#4 Tiempos
El negocio del ateísmo | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Francis Bacon (1561-1625), el filósofo inglés, fue categórico a la hora de hablar del ateísmo; dijo así en uno de sus ensayos: «Los hombres que se atreven a negar la existencia de Dios son únicamente los que en ello tienen interés». ¡Qué afirmación más contundente, qué frase más lapidaria! Y, sin embargo, jamás la he visto citada en ninguna parte, cual si nadie, hasta hoy, se la hubiese tomado en serio.
En otro artículo mío hablé ya hace tiempo de un ateísmo nacido del puro afán de defender una cierta manera de vivir; es el ateísmo de aquel que dice, por ejemplo: «¿Y por qué voy a privarme de hacer esto que hago, si me gusta hacerlo? ¿Sólo porque los timoratos dicen que hay un Dios en el cielo que luego me llamará a juicio y probablemente me castigará? ¡Pues bien, para acabar de una vez con este desagradable asunto digamos que el cielo está vacío!». Este hombre habla así no porque de veras esté convencido de la inexistencia de Dios, sino simple y llanamente porque no le conviene su existencia. Para decirlo ya, su ateísmo es más hijo de la razón práctica que de la razón teórica, o, lo que es lo mismo, más de las malas obras que de unos pensamientos metafísicos llevados hasta sus últimas consecuencias. «Empiezas creyendo en Dios –dice- y luego tienes que cumplir toda una serie de complicados mandamientos que al instante se te convierten en freno y bozal. ¡Mejor es así! ¡Mejor es vivir como si Dios no existiera! Y, por lo demás, ¿existe de veras? ¿Quién te lo ha hecho ver apuntándolo con el dedo?».
Bien, de esto ya hablé en otra ocasión y no hay para qué decirlo una vez más. Hoy quisiera referirme, más bien, a otro tipo de ateísmo: a ese que se suele profesar por puro afán de lucro. Es el ateísmo de ciertos escritores, artistas e intelectuales que con tal de conquistarse la simpatía del gran público son capaces de todo, hasta de tratar a Dios como a un viejo gruñón que lo mejor que podría hacer en favor de los hombres sería morirse.
Una vez, según cuenta la historia de la literatura, Alphonse de Lamartine (1790-1869), el gran poeta francés, fue a presentar un artículo suyo a la por entonces famosísima Revue des deux mondes. El director lo leyó, lo volvió a leer y, al ver que el artículo hablaba nada menos que de Dios, dijo al autor en tono lastimero: «¡Hubiéramos preferido, señor, un artículo de más actualidad!». ¿Qué hizo entonces Lamartine? No lo sé. Lo que sí sé es lo que suelen hacer en casos similares algunos intelectuales de pacotilla: tirar el artículo al cubo de la basura y ponerse a escribir otro para decir justamente lo contrario de lo que habían dicho en el primero. «Dios no es actual –se dicen a sí mismos estos señores-, y como nosotros sí queremos serlo, mandaremos a Dios al desván de las cosas viejas, no sea que las editoriales rechacen nuestros manuscritos y entonces nos veamos en la penosa necesidad de pasarnos la vida en la pobreza y el anonimato. ¡Sí, pongámonos a tono con los tiempos que corren y escribamos un Elogio de la increencia! ¡Ah, estos temas venden mucho y, además, los editores los reclaman!». Tal es, más o menos, la lógica de estos mequetrefes. Por eso, cuando escucho las profesiones de ateísmo de los autores de best-sellers, a mí me viene a los labios esa cierta sonrisa de la que hablaba Françoise Sagan en una de sus novelas, y me da por pensar: «¿Serán sinceros estos señores cuando dicen lo que he oído, o se trata sólo de una pose para aparecer muy liberales y aún más desenvueltos?».
