mayo 7, 2024

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#4 Tiempos

Tom Sawyer y la princesa | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas


Lo refiere Ernest Dimnet (1866-1954) en El arte de pensar. Hace muchos, muchos años (a mediados del siglo XVIII, para ser exactos), un buen hombre no desprovisto de cierto talento literario contrajo matrimonio con una antipática señorita que se daba aires de princesa. ¡Cualquier semejanza con la realidad considérela el lector como una mera y desagradable coincidencia!

Al principio, según refiere nuestro autor, las cosas entre ambos marcharon bastante bien: él se embelesaba ante los rubios bucles de ella, y ella adoraba la nariz puntiaguda de él; en una palabra, se amaban hasta la locura. Pero conforme pasó el tiempo, una cosa sin importancia –o que así lo parecía, por lo menos al comienzo- vino a atirantar aquella armónica relación, y me refiero, claro está, a la obstinada impuntualidad de nuestra dama.

Como lo propio de las princesas es hacerse esperar y la señora se creía de verdad una princesa, no había tarde en la que no bajara al comedor sino quince minutos después de la hora acordada. Si, por ejemplo, la cena era a las seis (en aquellos siglos lejanos la gente cenaba bastante temprano: la noche no estaba aún domesticada), a las seis y quince, invariablemente, la impuntual hacía crujir sus crinolinas a lo largo y a los ancho de la escalera. El marido, mientras tanto, tamborileaba los dedos en gesto de impaciencia. Éste ya le había preguntado en varias ocasiones:

«-¿Por qué no fijamos la hora de la cena a las 6:15, querida?».
Pero ella se rebelaba:
«-¿Estás loco, o qué te pasa? A las seis cenaban mis padres y, por lo que toca a mí, no quisiera introducir en mi hogar innovaciones peligrosas».
«Bueno, pensaba él, y si no quiere introducir en su hogar innovaciones peligrosas, ¿por qué no baja a la hora exacta?». Pero sólo lo pensaba, pues decirlo en voz alta hubiera complicado las cosas todavía más.

Un buen día, sin embargo, el marido se puso a hacer cuentas y quedó consternado. ¡Quince minutos diarios eran muchos minutos! En una semana, la nada despreciable cantidad de una hora y tres cuartos. ¿A cuánto equivalía en un mes? ¿Y en un año? ¿Y en toda la vida? ¡Por el amor de Dios, un mortal no tenía derecho a tirar por la borda tanto tiempo! Ahora bien, ¿qué podía hacer él para no dejar escapar las horas así como así? Lo estuvo meditando durante varios días hasta que encontró la solución. En adelante, colocaría en una esquina de la sala un pequeño escritorio bien provisto de tinta y papel, y entre las seis y las seis quince de la tarde se pondría a escribir. Y así lo hizo. Mientras la princesa se daba los últimos retoques en el piso de arriba, él escribía un párrafo y luego otro, una página y luego otra.

Y pasó el tiempo, y murieron los dos, cada uno a su hora. Cuando le tocó el turno a ella, el discurso fúnebre que predicó un capellán muy versado en ciertos asuntos de carácter canónico, versó sobre cosas que bien hubieran podido ser dichas para otro ejemplar de su misma especie. Pero cuando murió él, el predicador formuló desde el púlpito esta pregunta que de retórica no tenía nada:

«-¿Cómo hizo este noble varón, señores y señoras, para escribir una obra tan noble? ¿De dónde sacó tiempo para escribir esos volúmenes maravillosos que todos conocemos?».
¿De dónde? Ya lo sabemos. De esa espera contra la que nada podía y que supo aprovechar al máximo.

Siendo sinceros, nuestro escritor pudo haber consumido sus energías quejándose con los criados, maldiciendo la tardanza cotidiana, caminando de una esquina a otra de la sala mientras hacía chasquear sus botines con los golpes de su fusta, lanzando juramentos, gritando invectivas y prometiendo el divorcio. Pero no hizo nada de esto, sino que prefirió poner manos a la obra. Al final, ya viejo, debió agradecer a su princesa aquellos quince minutos diarios que le permitieron realizar su obra. Supo buscarle a los contratiempos el lado positivo y se lo halló. ¡Dichoso él!

