#4 Tiempos
Carta de Raymond Fosca a los mortales | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Aunque los episodios más significativos de mi vida fueron ya contados por Simone de Beauvoir (1908-1986) en Todos los hombres son mortales, creo que no está de más que me presente mostrando mis cartas credenciales. Mi nombre es Raymond Fosca, y nací en Carmona, una pequeña ciudad italiana hoy desaparecida, el 17 de mayo de 1279.
En aquel entonces, Carmona se hallaba bajo el poder de una familia cuyos miembros se disputaban entre sí el gobierno de la ciudad. Uno a uno los oligarcas fueron muriendo a manos de sus propios parientes hasta que un día, cansado de la miseria a la que nos hallábamos sometidos a causa de los altos impuestos que el déspota de turno nos exigía, encabecé una revuelta y me erigí yo mismo en señor aquellas tierras. No es que buscara el poder, no: buscaba, más bien, ser útil a mi pueblo y dar por terminadas aquellas luchas que parecían no tener fin.
Mis enemigos eran muchos; mi vida se hallaba continuamente en peligro, de modo que tenía que usar de noche y de día una resistente cota de mallas –equivalente al chaleco antibalas de hoy-, que, por lo demás, no me protegía del todo. Así fue como una vez… Pero, ¿cómo explicarlo?
Un día un viejo mendigo se acercó a mí y a cambio de su vida –pues estaba yo por enviarlo al patíbulo- me ofreció una botella que contenía el elixir de la inmortalidad. El mendigo se llamaba Bartholoméo.
«-Fosca –me dijo suplicante mientras mis guardias lo conducían al calabozo-, no me obligues a morir. Conozco el remedio. Déjame hablar contigo».
¿Era verdad que ese hombre harapiento poseía lo que los alquimistas buscaron en vano durante siglos y siglos? Y si de veras tenía ese hombre en su poder el elixir de la inmortalidad, ¿por qué entonces le daba tanto miedo morir?
«-Porque yo no lo he bebido, Fosca –me explicó-. Mira la botella: está llena. Juro sobre los Santos Evangelios que no miento. El padre de mi padre la trajo de Egipto. Mi padre fue un hombre sabio. Ocultó la botella en su buhardilla y se olvidó de ella. En el momento de morir me confió su secreto, pero me aconsejó que lo olvidara a mi vez. Yo tenía veinte años y me obsequiaban con una juventud eterna; ¿de qué iba a preocuparme? Vendí la tienda de mi padre, dilapidé su fortuna. Todos los días me decía: mañana beberé. Pero no la bebí nunca… Tengo miedo de morir, Fosca, ¡pero qué larga es una eternidad!».
Observé la botella que Bartholoméo me tendía: una botella polvorienta llena de un líquido verde. Y bebí. Y era verdad. Y desde entonces nada pudo abatirme: ni las cuchilladas que caían sobre mí en las noches sin luna, ni las corrientes de agua, ni los venenos que mis contrarios mezclaban con prodigalidad en mis comidas. ¡Nada, nada! Era, pues, inmortal.
Al principio los hombres me veían con admiración y respeto, aunque pronto empezaron a verme también con rencor. Cuando libraba con ellos las batallas más arriesgadas, me miraban con desdén: ¿qué ponía en peligro yo? Ellos, en cambio, lo daban todo, entregaban la vida. Las mujeres, que al principio se peleaban entre ellas para hacerse amar por mí, se fueron alejando de una en una: acababa por no gustarles la idea de morirse y dejar que su hombre se quedara aquí, conociendo a otras mujeres y gozando la vida, pero ahora sin ellas. Recuerdo las palabras que Marianne, poco antes de morir y ya en la cama, me dijo al oído:
«-Me entregué a ti sin reservas. Creí que tú también te dabas para la vida, para la muerte, y sólo te prestabas por unos años. Una mujer entre millones de mujeres. Llegará un día en que ni siquiera recordarás mi nombre. Y seguirás siendo tú, nada más que tú. Te odio».