¿Por qué en las películas de Walt Disney, por ejemplo, no aparece nunca la palabra Dios, o una iglesia, o un personaje declaradamente religioso? Por afán de ganancia, simplemente, pues quitando de en medio esta palabra incómoda –Dios- los filmes podrán llegar a todos los públicos sin correr el riesgo de ofender a ninguno. Pues bien, lo que hace Walt Disney en sus películas es exactamente lo mismo que hacen hoy muchos escritores en sus libros, y por los mismos motivos. Si yo, escritor, me declaro católico, los que no lo sean ya no me leerán. ¿Para qué, pues, querer mezclar el agua y el aceite?
Sí, el ateísmo vende: da apariencia de rebeldía, de progreso, de tolerancia, y los que quieren aparecer rebeldes, progresistas y tolerantes casi siempre recurren a él para aumentar su raiting.
He aquí lo que escribió Christopher Derrick –discípulo de C. S. Lewis, el autor de las famosas Crónicas de Narnia- en uno de sus libros: «No quiero hacer una acusación general y total, ni tampoco, ciertamente, a individuos concretos. Pero es verdad que se olvida con demasiada facilidad que los escritores, los universitarios y la intelligentsia en general tienen un interés directo en el escepticismo… Idealmente, al menos, el intelectual es una persona que por profesión busca la verdad; y también es un hombre acostumbrado a utilizar la mente. Se le paga para desplegar esa habilidad, y se divierte haciéndola. Ahora bien, una afición por la búsqueda intelectual no es sin embargo lo mismo que la sed de verdad. Las dos cosas pueden parecer iguales, pero, en lo que atañe a las motivaciones del investigador, están en total conflicto. En tanto en cuanto la verdad se alcance realmente en cualquier campo, la búsqueda –en la misma medida- se acaba. Y hasta allí llega la particular excitación, enormemente gratificante, de la investigación… Y si la verdad se descubre, lo que sigue es muy comprensible: el que la busca se queda sin trabajo».
¡Elemental, mi querido Watson! Si el Catecismo Romano ya ha dicho la verdad de una vez por todas, entonces ¿para qué escribir más libros? Pero si escribo uno para decir que lo que afirma el Catecismo Romano es enteramente falso e irracional, entonces aún es posible vivir de la pluma. Es preciso negar, romper, oponerse, aunque sólo sea para decir algo diferente, aunque sólo sea para decir que aún no se ha encontrado la verdad y seguimos buscándola. Y, claro está, mientras buscamos, ganamos…
Acaso esta reflexión mía sea un tanto simplista, aunque no creo que sea del todo injusta. Y de este modo queda probado que Bacon, a pesar de todo, tenía razón: «Los hombres que se atreven a negar la existencia de Dios son solamente los que en ello tienen interés».
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#4 Tiempos
Buscad el alfiler | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
-¡Qué hombre tan amargado! –exclamó una vez una dama de cierta edad señalando con el dedo, desde la distancia, a un compañero al que yo estimaba mucho-. ¿Qué traumas habrá sufrido en su infancia para haber perdido de tal manera el gusto por vivir?
¡Los traumas de la infancia! Sí, he oído hablar de ellos, pero no me convencen ni mucho ni poco. ¿Por qué debemos ir hasta la infancia de un hombre para explicarnos su mal humor de hoy? ¿Y si la infancia, por lo menos en el caso de este conocido mío, no tuviera nada que ver? ¡Ir tan lejos cuando la causa podría estar tan cerca!
Pero yo conocía la razón de ese permanente mal humor, de esa amargura: este amigo sufría a causa de su jefe, un déspota que trataba a sus subordinados como le daba la gana. ¡Ya sólo faltaba que les exigiera a todos bolearle los zapatos! Además, el ambiente de trabajo era, en aquella oficina, atroz y deprimente: allí todos envidiaban a todos y se ponían zancadillas los unos a los otros por el puro placer de ver cómo caían de la gracia de su superior, para observar cómo se despeñaban y se rompían la cabeza. Cada día de trabajo transcurría casi siempre entre gritos, susurros y rumores, y, por lo que he podido saber, nadie estaba seguro –ni lo está todavía hoy- de que mañana seguiría conservando el puesto que ocupaba apenas el mes pasado. Ahora bien, ¿quién no va a amargarse en un ambiente rancio como éste?
