octubre 8, 2025

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#4 Tiempos

El enemigo de todos | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

Recuerdo que cuando en mis tiempos de estudiante de filosofía tuve que leer algunos textos de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), me sorprendió muchísimo descubrir que, para este santo y sabio varón, una de las razones por las que el suicidio resultaba inaceptable era porque rompía los lazos que unen al individuo con la sociedad. Más que sorprenderme, esta manera de ver las cosas francamente me chocó.

Estaba de acuerdo en que el asesinato de uno mismo era algo moralmente reprobable; que se trataba de una acción que había que evitar aún en las situaciones más desesperadas, etcétera; lo que no lograba comprender era qué tenía que ver en ello la sociedad.

Si mi memoria no me falla, mis pensamientos en aquella época discurrían más o menos por estos caminos: «Puesto que nadie se suicidaría si no se sintiera solo, la sociedad, de alguna manera, es culpable de esa muerte. ¿Por qué nadie va a buscar al desesperado para arrebatarle el arma que dentro de poco utilizará contra sí mismo? ¿Por qué nadie lo llama para preguntarle si se encuentra bien, si no necesita compañía o por lo menos una palmada cariñosa en el hombro? En la vasta ciudad en la que vive y sufre, nadie piensa en su pobre persona, nadie lo recuerda. ¡Y ahora resulta que es él quien corta los lazos, es decir, el que viola la ley! ¡Pues no, no y no! La razón debe ser otra, porque ésta me parece insuficiente además de injusta para con el desesperado».

Por aquel entonces, yo acababa de leer La caída de Albert Camus (1913-1960) y aún resonaban en mi interior algunas frases de ese monólogo admirable: «Sobre todo no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para saber si no es precisamente ésa la noche en que usted decidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos le telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo harán en la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa».

En el fondo, me decía a mí mismo, los culpables son siempre los otros por no llamarnos cuando deberían hacerlo.

Por dejarnos solos tanto tiempo. ¡Que se diga que el suicidio atenta contra el amor debido a nosotros mismos, o, incluso, contra el amor que debemos a Dios, que fue quien nos dio la vida, pero no que atenta contra el amor de los demás: eso no, eso nunca!

Recuerdo haber dicho todo esto a mi viejo profesor de ética, que se me quedó mirando dolorosamente. Lo único que acertó a decirme fue una frase tomada del Evangelio: «Esto no puedes comprenderlo ahora, pero lo comprenderás más tarde» (Juan 13,7).

Sí, fue mucho más tarde cuando lo comprendí, y sólo después de haber escuchado la queja de muchos hombres y mujeres que no hallaban la manera de sobrevivir a sus muertos voluntarios. Casi todos ellos se mostraban ofendidos, ultrajados, llenos de desprecio: aquella muerte solitaria, silenciosa, los había matado a ellos también.

Pienso, por ejemplo, en el caso de aquel padre de familia que se ahorcó en su recámara mientras en el cuarto de enfrente respiraban dos niños que se quedarían solos a merced de la vida. ¿No era justo pensar en ellos? ¿No era necesario que aquel hombre aceptara su desesperación como el precio que había que pagar para no dejar solos a aquellos seres que tanto lo necesitaban?

Pero me temo que él pensó únicamente en su propia soledad y nada en la de aquellos a quienes mataría su ausencia. ¿No había sido demasiado egoísta?

Muchos años de una psicoterapia de pacotilla y cientos de miles de libros de autoayuda inspirados en ella nos ha enseñado a creer que lo primero que cuenta es nuestra persona, nuestros complejos y nuestra felicidad.

En la época en que su madre se estaba muriendo –cuenta William J. Doherty en su libro Soul Searching- una mujer estaba en terapia con un analista muy afamado, y cuando ésta le habló del deber de estar junto a su madre durante sus últimos días, el terapeuta le hizo esta pregunta:

«-¿Y qué cosa es su madre para usted en este momento?».

En otras palabras, ¿por qué sacrificarse por una madre, un padre, un hijo o un cónyuge? ¿Por qué pensar en ellos, si nuestro primer deber es para con nosotros mismos?

A veces pienso que, en cierto sentido, al insistir tanto en el yo y tan poco en el nosotros, la psicología ha acabado convirtiéndonos en hombres y mujeres profundamente egoístas y antisociales. Antisociales en el sentido de que los demás influyen cada vez menos a la hora de tomar las decisiones que supuestamente habrán de llevarnos nuestra tan anhelada «autorrealización». Pero se trata sólo de una sospecha, y no sé si será infundada.

Sea como sea, Santo Tomás tenía razón: el suicidio, aparte de ser un pecado (es decir, una grave ofensa al Dios de la vida), es también un rechazo de los demás, un desprecio que los hiere: es tomar, con respecto a ellos, una distancia infinita.

El mundo ha dado vueltas, y ya no soy más aquel joven estudiante de filosofía que quería criticarlo todo. Ahora la vida me ha enseñado que no es prudente despreciar la sabiduría de los antiguos.