Si el lector fue alguna vez niño –cosa que doy por cierta y no pongo en duda-, recordará, tal vez, un episodio de la vida de Tom Sawyer, el famoso personaje que dio fama mundial al escritor estadounidense Mark Twain (1835-1910). El episodio al que me refiero es el siguiente. Un día, en castigo por haber faltado a clase, Tom Sawyer fue obligado a pintar la verja del jardín de su casa (quiero decir, de la casa de su tía Polly), lo cual le causó un gran disgusto. Cuando empezó a pintar, lo hizo de mala gana, pero viendo que aquella actitud no podía prestarse sino a que sus amigos se burlaran de él, decidió fingir que aquella tarea realmente lo apasionaba y que pintar la verja era más bien un juego que él mismo había inventando para pasárselo en grande aquella tarde.

Viéndolo tan feliz pintando la verja, tanto a Ben Rogers como a Billy Fisher y Johnny Miller les entraron unas ganas inmensas de jugar el mismo juego y se pusieron a pintar la verja ellos también, con lo cual ésta quedó lista en menos de lo que se dice. La tía Polly se mostró sumamente sorprendida por aquella rapidez, y, aunque algo sospechó de las maniobras turbias de su sobrino, no pudo negarle el permiso que le pedía de irse, ahora sí, a jugar de veras.

Con lo cual queda demostrado que siempre hay una bendición para los que saben adaptarse a las situaciones de la vida, otra para los que son capaces de sacar cosas buenas de las malas, y muchas más para los que descubren astutamente la utilidad de aquello que, en apariencia, no sirve más que para poner a prueba nuestra paciencia y amargarnos la vida.

 

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#4 Tiempos

Elsa Chavira, nueva integrante titular de la Academia de Ingeniería de México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Elsa Chavira Martínez hija del célebre astrónomo Enrique Chavira que laboraba en el Observatorio de Tonantzintla en Puebla, fue distinguida con su ingreso a la Academia de Ingeniería de México siendo parte del cuatro por ciento de mujeres que pertenecen a distinguida academia mexicana. En ceremonia protocolaria se concretó su ingreso con la conferencia: Diseño, desarrollo y construcción de fotoceldas de calidad espacial con tecnología mexicana, que es una de sus importantes aportaciones a la ingeniería mexicana.

Elsa Chavira fue mi compañera en estudios de maestría en física del estado sólido en la entonces Universidad Autónoma de Puebla, hoy Benemérita, siendo una de las primeras mujeres en estudiar un posgrado en física en el país, y en universidad de provincia sería la primera en hacerlo. Su vocación fue impulsada en seno familiar con el apoyo de su madre y la orientación de su padre que compartía la vista de los cielos con sus hijas las cuales seguirían carreras científicas; en el caso de Elsa Chavira en el ámbito de la física al estudiar esa carrera en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Universidad Autónoma de Puebla y posteriormente la maestría en el entonces Departamento de Física del Estado Sólido del Instituto de Ciencias de la Universidad poblana, hoy Instituto de Física “Luis Rivera Terrazas”.

Su relación con San Luis se enfoca en el apoyo al programa de construcción y lanzamientos de cohetes Cabo Tuna del que es una entusiasta promotora, al igual que en la construcción del primer robot pianista mexicano conocido como Don Cuco el Guapo el cual tiene orígenes potosinos, y que fuera construido en Puebla con tecnología mexicana como caracterizaba los programas de desarrollo de prototipos biomédicos y dispositivos electrónicos implementados en la Universidad Autónoma de Puebla y de los cuales el desarrollo de celdas fotovoltáicas de calidad espacial son un ejemplo; desarrollo en el cual participaría directamente Elsa Chavira construyendo esas celdas por primera vez en México. La calidad espacial significa su uso en el espacio exterior, para lo cual deben de cumplir con propiedades mecánicas y eléctricas muy superiores a las de uso terrestre que le permitan resistir las radiaciones y vibraciones a las que son expuestas.