Era verdad: Marianne era sólo una mujer entre los miles de mujeres que conocería a lo largo de mi vida inmortal. Y me odiaba porque no podía morir con ella, ni por ella. Desde el momento de conocerla supe que la vería morir, y que después conocería otra más, a quien también vería morir, y que después… Y así por toda la eternidad.
Y cuando regalaba a alguien unas horas de mi vida, o incluso días enteros, ¿qué es lo que le daba en realidad?, ¿qué significaba mi regalo? Nada. Daba de lo que tenía en abundancia, algo que jamás se me acabaría.
Por eso os escribo hoy, mortales: porque os envidio. Cuando escucháis a un amigo y os pasáis con él una tarde entera, estáis regalando algo que tenéis contado, algo que pronto o tarde se os acabará: como si un mendigo regalara una perla a otro mendigo. Y cuando amáis a un ser y le ofrecéis vuestra vida, ¿no le estáis dando lo único, la única vida que poseéis? Incluso tomar el teléfono y hacer una llamada a un compañero lejano tiene sentido cuando el tiempo es para vosotros tan escaso. Todo lo que realizáis está cargado de significación, de heroísmo, de grandeza. En cambio yo, ¿qué puedo dar que no me sobre? Incluso vuestra voz es envidiable. Como me dijo Béatrice –una mujer medieval a la que amé y que ya no existe- cuando, a la orilla de un río, le hablaba de mi amor: «Escucha a esa mujer que canta. ¿Su canto sería tan conmovedor si no tuviera que morir?». «Lo único digno de ser amado en el hombre es que es transición y crepúsculo», dijo una vez Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán. Tenía razón.
Sí, es porque vais a morir por lo que cada uno de vuestros movimientos, cada uno de vuestros gestos y cada una de vuestras palabras valen lo que podría valer la piel del último ejemplar de una especie en peligro de extinción. En vuestra pobreza sois demasiado ricos, mientras que yo, en mi riqueza, soy un miserable. Os envidio.
Y si alguna vez un mendigo, aprovechándose de vuestro miedo a la muerte, os ofreciera el elixir de la inmortalidad, no lo aceptéis: romped la botella y, sin mirar hacia atrás, seguid caminado. Será mejor así…
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#4 Tiempos
Buscad el alfiler | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
-¡Qué hombre tan amargado! –exclamó una vez una dama de cierta edad señalando con el dedo, desde la distancia, a un compañero al que yo estimaba mucho-. ¿Qué traumas habrá sufrido en su infancia para haber perdido de tal manera el gusto por vivir?
¡Los traumas de la infancia! Sí, he oído hablar de ellos, pero no me convencen ni mucho ni poco. ¿Por qué debemos ir hasta la infancia de un hombre para explicarnos su mal humor de hoy? ¿Y si la infancia, por lo menos en el caso de este conocido mío, no tuviera nada que ver? ¡Ir tan lejos cuando la causa podría estar tan cerca!
Pero yo conocía la razón de ese permanente mal humor, de esa amargura: este amigo sufría a causa de su jefe, un déspota que trataba a sus subordinados como le daba la gana. ¡Ya sólo faltaba que les exigiera a todos bolearle los zapatos! Además, el ambiente de trabajo era, en aquella oficina, atroz y deprimente: allí todos envidiaban a todos y se ponían zancadillas los unos a los otros por el puro placer de ver cómo caían de la gracia de su superior, para observar cómo se despeñaban y se rompían la cabeza. Cada día de trabajo transcurría casi siempre entre gritos, susurros y rumores, y, por lo que he podido saber, nadie estaba seguro –ni lo está todavía hoy- de que mañana seguiría conservando el puesto que ocupaba apenas el mes pasado. Ahora bien, ¿quién no va a amargarse en un ambiente rancio como éste?