Yo conocía pormenorizadamente esta triste historia. Por eso me reí en silencio de las suposiciones de aquella señora que, por haber tomado un curso relámpago de psicología, ahora me hablaba de traumas infantiles y actos fallidos.
Sí, los humanos somos muy propensos a generalizar y elaborar hondas teorías que se vienen abajo justo en el momento en que comprendemos que las cosas no eran como pensábamos. De esta manía elucubradora se burló Alain (1868-1951), el filósofo francés, al escribir así en uno de sus Propos sur le bonheur: «Cuando un bebé llora sin consuelo, la nodriza suele hacer las más ingeniosas suposiciones respecto a este joven carácter y a lo que le gusta o le disgusta; invocando incluso a la herencia, ya reconoce al padre en el hijo. Estos ensayos de psicología se prolongan hasta el momento en que la nodriza descubre el alfiler, causa efectiva y real del llanto».
¡Ah, era eso! ¡Había un alfiler entre los pañales! Y pensar que la nodriza ya empezaba a sospechar ciertas cosas…
El hombre, según se ha dicho aquí y allá, es un filósofo que se ignora a sí mismo. Yo de esto nada sé. Lo que sí sé, en cambio, es que muchas veces, en lugar de buscar el alfiler, se pone a concebir graves y hondas teorías cuyo fundamento, para decirlo ya, es más que dudoso.
Una vez se quejaba conmigo un dentista diciéndome:
-¿Por qué la gente ya casi no me busca para arreglarse los dientes? Las nuevas generaciones son muy descuidadas. ¡En qué tiempos tan tristes nos han tocado vivir!, etcétera.
Pero no; por lo menos aquí no se trataba de los tiempos: era que este dentista tenía fama de trabajar sin anestesia –para ahorrarse un dinerito-, y la verdad es que sus pacientes lo que menos querían en su consultorio era ponerse a practicar el estoicismo.
El 4 de julio de 1765, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) estaba quitadísimo de la pena leyendo un libro al pie de una ventana cuando de pronto… Pero dejemos que sea él mismo quien nos cuente lo que le pasó aquella vez: «Leía, cuando, de pronto, la mano que sostenía el libro se movió imperceptiblemente y esto hizo que recibiera menos luz. Entonces pensé que una nube espesa debía estar pasando de frente al sol y todo me pareció más oscuro, por más que no había perdido nada de luz». Y concluye el pensador alemán: «Con frecuencia sacamos nuestras conclusiones de esta forma: buscamos en la lejanía causas que muchas veces están junto a nosotros». «¡Oh! –hubiese exclamado otro que no fuera él-. El cielo se está nublando. Acaso llueva toda la tarde. ¡Y maldita la gana que tengo de que llueva esta tarde!». Pero no, el cielo no se nublaba: era el ángulo de su cabeza lo que había variado, produciendo en la página del libro una sombra que en el cielo no existía.
Yo me entretenía recordando estas palabras mientras aquella señora se quejaba de mi amigo. ¿Y por qué había que ir tan lejos -¡nada menos que hasta los traumas infantiles!- para buscar las causas de su amargura, puesto que éstas estaban casi al alcance de la mano? ¡Era el ambiente en el que se movía el que lo sacaba de sus casillas y lo ponía de mal humor! De modo que, una vez aireado ese ambiente, ¡adiós traumas infantiles!
Además, convendría no olvidar la lección que las semillas nos imparten todos los días. ¿Qué lección? Ésta: que no es posible crecer y desarrollarse en cualquier terreno. Una semilla de arroz, por ejemplo, jamás crecerá en el desierto, ni una semilla de mostaza en el frío de la tundra. Cada semilla, para crecer, necesita estar, por decirlo así, en su ambiente.
