte… La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, la soledad, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo… ¡Esta es la vida! Siempre solitaria. Siempre mortal. Siempre desgarradora. Y tan frágil, tan débil, tan expuesta». En semejantes condiciones, ¿cómo no volvernos locos?
Aquellos nómadas lo saben: con un poco de compañía. Ellos han descubierto el secreto, han quitado el velo, en pleno desierto, al enigma de la vida.
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#4 Tiempos
El sabor uruguayo del futbol potosino | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
El futbol potosino ha tenido muchos rostros, muchas etapas y muchas nacionalidades que han dejado su huella. Pero si hay una que ha sabido ganarse el respeto en la cancha y el cariño en la tribuna, es la uruguaya. No hablo solo de entrega, hablo de carácter, de identidad, de jugadores que supieron ponerse el equipo al hombro cuando San Luis más lo necesitaba.
Hoy que el nombre de Juan Manuel Sanabria suena con fuerza por razones fuera del césped, vale la pena recordar a los uruguayos que eligieron a San Luis, que se partieron el alma con esta camiseta, y que con su futbol dejaron una marca imborrable.
Sanabria, quien hasta hace poco fue capitán, referente, y para muchos el nuevo símbolo del Atlético de San Luis, rechazó irse al América. ¿Por qué? Eso solo lo sabe él. Pero mientras unos dudan, otros lo hubieran dado todo por una oportunidad así. Y sin embargo, eligió a San Luis. Eso dice mucho.
Marcelo Guerrero, aquel mediocampista ofensivo que llegó en los años dorados del primer San Luis en Primera. El “Colo” no era un crack mediático, pero tenía talento en los pies y visión en la cabeza. Fue clave en el subcampeonato del Clausura 2006. Ese torneo, donde estuvimos a nada de ser campeones, tuvo mucho del futbol uruguayo. Mucho de Marcelo.
Sebastián Abreu, el “Loco”, pasó brevemente por San Luis pero dejó su sello. Llegó con la fama de goleador nato y aunque no tuvo su mejor etapa, su presencia bastó para sacudir vestidores. Un delantero con personalidad, de esos que no se esconden. Un verdadero referente del futbol uruguayo que, aunque por corto tiempo, defendió los colores potosinos.
Más recientemente, Facundo Waller, otro charrúa que entendió lo que significa este equipo. Su paso por San Luis no solo fue destacable, fue vital. Contundente, técnico, siempre con una actitud ejemplar. Fue de los pocos que en temporadas grises mantuvo el nivel. Un volante moderno, de ida y vuelta, que mostró garra y calidad.
Pero no todos los nombres quedaron grabados en los reflectores. Algunos fueron más discretos, pero no menos importantes. José Enrique García, volante de contención, fue uno de esos gladiadores silenciosos a inicios de los 2000. Siempre cumplidor, sin lujos pero con un orden táctico que todo técnico valora.
Andrés Silva, central uruguayo que también pasó por San Luis en esa época, destacaba por su fortaleza física y su agresividad defensiva. No era un defensa sutil, pero sí un tipo al que no le temblaban las piernas en los partidos complicados. Le tocó vivir años de transición en el club, pero siempre rindió.
Uno que sí fue diferente fue Lorenzo Unanue, que llegó en los años 80, cuando San Luis todavía tenía una identidad más modesta pero una gran ambición. Unanue era fino, creativo, y marcó diferencia en una liga que no siempre apreciaba el talento extranjero. Fue de los grandes uruguayos que se puso esta camiseta, y su huella permanece en quienes lo vieron jugar.
A lo largo de las décadas, han sido los jugadores charrúas quienes más han entendido el código del fútbol en esta tierra: sacrificio, dignidad, talento sin soberbia. Y entre todos ellos, hay un nombre que no se discute: Nery Castillo, el más grande jugador uruguayo que ha pisado una cancha en San Luis.
Nery jugó en el Atlético Potosino durante los años más vibrantes del fútbol en la capital. Era extremo, rápido, elegante. Pero más que sus cualidades técnicas, lo que hacía diferente a Castillo era su entrega. El estadio Plan de San Luis rugía cuando tomaba la pelota. Marcaba diferencias, no solo con goles, sino con personalidad. Fue ídolo, fue referente y fue parte fundamental de una etapa que marcó a toda una generación. Su legado va más allá de la cancha: sembró en San Luis una identidad, una conexión con Uruguay que permanece hasta hoy.