Elsa Chavira obtuvo su doctorado en Ingeniería Biomédica en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla y desarrolla su trabajo de ingeniería en las áreas de la salud, la electrónica y materiales, entre otros aspectos, por ejemplo el desarrollo de neuro prótesis. Su labor académica la ha realizado en su alma mater la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Su ingreso a la Academia de Ingeniería México, lo dedica a sus padres que le apoyaron a formarse en la ciencia, situación complicada en su época deformación en la sociedad mexicana, por lo que el ambiente familiar sería un apoyo por demás importante.

La observación del cielo junto a su padre Enrique Chavira en el observatorio de Tonantzintla, ya transformado en el Instituto Nacional de Astrofísica Óptica y Electrónica (INAOE), sería uno de sus momentos inspiradores y privilegiados. Enrique Chavira trasciende en el mundo de la astronomía al llevar su nombre varios objetos astronómicos, entre ellos el cometa Haro-Chavira, que es el único cometa que ostenta nombres de astrónomos mexicanos al ser descubierto en la década de los cincuenta por Guillermo Haro y Enrique Chavira en ese Observatorio Nacional de Tonantzintla.

Su labor académica ha sido importante para la ciencia e ingeniería mexicana, variada y de calidad teniendo contribuciones en física de superficies materiales semiconductores, crecimiento de silicio monocristalino, microelectrónica y ha diseñado diversos circuitos integrados protegidos contra radiación cósmica, celdas fotovoltaicas en el proyecto de desarrollo del que sería el primer satélite mexicano SATEX I, en el ámbito de la robótica y la ingeniería espacial, así como en ingeniería biomédica, desarrollando diversos sistemas microelectrónicos, bioquímicos y biomédicos. Ha sido merecedora de varios premios nacionales e internacionales, entre ellos el Premio de la Academia Mexicana de cirugía y Aparato Digestivo.

Felicitamos a Elsa Chavira Martínez por su ingreso a la Academia de Ingeniería de México que por cierto es presidida por una mujer la Dra. Mónica Barrera Rivera.

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#4 Tiempos

Un tiempo para lo que te anima | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

 

El escritor británico Patrick Leigh Fermor mantuvo una costumbre sagrada hasta poco antes de su muerte. Cada día, pasadas las ocho de la noche, interrumpía lo que estuviera haciendo y se encaminaba a la bandeja de licores que había en la sala de su casa en Kardamili, Grecia (o el equivalente del lugar en donde estuviera), y se servía un trago. A este ritual lo llamaba Drink time. Una pausa dedicada a paladear lo que tuviera por antojo: vino, un coctel, algún aperitivo. Lo mismo aplicaba a la una y media de la tarde. Era el oasis de su travesía por la bohemia que disfrutaba sobre todo en compañía. Le encantaba tener invitados con los cuales charlar, una cadena de palabras que iniciaba con un ¿qué vamos a beber hoy?

Daban igual las tribulaciones, las urgencias, la mengua en su salud. No fue un autor prolífico, aunque sí meticuloso y esmerado. Los plazos de entrega impuestos por los editores quedaban relegados cuando tenía que cumplir con la obligación de su propio placer. Descorchar una botella y desligarse del yugo de la cotidianidad. Sorbos para adentrarse más y más en la vida contemplativa. Hallarse a gusto consigo mismo y las amistades. ¿Cómo está eso de que el trabajo te dignifica?

El ocio es un lujo por el que vale la pena luchar. No todos tienen las posibilidades que Patrick Leigh Fermor tuvo, pero incluso él tuvo que entregarse por completo para alcanzar tal estado. Era, después de todo, un soldado, un guerrero que se volvió célebre por su participación en la Segunda Guerra Mundial, particularmente en la resistencia cretense. Ahí logró una auténtica hazaña: junto a un pequeño equipo logró capturar al general alemán que tenía asolada a la isla.

Para erigirse como héroe del propio espíritu no hay que ir tan lejos. Basta con dedicar al menos una hora de cada día para nosotros mismos, para salvar la parte más genuina de las entrañas, aquella que no se somete ni doblega, esa que no tiene que estar a merced de un sistema que quiebra los sueños a cambio de ofrecer escasas gotas de supervivencia.