«Hay que florecer donde Dios nos ha plantado», dice una frase que aceptamos sólo por el hecho de que Dios es un buen sembrador que no se equivoca nunca, aunque por lo demás bien podría ser cursi y hasta falsa. ¡Un grano de trigo, por más que quiera hacerlo, jamás dará nada de sí si es sembrada en los hielos polares!
Y bien, tal es lo que había sucedido con mi amigo: que sencillamente no estaba en su elemento. ¿Y cómo, entonces, iba a crecer y a desarrollarse? «La impaciencia de un hombre –vuelve a decir Alain- tiene a veces por causa el haber estado mucho tiempo de pie; en vez de razonar contra su mal humor, ofrecedle un asiento… No, no digáis nunca que los hombres son malos; no digáis jamás que tienen tal carácter. Buscad el alfiler».
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#4 Tiempos
¿Y si un día dicen que ya no hay abortos… porque los escondieron todos? | Columna de Ana G Silva
CORREDOR HUMANITARIO
Imaginemos que dentro de unos años, alguien desde el poder diga: “En San Luis Potosí ya ni se practican abortos, ¿para qué mantenerlo legal?” Esa frase, tan simplona como peligrosa, podría ser suficiente para justificar que se dé marcha atrás a un derecho conquistado a pulso. Y lo más grave es que, si revisamos los datos oficiales, el argumento ya estaría servido.
Porque según los Servicios de Salud del Estado, desde que se despenalizó el aborto hasta las 12 semanas de gestación, 132 mujeres han interrumpido su embarazo en San Luis Potosí. Pero —y aquí está la trampa— ninguna lo hizo por decisión propia. De acuerdo con las cifras, las 132 interrupciones fueron por motivos médicos. Cero voluntarias. Cero por libre elección.
Entonces, ¿qué nos están diciendo? ¿Que en todo un estado, con más de dos millones de mujeres, ni una sola decidió interrumpir su embarazo de forma voluntaria? ¿O que los hospitales y las instituciones están borrando esos datos, diluyéndolos entre diagnósticos clínicos para esconder una realidad incómoda?
Hace un año, San Luis Potosí celebraba lo que parecía un triunfo de la razón sobre el prejuicio: la despenalización del aborto. Hoy, ese avance empieza a parecerse a una mentira institucional. Porque si las cifras se maquillan, si la objeción de conciencia se convierte en excusa y si las mujeres siguen siendo rechazadas en hospitales, entonces el derecho a decidir se está convirtiendo en una simulación.
De los 107 puestos médicos en hospitales habilitados para practicar la ILE, uno de cada tres profesionales es objetor de conciencia. En Ciudad Valles, por ejemplo, 10 de 17 médicos y enfermeros se niegan a realizar el procedimiento. ¿Y qué pasa con las mujeres que viven en la Huasteca o en el Altiplano, donde no hay alternativas cercanas? ¿Qué pasa si una mujer llega al hospital de Valles, con doce semanas cumplidas, y le dicen que nadie puede atenderla porque todos son objetores ? Lo que pasa es que su derecho desaparece.
La colectiva ILE San Luis Potosí ha documentado estos casos, las negativas, la opacidad y la simulación. Han sido ellas —y muchas otras colectivas— quienes han tenido que acompañar a mujeres que, en teoría, ya no deberían estar suplicando por un derecho reconocido por la ley.
Y entonces hay que decirlo con claridad: un derecho que no se garantiza, es un derecho abolido en silencio. La resistencia institucional existe, y es tan sutil como efectiva: se disfraza de papeleo, de moral médica, de estadísticas convenientes. Pero su consecuencia es brutal: mujeres obligadas a continuar embarazos que no desean, porque el Estado decide mirar hacia otro lado.
San Luis Potosí tiene una ley que reconoce el derecho a decidir, pero no una estructura que lo haga realidad. Y si las autoridades siguen escondiendo las decisiones de las mujeres tras diagnósticos médicos, no solo están borrando datos: están borrando voces.