Yo conocía pormenorizadamente esta triste historia. Por eso me reí en silencio de las suposiciones de aquella señora que, por haber tomado un curso relámpago de psicología, ahora me hablaba de traumas infantiles y actos fallidos.
Sí, los humanos somos muy propensos a generalizar y elaborar hondas teorías que se vienen abajo justo en el momento en que comprendemos que las cosas no eran como pensábamos. De esta manía elucubradora se burló Alain (1868-1951), el filósofo francés, al escribir así en uno de sus Propos sur le bonheur: «Cuando un bebé llora sin consuelo, la nodriza suele hacer las más ingeniosas suposiciones respecto a este joven carácter y a lo que le gusta o le disgusta; invocando incluso a la herencia, ya reconoce al padre en el hijo. Estos ensayos de psicología se prolongan hasta el momento en que la nodriza descubre el alfiler, causa efectiva y real del llanto».
¡Ah, era eso! ¡Había un alfiler entre los pañales! Y pensar que la nodriza ya empezaba a sospechar ciertas cosas…
El hombre, según se ha dicho aquí y allá, es un filósofo que se ignora a sí mismo. Yo de esto nada sé. Lo que sí sé, en cambio, es que muchas veces, en lugar de buscar el alfiler, se pone a concebir graves y hondas teorías cuyo fundamento, para decirlo ya, es más que dudoso.
Una vez se quejaba conmigo un dentista diciéndome:
-¿Por qué la gente ya casi no me busca para arreglarse los dientes? Las nuevas generaciones son muy descuidadas. ¡En qué tiempos tan tristes nos han tocado vivir!, etcétera.
Pero no; por lo menos aquí no se trataba de los tiempos: era que este dentista tenía fama de trabajar sin anestesia –para ahorrarse un dinerito-, y la verdad es que sus pacientes lo que menos querían en su consultorio era ponerse a practicar el estoicismo.
El 4 de julio de 1765, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) estaba quitadísimo de la pena leyendo un libro al pie de una ventana cuando de pronto… Pero dejemos que sea él mismo quien nos cuente lo que le pasó aquella vez: «Leía, cuando, de pronto, la mano que sostenía el libro se movió imperceptiblemente y esto hizo que recibiera menos luz. Entonces pensé que una nube espesa debía estar pasando de frente al sol y todo me pareció más oscuro, por más que no había perdido nada de luz». Y concluye el pensador alemán: «Con frecuencia sacamos nuestras conclusiones de esta forma: buscamos en la lejanía causas que muchas veces están junto a nosotros». «¡Oh! –hubiese exclamado otro que no fuera él-. El cielo se está nublando. Acaso llueva toda la tarde. ¡Y maldita la gana que tengo de que llueva esta tarde!». Pero no, el cielo no se nublaba: era el ángulo de su cabeza lo que había variado, produciendo en la página del libro una sombra que en el cielo no existía.
Yo me entretenía recordando estas palabras mientras aquella señora se quejaba de mi amigo. ¿Y por qué había que ir tan lejos -¡nada menos que hasta los traumas infantiles!- para buscar las causas de su amargura, puesto que éstas estaban casi al alcance de la mano? ¡Era el ambiente en el que se movía el que lo sacaba de sus casillas y lo ponía de mal humor! De modo que, una vez aireado ese ambiente, ¡adiós traumas infantiles!
Además, convendría no olvidar la lección que las semillas nos imparten todos los días. ¿Qué lección? Ésta: que no es posible crecer y desarrollarse en cualquier terreno. Una semilla de arroz, por ejemplo, jamás crecerá en el desierto, ni una semilla de mostaza en el frío de la tundra. Cada semilla, para crecer, necesita estar, por decirlo así, en su ambiente.