Recuerdo el caso de una mujer cuyo marido se había suicidado disparándose un tiro a la cabeza: ¡con qué rencor hablaba de él, con qué rabia! «Me ha dejado sola, sola», decía gritando. «¡Lo odio!».

Ahora el que miraba dolorosamente era yo. Así miraba a aquella mujer. Porque tenía razón, porque no se equivocaba, porque la habían dejado sola. ¡Ah, mi querido Santo Tomás, qué superficial fui yo en otro tiempo, con qué ligereza me tomaba yo tus profundas reflexiones!…

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#4 Tiempos

Las dos mujeres de Truman. Palabras con cicuta

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Apuntes

Hay autores que escriben un solo amor con distintos nombres. Truman Capote lo hizo con los de Nancy Clutter y Holly Golightly: la muchacha asesinada y la mujer que huye. Dos rostros de la misma herida.

Nancy era todo lo que el mundo aprueba: pureza, promesa, familia. Una adolescente que hacía listas, organizaba fiestas y creía que el bien era una costumbre diaria. Holly, en cambio, era todo lo que el mundo juzga: libre, contradictoria, caprichosa, superviviente. Todo sinónimo de “libre y espontánea”.

Ambas están solas frente a una sociedad que las define, una desde la muerte y otra desde el deseo.

Yo creo que Capote estuvo enamorado de una mujer que fue las dos. Una que lo deslumbró por su bondad y lo desarmó por su caos. En Nancy encontró la integridad que él nunca tuvo; en Holly, la libertad que siempre le fue negada. Una mujer que cocinaba con delantal los domingos, pero que podía desaparecer una semana sin explicar por qué. La amaba por lo que lo salvaba y por lo que lo destruía.

En A sangre fría, Capote mira a Nancy como si aún pudiera rescatarla. La describe con ternura casi maternal, pero también con una envidia melancólica: ella no sabía lo que era la vergüenza ni el exceso. En Desayuno en Tiffany’s, en cambio, elige no salvar a Holly. La deja ir. Le permite el privilegio que Nancy nunca tuvo: seguir viva aunque nadie la entienda.

Quizá esa fue la forma en que Truman se reconcilió con su propia culpa. Escribir a la que murió como víctima y a la que se fue como promesa. Una purificada por la muerte, la otra condenada a vivir

. Entre ambas, Capote puso su propia alma: la de un niño que soñaba con el orden de Nancy y despertaba con el desorden de Holly.

No se puede amar a dos mujeres tan distintas sin romperse un poco. Pero Capote lo hizo. Amó la pureza que se deja matar y la libertad que se mata sola.

Y quizá, como tantos de nosotros, entendió demasiado tarde que una y otra eran la misma. Que la vida te puede matar por ser buena o por querer ser libre. Y que entre esas dos muertes —la literal y la simbólica— se esconde el precio de vivir como uno quiere.

Punto.

Y aquí estoy yo, leyendo a Truman y sintiendo que me contó la historia antes de que ocurriera. Porque yo también quise que Holly fuera Nancy: que se quedara, que colgara su vestido brillante y se sentara a esperar el desayuno. Pero ella eligió la noche, otro hombre, otra ciudad.

Yo sigo aquí, recogiendo los platos, preguntándome si alguna vez alguien puede amar a una mujer así sin terminar escribiendo sobre su ausencia.

Quizá eso somos los que escribimos: los que convertimos el abandono en literatura.
Los que seguimos hablando con las Holly que quisimos que fueran Nancy, aun sabiendo que la vida —como en Capote— siempre acaba a sangre fría.

Yo soy Jorge Saldaña.

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#4 Tiempos

Antonio Castro Leal, su papel por la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En los movimientos y propuestas por la autonomía universitaria en el país, son varios los potosinos que figuran como pioneros, algunos no muy mencionados en este proceso. Entre estas figuras encontramos a Valentín Gama y Cruz, Rafael Nieto Compeán, Manuel Nava Martínez y Antonio Castro Leal quien estaría involucrado en los dos más importantes movimientos por la autonomía universitaria, el caso potosino y el de la universidad nacional.

Antonio Castro leal, abogado de formación y literato por vocación nació en San Luis Potosí en la última década del siglo XIX, el 2 de abril de 1896 y como varios potosinos iría a la Ciudad de México a continuar sus estudios a principios del siglo XX, donde fincaría su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria adquiriendo una formación humanística que guiaría su vida profesional. Fue uno de los fundadores del proyecto conocido como Ateneo de la Juventud y la fundación de la Preparatoria Libre.

Ingresa a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y cofundaría la Sociedad de Conferencias y Conciertos en 1916, a cuyos siete fundadores se les llamaría “los siete sabios”, junto a Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva, Jesús Moreno Baca, Alfonso Caso y Alberto Vázquez del Mercado. “Los siete sabios”, nombre que nació mas en tono de burla que de reconocimiento, se caracterizaban por ser un grupo lleno de inquietudes culturales y políticas, aficionados a la música, la literatura y cultura en general; jóvenes precoces de 19 y 20 años de edad que ya eran profesores universitarios.