A un año de la despenalización, el aborto en San Luis Potosí sigue siendo un privilegio y no una garantía. Y si no se exige transparencia y acceso real, pronto podrían decirnos —con una sonrisa burocrática— que aquí ya nadie aborta. Y entonces, el silencio sería la excusa perfecta para volver atrás.
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#4 Tiempos
No serán de mi equipo | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Me agradan las personas que inspiran a escribir, aquellas que en medio de una charla sueltan una frase, un recuerdo o una anécdota que actúa como imán hacia otra memoria, y a partir de ahí dejan abierto el camino para un texto. Personas cuya sola presencia, cierta manera de ser o de estar, levanta un entusiasmo, aviva el carbón del espíritu. Es reconfortante rodearse de ellas y dejar que los encuentros transcurran como quien acumula horas de vuelo hacia destinos dorados.
Desdeño, en cambio, a los seres que traen tizne, que parecen no encajar con la belleza ni con las bondades del mundo. Truchas de ánimo encañado, bermejo, siempre al borde del desagrado. No diré que los abomino —sería exagerado—, ni que los quisiera lejos del continente, pero es evidente que nunca serán de mi equipo. Apenas figuran como personajes circunstanciales en el libreto de mi vida: los que callan cuando el resto entona Las mañanitas en una fiesta con vela encendida, los que permanecen inmóviles cuando uno les desea salud tras un estornudo, los que se mueven al ritmo de la conveniencia. No me cuadran, sencillamente.
Está bien tenerlos ahí, como recordatorio de lo que no hay que ser, e incluso como consuelo en las horas más bajas: uno puede mirarlos y pensar que, al menos, no se ha caído a tales niveles. Hablo de ciertos compinches del declive de la civilización: los locutores de voz impostada, los que confunden el énfasis con la elocuencia y la cursilería con la virtud. Titiriteros de esferas huecas, flautistas que conducen hacia la nada. Peor aún es toparlos fuera del micrófono, cuando usan las mismas inflexiones engolosinadas para pedir un kilo de arroz o contar que les duele una muela. Habría que estudiar la salud mental de quienes se dejan seducir por semejantes fachas.
Tampoco me fío de los que cruzan la calle con demasiada frivolidad, convencidos de que todo el tránsito debe detenerse por ellos. Se habla mucho —y con razón— de los malos automovilistas, sobre todo de esos que, viendo a un peatón cohibido, aceleran en vez de ceder el paso. Pero habría que alzar la voz también contra los malos caminantes, esos que avanzan sin cortesía, inconscientes de que estorban, y que parecen no percatarse de la lentitud que imponen a los demás.
La vida en sociedad implica coexistir con lo ingrato. Nosotros mismos, sin darnos cuenta, ocupamos esa posición para otros que cargan distintos marcos ideológicos o estéticos. Y, aun así, todo tiene límites. Los padres que dejan corretear a sus hijos en un restaurante sin reparar en el estruendo, o los que abren un producto en el supermercado antes de pagarlo y entregan a la cajera unas papas fritas a medio comer o un yogur ya vacío con el que se manchan los dedos… son gente que no entiende la cortesía y, por tanto, tampoco serán de mi equipo.
La desesperación es un punto de encuentro entre todos ellos, canalizada siempre del peor modo: sin preocuparse por los demás. Una de sus formas más puras es la de quienes tocan el timbre de una casa con violencia, como si el mundo les debiera atención inmediata. La mala educación se revela en esos detalles, igual que en la exhibición impudicia de los hombres que deambulan en camiseta sin mangas, como si sus bíceps y sobacos no fueran un espectáculo por los que uno quisiera echarlos directo a un trapiche. La proliferación de sujetos que salen en pijama a las calles es otro síntoma de esta deriva: una época que ha renunciado a la decencia, y a la que no pido mucho, salvo que se acerque unos centímetros al pudor.
Contacto
Correo: [email protected]
Twitter: @Bigmaud
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