En ocasiones, uno tiende a olvidarlo. El trabajo, los estudios, la rutina, son esfuerzos que uno se hace para llegar a ese punto en el que uno puede hacer al fin lo que se anhela

. Cruel como es, la responsabilidad no se conforma y tiende a consumirlo todo. De pronto ya no queda tiempo para recreo alguno. La refriega se vuelve la dominadora de cada jornada y el poco tiempo libre apenas y alcanza para desplomarse en la cama en busca de descanso. Molerse a uno mismo para pagar las facturas, una horrible costumbre.

Maldito sea todo aquello que nos aleja de la pasión, de las canciones y de las charlas bajo las velas. Menos alboroto en la plaza pública: el gran acto contestario ocurre en la intimidad, sin que nadie lo vea, cuando te olvidas del teléfono por un rato, cuando echas los pendientes por la borda e ignoras la urgencia que no cambiará al mundo, cuando decides regalarte cinco minutos para hacer lo que te anima. Cuando dejas de ser un esclavo de tu época.

En el caso de Patrick Leigh Fermor era una copa y la conversación. Para ti puede ser otra cosa, lo que sea. La hora del té, ver una película, pasear a tu perro. Leer una historieta, echar un chapuzón, cocinar un pastel, caminar de la mano con tu amada, escribir un verso que nadie más mira. Nunca renuncies a eso. Dale un portazo a las responsabilidades que pretenden acabar con lo mejor que posees, lo improductivo.

La fórmula le funcionó a Patrick Leigh Fermor. Vivió casi cien años. Como él mismo llegó a decir, lo trivial enciende los fusibles de la memoria. Toca, toca por los viejos tiempos y sírvete un trago.

 

Contacto:

Twitter: @Bigmaud

Correo: [email protected]

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#4 Tiempos

El peor torneo de la historia | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Los torneos cortos en el futbol mexicano han traído cambios interesantes en la estadística, desde un sin fin de campeones, tres bicampeonatos (Pumas, León y Atlas) así como muchos títulos de goleo.

Pero la cosa no termina ahí, vale la pena voltear al fondo de la tabla para revisar los peores equipos en los torneos cortos.

El peor equipo de cada torneo, lo tendremos que buscar en la parte baja de la tabla, y aún así, nos tenemos que ir con equipos que sumaron cuando mucho 10 puntos al finalizar el certamen. Por ejemplo Tijuana que en el Clausura 2020, terminó con 9 puntos, pero recordemos que en ese torneo, no se completaron las fechas por la pandemia.

El primer equipo en tener esa marca fue Veracruz, que en el Invierno 96 termina el campeonato con solo 9 puntos. Posteriormente, en el Invierno 98, dos equipos compartieron el último lugar, Toros Neza y Puebla, cerraron la competencia con tan solo 8 unidades.

Del lado de los de casa, San Luis firmó su peor torneo corto en el Apertura 2022, cuando solo pudo hacer 9 puntos después de cumplirse las fechas.

Querétaro ha finalizado dos veces como el peor equipo del torneo, el Apertura 2003 y el Apertura 2012, logró solo 7 puntos.

El ya mencionado Puebla ostenta dos récords en este rubro, el primero es el de haber terminado también dos torneos como último, el Invierno 98 con 8 puntos y el presente Clausura 2024 con solo 5, mismos que le dan el galardón del peor equipo de la historia de los torneos cortos.

Por su parte, el Veracruz, es el equipo que más veces ha quedado en último lugar, con tres ocasiones, en el Invierno 96 cerró con 10 unidades, el Apertura 2019 sumó solo 8 puntos y el Clausura 2019 el equipo del puerto había logrado 6 puntos en la cancha, pero le fueron retirados en la mesa sancionados por FIFA, con lo que a pesar de tener 6 unidades, cerraron el torneo con 0 y desafiliación.

En fin, mucho podemos hablar de la calidad del torneo mexicano, podríamos llamarlo competitividad o torneo mediocre, pero lo que no nos debe quedar duda es que en este Clausura 2024, Puebla firmó el peor torneo corto de la historia del futbol mexicano.

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Opinión