El fútbol potosino no tiene la vitrina de otros equipos, pero sí tiene historia. Y en esa historia, los uruguayos han sido piezas importantes. Jugaron, ganaron, perdieron, sudaron esta camiseta como si fuera suya de nacimiento. Por eso, cuando uno ve a un jugador uruguayo en San Luis, ya sabe que algo bueno puede pasar. Porque si algo saben hacer los charrúas, es dejarlo todo en la cancha. Y a veces, eso es más importante que cualquier fichaje.
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#4 Tiempos
Jorge Echevarría y su taller de Sonido 13 | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
De la mano de Oscar Vargas y David Espejo, los alumnos del maestro Julián Carrillo, y principalmente bajo el cobijo de la hija del maestro, Dolores Carrillo, Jorge Echevarría Chávez aprendió el sistema musical del Sonido 13 y tomó el destino de tocar música en el sistema de Sonido 13 de Julián Carrillo, convirtiéndose en uno de los principales difusores de la obra microtonal de Julián Carrillo. Desde 1979 ha sido promotor de la obra del compositor potosino dando conferencias y conciertos en diversos foros y universidades. También ha ejercido la docencia y ha sido catedrático en diversas escuelas, centros culturales y universidades del país. Ha sido director de varias agrupaciones musicales juveniles.
Como parte de su formación en el nuevo sistema musical de Carrillo se involucró en la construcción de instrumentos en cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, participando en la construcción de arpas micro interválicas que desarrollaron los alumnos de Carrillo Oscar Vargas, David Espejo y Ramón Guerrero Aspero y construiría posteriormente su flauta para cuartos de tono con la cual basa sus interpretaciones de Sonido 13 con el grupo de formara con el nombre ITZA CAYUM que es un grupo que ha sido trazado por la música, recordando el conocimiento de notas y frases. La inspiración surge de instrumentos ancestrales para crear nuevas formas de expresión musical… expandiendo el espectro sonoro, empoderando en cada nota y pieza. Esta profunda fuente de tradición e innovación encuentra una voz moderna en Jorge Echavarría, miembro clave del reconocido grupo Paraphernalia. (PoF)
Jorge Echevarría Chávez realizó sus estudios musicales en la Escuela Nacional de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México como instrumentista en flauta transversal; también en la escuela de música José F. Vázquez; el Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México, y estudió armonía contemporánea en el Sindicato de Música de la Ciudad de México.
En los últimos años han sido frecuentes sus visitas a San Luis Potosí para impartir cursos y conferencias, así como hacer composiciones con sus talleristas de música original en el sistema de Sonido 13. En particular participó en nuestro programa de conmemoración del 140 aniversario del nacimiento de Carrillo en 2015, registrando su participación en la serie documental 13 Conceptos del Sonido 13 que puede consultarse en youtube, así como su participación el programa de conferencias públicas La Ciencia en el Bar en particular con el tema la revolución musical del Sonido 13,
Sobre este tema estará en el mes de septiembre en San Luis Potosí impartiendo el taller, La revolución Musical del Sonido 13, el cual tiene el objetivo de desarrollar los conocimientos necesarios para componer e interpretar música en microintervalos, a través del uso del sistema general de escritura musical de Julián Carrillo. Este taller está dirigido a músicos de cualquier diversidad instrumental, con conocimientos básicos de solfeo y teoría musical general.
Este taller es una buena oportunidad para acercarse al sistema de Sonido 13 y experimentar ese universo musical fantástico que desarrolló el maestro potosino Julián Carrillo creando un nuevo universo sonoro que permite crear nuevas sensaciones estéticas.
Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento de Julián Carrillo y el 130 aniversario del experimento fundacional del Sonido 13. Que mejor manera de festejarlos participando en el taller de Jorge Echevarría sobre la revolución musical del Sonido 13.
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#4 Tiempos
Variaciones sobre el mismo tema | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
Cuenta Simone de Beauvoir (1908-1986) al comienzo de su ensayo Pirrus et Cineas que una vez Pirro, el general, hacía en voz alta proyectos de conquista:
“-Primero someteremos Grecia –decía.
“-¿Y luego? –le preguntó Cineas, el filósofo, que estaba por allí cerca y lo escuchaba con atención.
“-Luego conquistaremos África.
“-¿Y después de África?
“-Después de África pasaremos a Asia, conquistaremos Asia Menor, Arabia.
“-¿Y después? –volvió a preguntar el filósofo.
“-Después iremos a la India.
“-¿Y después de la India?
