octubre 6, 2025

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#4 Tiempos

La razón nostálgica | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

«Así como hay una historia técnica (por llamarla de este modo) tanto de las ciencias como de las artes –seguí diciendo a mi amigo- así debería haber una historia sentimental de ellas, ¿no lo crees?». Mi amigo no lo creía y me lanzó una mirada de desaprobación.

Seguí diciéndole: «¿Qué es lo que sabemos del teléfono, por ejemplo? De hecho, que lo inventó un señor llamado Graham Bell, pero nada más. Ahora bien, ¿qué es lo que pretendía este señor sino acercar las voces lejanas y, por decir así, volver a escuchar las palabras que el viento había dispersado y la muerte apagado?». 

Mi amigo se me quedó mirando, y tras un prolongado silencio dijo que no era seguro que fuera esto precisamente lo que había querido el señor Bell. «Después de todo –dijo- casi todo lo que se inventa acaba usándose más tarde para cosas muy distintas a las que imaginó su inventor». Me citó el caso del walkman y de otros muchos aparatos tecnológicos posmodernos. Sí, tenía razón en eso: el walkman, que fue diseñado para hacer menos tediosos los viajes trasatlánticos de los altos mandos de la Sony, acabó convirtiéndose luego en el símbolo del hombre nómada de nuestros días. Todo esto era verdad, pero no creí que esto lo explicara todo, de modo que proseguí de la siguiente manera:

«Quieras que no, ha sido la nostalgia lo que nos ha llevado a inventar todo tipo de artilugios y aparatos. La nostalgia del otro y, sobre todo, la nostalgia del otro en su calidad de ausente. ¡La civilización nació gracias a la tristeza y avanzó gracias a una razón que no nos equivocaríamos en llamar nostálgica!».

Proseguí: «¿Sabrías decirme cómo nació la pintura? Nos lo dice Plinio en su famosa Historia natural: gracias a una doncella corintia que, para consolarse de lo lejos que se encontraba aquel a quien ella amaba, se puso a pintar en una pared el perfil de su rostro. Uno quisiera pensar en un origen menos modesto y, sin embargo, así fue. Una muchacha pensaba en su amado, tomó de algún lugar un carbón apagado o algo así, y con estos trazos humildes, nostálgicos y caprichosos dio nacimiento a la primera de las bellas artes».

Como mi amigo, por lo que pude ver, quedó fascinado con esta historia, continué: «Si Plinio tiene razón –como creo yo que la tiene-, entonces el arte nació de la nostalgia. Pero sigamos adelante. Muchos siglos después, gracias a una nostalgia igual a la anterior, nació la fotografía, arte que si bien, como sabemos, empezó ocupándose de paisajes y monumentos, pronto se dio a la tarea de conservar, ante todo, la memoria de los rostros. Consta por los historiadores de la tecnología que la fotografía no hizo a la población maldita la gracia hasta que no vio que, valiéndose de ella, podía conservar por años y años la imagen de sus seres amados. En este punto habría que recordar que la fotografía no se popularizó sino hasta el estallido de una guerra: la civil norteamericana, que hizo que los familiares de los combatientes, antes de dejarlos partir, los obligaran a posar ante un fotógrafo. ¡Ya que se iban, que por lo menos dejaran su imagen! Imagen que, por las noches o en las horas tristes, las madres o las esposas acariciarían con honda nostalgia: la misma de aquella muchachita de Corinto».

»Ahora bien –seguí diciendo-, si la conservación de la imagen tiene un origen tan descaradamente nostálgico, como he tratado de probar, la conservación del sonido tiene un origen semejante. Si hoy tenemos lectores de discos y estéreos de gran fidelidad ha sido porque hace mucho tiempo, en el tercer cuarto del siglo XIX, un hombre inventó el gramófono, que es como el abuelo de nuestros modernos aparatos estereofónicos de alta fidelidad. ¿Y qué pretendía el inventor del gramófono si no conservar las voces de los seres amados, voces que pronto o tarde se apagarían? A este respecto es muy ilustrativo lo que dejó escrito Charles Cros, inventor de un artilugio llamado paleófono o máquina de la memoria: 

 

Como los rostros en los retratos,

he querido que las voces amadas

fueran un bien que se disfrutara para siempre

 y pudieran repetir el sueño

musical de este ahora demasiado breve.

El tiempo quiere huir, pero yo lo detengo.

 

»Hacer hablar a los muertos, o a los que alguna vez lo serán: he aquí el objetivo que Charles Cros se fijó al inventar el paleófono, un aparato que vino a abrir camino, para decirlo ya, al primer gramófono de la historia. ¿Lo ves? –dije a mi amigo con una sonrisa de victoria estampado en mi rostro-. Lo que mueve al hombre es el amor, y para vivirlo o revivirlo inventará cuantos aparatos sean necesarios».

-Porque sin amor, como dice Erich Fromm –dijo mi amigo en voz muy queda, cual si recitara un poema- el hombre no podría vivir un solo día más».

-Claro, claro, eso es», dije frotándome las manos de satisfacción.

»Y así como puede leerse la historia de las comunicaciones en clave amorosa o sentimental, en la misma clave podría leerse igualmente la historia del universo. ¿No dijo Dante en su comedia divina que era el amor el que movía il cielo e le altre stelle? Sí, pese a las apariencias, la historia es movida por el amor. Pero, si te parece, dejaremos este asunto para otro día». 

-Me parece –dijo mi amigo.

-A mí también –dije yo.

Y nos despedimos con un fuerte apretón de manos, que, por lo demás, también es un rito inventado por el afecto.

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#4 Tiempos

Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?

Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?

Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…

¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?

Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan?

Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…

«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…

La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.

Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…

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#4 Tiempos

El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña

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CRÓNICA

Por: Jorge Saldaña

Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.

El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.

En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.

El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.

El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.

La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio

. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.

El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.

Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.

En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.

La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.

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#4 Tiempos

El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.

Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.

Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.

El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor

, en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.

México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.

Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.

Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.

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