«Hay que florecer donde Dios nos ha plantado», dice una frase que aceptamos sólo por el hecho de que Dios es un buen sembrador que no se equivoca nunca, aunque por lo demás bien podría ser cursi y hasta falsa. ¡Un grano de trigo, por más que quiera hacerlo, jamás dará nada de sí si es sembrada en los hielos polares!
Y bien, tal es lo que había sucedido con mi amigo: que sencillamente no estaba en su elemento. ¿Y cómo, entonces, iba a crecer y a desarrollarse? «La impaciencia de un hombre –vuelve a decir Alain- tiene a veces por causa el haber estado mucho tiempo de pie; en vez de razonar contra su mal humor, ofrecedle un asiento… No, no digáis nunca que los hombres son malos; no digáis jamás que tienen tal carácter. Buscad el alfiler».
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#4 Tiempos
¿Y si un día dicen que ya no hay abortos… porque los escondieron todos? | Columna de Ana G Silva
CORREDOR HUMANITARIO
Imaginemos que dentro de unos años, alguien desde el poder diga: “En San Luis Potosí ya ni se practican abortos, ¿para qué mantenerlo legal?” Esa frase, tan simplona como peligrosa, podría ser suficiente para justificar que se dé marcha atrás a un derecho conquistado a pulso. Y lo más grave es que, si revisamos los datos oficiales, el argumento ya estaría servido.
Porque según los Servicios de Salud del Estado, desde que se despenalizó el aborto hasta las 12 semanas de gestación, 132 mujeres han interrumpido su embarazo en San Luis Potosí. Pero —y aquí está la trampa— ninguna lo hizo por decisión propia. De acuerdo con las cifras, las 132 interrupciones fueron por motivos médicos. Cero voluntarias. Cero por libre elección.
Entonces, ¿qué nos están diciendo? ¿Que en todo un estado, con más de dos millones de mujeres, ni una sola decidió interrumpir su embarazo de forma voluntaria? ¿O que los hospitales y las instituciones están borrando esos datos, diluyéndolos entre diagnósticos clínicos para esconder una realidad incómoda?
Hace un año, San Luis Potosí celebraba lo que parecía un triunfo de la razón sobre el prejuicio: la despenalización del aborto. Hoy, ese avance empieza a parecerse a una mentira institucional. Porque si las cifras se maquillan, si la objeción de conciencia se convierte en excusa y si las mujeres siguen siendo rechazadas en hospitales, entonces el derecho a decidir se está convirtiendo en una simulación.
De los 107 puestos médicos en hospitales habilitados para practicar la ILE, uno de cada tres profesionales es objetor de conciencia. En Ciudad Valles, por ejemplo, 10 de 17 médicos y enfermeros se niegan a realizar el procedimiento. ¿Y qué pasa con las mujeres que viven en la Huasteca o en el Altiplano, donde no hay alternativas cercanas? ¿Qué pasa si una mujer llega al hospital de Valles, con doce semanas cumplidas, y le dicen que nadie puede atenderla porque todos son objetores ? Lo que pasa es que su derecho desaparece.
La colectiva ILE San Luis Potosí ha documentado estos casos, las negativas, la opacidad y la simulación. Han sido ellas —y muchas otras colectivas— quienes han tenido que acompañar a mujeres que, en teoría, ya no deberían estar suplicando por un derecho reconocido por la ley.
Y entonces hay que decirlo con claridad: un derecho que no se garantiza, es un derecho abolido en silencio. La resistencia institucional existe, y es tan sutil como efectiva: se disfraza de papeleo, de moral médica, de estadísticas convenientes. Pero su consecuencia es brutal: mujeres obligadas a continuar embarazos que no desean, porque el Estado decide mirar hacia otro lado.
San Luis Potosí tiene una ley que reconoce el derecho a decidir, pero no una estructura que lo haga realidad. Y si las autoridades siguen escondiendo las decisiones de las mujeres tras diagnósticos médicos, no solo están borrando datos: están borrando voces.