El papel pionero de Valentín Gama, por la autonomía universitaria cuando asumió el rectorado de la entonces Universidad Nacional de México, ya lo hemos tratado en esta columna, pero por aquella época revolucionaria Antonio Castro Leal, figuraría entre los primeros mexicanos que impulsarían los proyectos de autonomía universitaria.

Su interés político se manifestaría en 1917, cuando con sus compañeros universitarios que integraban “los siete sabios” extendieron al Congreso de la Unión la primera solicitud de autonomía universitaria, como protesta ante la Constitución de ese año, que suprimía a la Secretaría de Educación Pública creando a cambio un Departamento Universitario que el Senado integró a la Secretaría de Gobernación; determinación que molestó a estudiantes y profesores y como parte de la protesta, Castro Leal y sus amigos de los siete sabios enviaban la solicitud de autonomía universitaria al Congreso de la Unión, de la cual nunca hubo respuesta.

Años después, Antonio Castro Leal, sería rector de la Universidad Nacional de México, siendo el segundo potosino en ocupar ese puesto y durante su rectorado se conseguiría como un gran triunfo histórico la autonomía universitaria transformándose la Universidad Nacional en Universidad Nacional Autónoma de México.

Por ese entonces la autonomía de la universidad potosina, que se considera la primera a nivel nacional en haber obtenido ese carácter con la iniciativa de Rafael Nieto, le había sido retirada y la recuperaría en parcialmente en 1935 siendo gobernador Idelfonso Turrubiartes. La completa autonomía y formación estructural académica de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, la lograría el Dr. Manuel Nava con el apoyo del gobernador Ismael Salas en la década de los cincuenta del siglo XX, como apuntamos en la entrega anterior de esta columna. En este movimiento académico en San Luis, estaría participando de manera indirecta también Antonio Castro Leal como miembro de la Academia Potosina de Ciencias y Artes que impulsó el movimiento renovador de alta cultura que incidió en la moderna formación de la UASLP.

Antonio Castro Leal obtuvo los grados de licenciado y doctor en derecho por la UNAM y doctor en filosofía por la Universidad Georgetown en Washington, Estados Unidos. Durante algún tiempo se dedicó a la docencia como actividad principal dictando cátedra de literatura en la Escuela de Altos Estudios, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, también impartió la cátedra de derecho internacional en la Escuela Nacional de Jurisprudencia.

Su papel en las instituciones educativas y culturales mexicanas fue muy importante teniendo un destacado papel protagónico, entre ellas la dirección del Instituto Nacional de Bellas Artes, entre muchas otras.

Su actividad literaria, otra de sus pasiones, la inicia en 1914 distinguiéndose como escritor, ensayista y crítico de las letras mexicanas. Escribió poesía usando el pseudónimo de “Miguel Potosí”. Castro Leal es uno de los muchos potosinos que escribieron su historia en el mundo de las letras y que figura como un protagonista por la autonomía universitaria en el país.

Antonio Castro Leal murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1981.

También lee: Manuel Nava, médico, humanista impulsor de la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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#4 Tiempos

Siempre Autónoma… ¿o hasta la victoria siempre?

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APUNTES

 

Así “sin querer queriendo” me encontré una película que para mí es fabulosa: “13 días”. John Efe, era encantador… Fidel, un hombre que jamás se hincó ante el “imperio” mmmm… ¿De qué lado están ustedes? ¿“Team Fidel, que no se rinde pero tampoco se alinea”, o “Team John”?

La UASLP es como la Cuba de Fidel: No, ¿cómo cree presidente? Nosotros no tenemos nada en su contra, pero pues la hermana República de Rusia nos regaló unos misiles… ¿Qué haría usted?

Presidente… nuestra patria es autónoma, libre, independiente… no se meta, pero queremos el mismo derecho que usted a meternos en lo que nos dé la gana y golpearlo a contentillo… métase cuando a nosotros nos convenga… es nuestro derecho y hasta deber.

Presidente: vamos a lanzar nuestros misiles, pero no queremos hacerles daño… solo que usted nos hace daño y nos comportamos IGUAL que usted.

¿Autonomía? Claro. Que hermosa palabra. Caperucita pudo ser la más puta con el lobo, pero… fue decisión de ella (muy autónoma) señalar a quien ella consideró culpable… y mataron al lobo.

Deme una salida, presidente…

— Ok.

Eres a partir de hoy, autónomo. Pero bloqueado. Aceptas lo que te diga, pero dirás que no aceptaste. Hablo yo. No tú

… y te tienes que agachar, aunque tú tengas los misiles.

—Ganamos.

Hasta la próxima.

Yo soy Jorge Saldaña

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