“-¡Ah! –exclamó Pirro-. Descansaré.
“-¿Y por qué no descansas de una vez?
“Cineas –comenta la novelista filósofa- parece sabio. ¿Por qué partir si es para volver? ¿A qué comenzar si hay que detenerse? Y, sin embargo, si no decido en primer término detenerme, me parecerá aún más vano partir. ‘No diré A’, dice el escolar con empecinamiento. ‘¿Por qué?’. ‘Porque después de eso habrá que decir B’. Sabe que, si comienza, no terminará: después de B será el alfabeto entero, las sílabas, las palabras, los libros, los exámenes y la carrera; a cada minuto, una nueva tarea que lo arrojará hacia una nueva tarea, sin descanso. Si no se termina nunca, ¿para qué comenzar?… Pero en tanto que permanezca vivo –dice Pirro- es en vano que Cineas me hostigue, diciéndome: ‘¿Y después? ¿Para qué?’. A pesar de todo, el corazón late, la mano se tiende, nuevos proyectos nacen y me impulsan hacia adelante”.
Quién tiene la razón: ¿Pirro o Cineas? Quizá los dos: Cineas advirtiéndole que el punto de partida no está nunca lejos del punto de llegada y que no es preciso conquistar el mundo para tomarse un descanso. Pero, ¿cómo descansar sin haber antes conquistado el mundo, es decir, sin haberse cansado? Pirro, pues, tampoco se equivocaba: no es lo mismo descansar antes que descansar después. Antes, el descanso es pereza; después, es recompensa.
“¿Conoces la historia del napolitano? –pregunta ahora Christiane Rochefort (1917-1998) por boca de uno de los personajes de Les Stances à Sophie-. El milanés lo ve tirado al sol y le dice:
“-¿Por qué no trabajas? Así tendrías dinero.
“-¿Y luego? –pregunta el napolitano.
“-Te comprarías una casa.
“-¿Y luego?
“-Llevarías e ella a una mujer, ascenderías en la escala social, te enriquecerías.
“-¿Y luego?
“-Y luego –dice el milanés- podrías pasar las vacaciones al sol.
“Y el napolitano responde:
“-¡Pero si ya estoy al sol!”.
En este caso nos parece mucho más sabio el napolitano que el milanés, pues éste sólo piensa en el dinero, en una casa con alberca y amplios jardines: en una comodidad, en fin, que aquél ya goza sin tener que molestarse. ¿Tanto trabajo, tanto desvelo para luego tirarse sol? Bien, él ya está al sol, y no desea sino una sola cosa: que lo dejen en paz.
Si trabajamos únicamente para “ganar”, el napolitano tiene razón. Pero los hombres no sólo trabajamos para “ganar”, sino, ante todo, para ganarnos a nosotros mismos: para que el mundo gane algo y sea un poco más rico con los frutos de nuestra acción. Eso fue lo que se le olvidó decir al milanés: y, por lo tanto, perdió justamente la partida.
Para terminar, he aquí otra historia del mismo tenor. La cuenta Giovanni Papini (1881-1956) en un capítulo de su libro Palabras y sangre. Iba un hombre caminado por la orilla de un río –imagino que sería el mismo Papini- cuando vio a un joven que se disponía a echar las redes:
“-¿Por qué haces eso? –preguntó el paseante.
“-Para coger peces –respondió el pescador.
“-¿Y para qué quieres coger peces?
“-Para venderlos.
“-¿Y qué haces con el dinero que obtienes?
“-Compro pan, vino, aceite, vestidos, zapatos y todo lo demás.
“-¿Y para qué compras todas esas cosas?
“-Para vivir.
“-¿Y para qué quieres vivir?”.
He aquí una pregunta realmente filosófica: “¿Para qué quieres vivir?”. Una vez que hemos respondido a esta pregunta y sabemos la respuesta, nuestro obrar tendrá sentido, pero únicamente hasta entonces y nunca antes.
El pescador se quedó callado. Y como no supo qué responder, se limitó a decir: “Para pescar”. Ignoraba para qué hacía, en el fondo, lo que hacía. Su vida era un círculo vicioso, un malentendido.
“¿Para qué quieres vivir?”. Es preciso responder. Y sólo hasta que lo hagamos también nuestro descanso formará parte del plan, y tendremos paz. Nuestro corazón no nos acusará de haber gozado de una tarde libre, ni nos reprochará por habernos tomando unas breves vacaciones. Seremos, entonces, los hombres más sabios. Y también los más tranquilos.
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