A un año de la despenalización, el aborto en San Luis Potosí sigue siendo un privilegio y no una garantía. Y si no se exige transparencia y acceso real, pronto podrían decirnos —con una sonrisa burocrática— que aquí ya nadie aborta. Y entonces, el silencio sería la excusa perfecta para volver atrás.
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#4 Tiempos
No serán de mi equipo | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Me agradan las personas que inspiran a escribir, aquellas que en medio de una charla sueltan una frase, un recuerdo o una anécdota que actúa como imán hacia otra memoria, y a partir de ahí dejan abierto el camino para un texto. Personas cuya sola presencia, cierta manera de ser o de estar, levanta un entusiasmo, aviva el carbón del espíritu. Es reconfortante rodearse de ellas y dejar que los encuentros transcurran como quien acumula horas de vuelo hacia destinos dorados.
Desdeño, en cambio, a los seres que traen tizne, que parecen no encajar con la belleza ni con las bondades del mundo. Truchas de ánimo encañado, bermejo, siempre al borde del desagrado. No diré que los abomino —sería exagerado—, ni que los quisiera lejos del continente, pero es evidente que nunca serán de mi equipo. Apenas figuran como personajes circunstanciales en el libreto de mi vida: los que callan cuando el resto entona Las mañanitas en una fiesta con vela encendida, los que permanecen inmóviles cuando uno les desea salud tras un estornudo, los que se mueven al ritmo de la conveniencia. No me cuadran, sencillamente.
Está bien tenerlos ahí, como recordatorio de lo que no hay que ser, e incluso como consuelo en las horas más bajas: uno puede mirarlos y pensar que, al menos, no se ha caído a tales niveles. Hablo de ciertos compinches del declive de la civilización: los locutores de voz impostada, los que confunden el énfasis con la elocuencia y la cursilería con la virtud. Titiriteros de esferas huecas, flautistas que conducen hacia la nada. Peor aún es toparlos fuera del micrófono, cuando usan las mismas inflexiones engolosinadas para pedir un kilo de arroz o contar que les duele una muela. Habría que estudiar la salud mental de quienes se dejan seducir por semejantes fachas.
Tampoco me fío de los que cruzan la calle con demasiada frivolidad, convencidos de que todo el tránsito debe detenerse por ellos. Se habla mucho —y con razón— de los malos automovilistas, sobre todo de esos que, viendo a un peatón cohibido, aceleran en vez de ceder el paso. Pero habría que alzar la voz también contra los malos caminantes, esos que avanzan sin cortesía, inconscientes de que estorban, y que parecen no percatarse de la lentitud que imponen a los demás.
La vida en sociedad implica coexistir con lo ingrato. Nosotros mismos, sin darnos cuenta, ocupamos esa posición para otros que cargan distintos marcos ideológicos o estéticos. Y, aun así, todo tiene límites. Los padres que dejan corretear a sus hijos en un restaurante sin reparar en el estruendo, o los que abren un producto en el supermercado antes de pagarlo y entregan a la cajera unas papas fritas a medio comer o un yogur ya vacío con el que se manchan los dedos… son gente que no entiende la cortesía y, por tanto, tampoco serán de mi equipo.
La desesperación es un punto de encuentro entre todos ellos, canalizada siempre del peor modo: sin preocuparse por los demás. Una de sus formas más puras es la de quienes tocan el timbre de una casa con violencia, como si el mundo les debiera atención inmediata. La mala educación se revela en esos detalles, igual que en la exhibición impudicia de los hombres que deambulan en camiseta sin mangas, como si sus bíceps y sobacos no fueran un espectáculo por los que uno quisiera echarlos directo a un trapiche. La proliferación de sujetos que salen en pijama a las calles es otro síntoma de esta deriva: una época que ha renunciado a la decencia, y a la que no pido mucho, salvo que se acerque unos centímetros al pudor.
Contacto
Correo: [email protected]
Twitter: @Bigmaud
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