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#EstiloDeVida | Cuatro opciones de mixología en SLP
Bebidas clásicas, futuristas, orgánicas, experimentales, aquí todo lo que debes saber sobre coctelería potosina
Por: Itzel Márquez
La cultura de la coctelería en San Luis Potosí ha tomado auge en los últimos años. Algunos establecimientos en el estado se han especializado en ofrecer al público bebidas de autor y los tradicionales cócteles con un toque especial. La Orquesta se dio a la tarea de visitar algunos de ellos y te presentamos cuatro de lo mejores:
Nerano Trattoria: Italia en SLP
El toque característico de este lugar es su inspiración en la cultura italiana, pues ofrecen comida como pasta y pizza acompañados de vinos y bebidas tradicionales italianas.
“Somos un restaurante de alta cocina y vinos de Italia, en coctelería nos representa la historia de negroni, manejamos dos carritos de negroni y la barra de bebidas generales, la pasta y pizza es fresca y se prepara todos los días”, comentó Alejandro Chi, el mixólogo del lugar.
Alejandro llegó desde Playa del Carmen para colaborar en Nerano, lugar que tiene cuatro meses en el estado y se ubica en Av. Venustiano Carranza #2495 ofreciendo al público siete cócteles de autor, siete negronis y tres mocteles (coctelería sin alcohol).
“El negroni es un cóctel con base en vermut, campari y ginebra; antes de este, existió el milano torino que tiene vermut y campari, de ahí nació el americano que contiene vermut, campari y agua mineral; finalmente se creó el negroni”, mencionó Chi.
El mixólogo dijo que ofrecen otras bebidas, tales como boulevardier, el negroni contesa, que es una variante del negroni tradicional, pero un poco más cítrico y floral y por el milanés tonic, una variante del clásico gin tonic.
“La respuesta de los potosinos fue complicada al principio, porque la gente es exigente, pero aquí nos acercamos con el cliente y le preguntamos qué bebe regularmente, tomando eso como punto de partida hacemos una recomendación o hago un coctel al gusto”, finalizó Alejandro.
Dry Martini: el rey de los martinis
Con cócteles autoría de Javier de las Muelas, Dry Martini en Hilton Tower tiene cuatro años ofreciendo tragos clásicos y excéntricos. Carlos Cruz, bar manager habló sobre la coctelería del lugar.
Cruz dijo que tienen cócteles clásicos y su especialidad es el martini, pues tiene variantes como el dirty martini y en la barra hay un contador de todos los dry martinis que se han preparado, incluso te pueden hacer un certificado que autentifique tu bebida.
La barra del lugar se divide en tres: la central solo para preparar martinis, un extremo para preparar bebidas clásicas y otro para bebidas futuristas.
“Nuestra premisa es que los tragos tengan tres cosas: atractivo visual, porque si el cóctel está bonito intuyes que sabe bien; buen olor, porque el segundo acercamiento es con el olfato, antes de tomarle, se perciben los aromas y por último, un sabor agradable”, agregó Carlos Cruz.
Dry Martini es uno de los cóctel bar más representativos del estado, pues mucho tiempo estuvo rankeado como uno de los 50 mejores del mundo.
“Tenemos algunos clientes que les gusta la cultura de la coctelería, viene a probar, también tenemos gente que nos sigue por los excéntricos que no se encuentran en ningún otro lugar, es difícil ser específicamente bar de cócteles, porque en San Luis Potosí hay pocos, pero al final su fuerte es la comida y nosotros, en contraste, somos un cóctel bar”, mencionó Carlos.
Por último, Carlos Cruz habló sobre el concepto de mixólogo y su trayectoria, pues cuenta con 23 años en el mundo de la coctelería, en los cuales, dijo que ha visto una evolución conceptual y del nombre, pues “antes consistía en aprender recetas y elaborarlas y ahora evolucionó el concepto y se añadió la tendencia culinaria en la coctelería, de tal forma que, un mixólogo es un bartender con experiencia; un mixólogo te ofrece una experiencia diferente, pues te puede diseñar una bebida y el bartender solo sigue las reglas de la receta” .
Villacastels, comida y bebida bien hechas
Villacastels está ubicado en Juan de Oñate #660, ofrece coctelería clásica, de autor y cerveza de la casa y de la Cervecería Hércules de Querétaro.
Luis Fernando Espinosa y David Segovian, encargados de la barra en Villacastels contaron que los cócteles que ofrecen en bebidas clásicas son desde el negroni, dry martini, mojitos, piñas coladas clarificadas, hasta coctelería de la casa como el Longoria, hecho con mezcal de la marca de la deportista potosina Paola Longoria, licor del 43, Sangermain, frambuesas y clara de huevo.
“No inventamos nada, solo hacemos las cosas bien, ofrecemos al mercado un lugar en donde puedas llegar y disfrutar de un buen trago acompañado de comida, basado en técnicas e historia de la coctelería clásica”, mencionó David.
Además, los encargados de la barra agregaron que la recepción de la gente ha sido muy buena, pues buscan el lugar por la cerveza artesanal, pero la comida y la coctelería han sido un referente, pues ofrecen comida mexicana que marida con los sabores de las bebidas.
Flamingos, tragos con elementos de casa
Desde hace 10 meses, Natanael Sandoval abrió Flamingos en Avenida Tercer Milenio #308, su concepto es un café-bar inspirado en las barras de terminales de aeropuertos y trenes, en donde ofrece al público coctelería, alcohol y cafés.
“La idea original de Flamingos es una coctelería clásica y conforme han llegado los clientes, hemos agregado cosas al menú como coctelería de autor, pero tratamos de que sean bebidas que respeten el destilado y resalte el sabor del mismo; además, todas las preparaciones son hechas aquí, tratamos de que todos sea orgánico”, mencionó Natanael.
Sandoval apuntó que hasta ahora no han publicitado el sitio, pues el lugar se ha mantenido por los clientes y agregó que el 70% de las personas que visitan el lugar, ya son clientes frecuentes.

De los tragos de autor que más piden en Flamingos son el toro muerto: un coctel de Apperol (licor italiano), jugo de toronja fresco, vino espumoso blanco y una rodaja de toronja con sal de chapulín; otro el artemisa: gin tonic infusionado con tisana, mermelada de naranja casera y rodajas de toronja fresca; one million: trago basado en cócteles clásicos con bourbon (whiskey americano), vermut y licor del 43, perfumado con piel de naranja y se adorna con una tira de tocino frito, esto contrasta los sabores dulces y salados.
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Por: Redacción
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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