#4 Tiempos
Traer de vuelta al viejo Acapulco | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
La salvación de México no será posible hasta que Acapulco recupere su esplendor. Años ya de abandono, de encajar el desorden, de asumir las presencias indeseables. Dejarse arrebatar por el ímpetu de lo maligno. El desgaste de hilos que hacen posible la convivencia y la prosperidad. La reconstrucción y pacificación de este puerto y la vuelta de su glamour es el golpe en la mesa necesario para sanar al resto del país poco a poco.
La remontada tiene que iniciar en un sitio así, que conjuga dos pivotes cruciales para el despegue y la danza modélica: atender las necesidades sociales de un estado como Guerrero, tan rezagado pese a su riqueza natural e histórica, y recuperar la parte más festiva y de proyección internacional que este destino alguna llegó a tener. Y sí, una ciudad que también alberga un lado aspiracional que ha preservarse. Un hombre sin aspiraciones es un hombre vencido. Un hombre que se conforma y somete a las migajas y promesas de humo del revolucionario.
Es imperativo recuperar la seguridad y esplendor de esta ciudad que durante años fue el destino turístico por excelencia para locales y foráneos, paras las élites y las esferas populares, y que lo mismo deslumbró a los Kennedy, Frank Sinatra, Ringo Starr y Elizabeth Taylor que a John Wayne, Rock Hudson, Elvis Presley, Stevie Nicks y George Harrison.
Anaïs Nin dijo alguna vez que Acapulco era el lugar en el que podía quedarse el resto de su vida. Y a mediados de los cincuenta Patricia Highsmith resaltaba la atmósfera sexy de este puerto, que acababa sellada por un confort: la «franqueza latina» que eliminaba toda psicopatía y rasgos de otros lares en los que se sentía tan agobiada.
Fue el último refugio de Howard Hughes, y el rumbo al que Leonard Cohen escapó junto con Suzanne Elrod (no confundir con Suzanne Verdal, con quien solo tuvo un amor platónico y a quien inmortalizó en la famosa canción de 1967 que lleva su nombre), saturado ya de Los Ángeles, incluso de sus monasterios en afueras. Ahí escribió un poema incluido en La energía de los esclavos:
Oh, querida (como solíamos decir),
tienes anchas caderas y eres bondadosa.
Me alegro de que huyéramos juntos.
No somos precisamente jóvenes. Pero todavía podemos estrujar
algún placer de estas viejas bolsas de cuero que somos.
Ahora, mientras yacemos aquí en Acapulco,
sin llegar a estar el uno en los brazos del otro…
Acapulco fue para generaciones pasadas la demostración de que el paraíso no estaba fuera del alcance. Ahí se encontraba una brizna divina; era la invitación a ser mejores personas y al morir hacerse de un puesto permanente en el cielo.
El puerto de Acapulco es nostalgia por lo vivido y por lo que no. Sobre todo estampas, estampas de los años noventa y hacia atrás. Eventos patrocinados por brandy Presidente, la camisa Versace de Luis Miguel empapada de sudor y desabotonada más de la cuenta (que debería servir como bandera del pop hispanoamericano). Láminas de coco rociadas con limón y salsa búfalo. El pequeño puente en una alberca del antiguo Hyatt. Lo bello de los hoteles ya un poco anticuados. La dicha diseminada en esporas con aroma a bloqueador de durazno salino.
La fatalidad esquivada por clavadistas en la Quebrada. El way of life de mover la panza por un peso, una profesión excepcional que uno envidiaría, pero que es un don de los lugareños de cabello negro rizado y brillante, otorgado por claves escondidas en la arena.
El atardecer dorado, la cadera bronceada de la costa. Cruceros de magnates que viajaron cientos de kilómetros y pagaron fortunas por tener lo que un local humilde ha tenido desde niño. Tenderse en un camastro con la toalla como sábana, sin mayor preocupación que una gaviota pueda robarte una chancla. La noche comandada por el sonido de la marea, y la música difusa de una fiesta a lo lejos en la que la gente bebe, acaricia y baila libre de temores y penurias.
La discoteca a la que un hombre acude tras ser rechazado en LeDome y el Baby’O, y en la que acaba consolado por Baccara entre la obscuridad y luces neón que forman martinis y piñas coladas en las paredes. El encuentro que marca su verano: cruzar miradas con una desconocida al otro extremo de la barra. Mister, your eyes are full of hesitation. Sure makes me wonder if you know what your looking for…
Ojalá que vuelva a ser un espacio de sutilezas que se perciben en la brisa que pasa por las palmas y en las notas que cada bañista deja al zambullirse en la piscina tras saltar del trampolín. Pelicanos que atrapan mejores presas que el más acucioso pescador.
Mirar las olas. Cada una se lleva algo de ti y te devuelve algo mejor.
El espectáculo de la iluminación que sucede al atardecer. En Acapulco siempre hay una luz. Una antorcha en la bahía, destellos de colores que se observan en la madrugada desde un balcón.
Acapulco pone de su parte con cada puesta de Sol. Pese al abandono, desastres naturales y el embate del crimen organizado (ese escorbuto social), tiene lo que siempre tuvo, y con ello basta para resurgir si hay voluntad.
No cifro esperanza mayor en políticos que no disimulan sus estrecheces y manías de encono, incapaces de transitar hacia las funciones de estadista requeridas en situaciones límite. Y, sin embargo… Acapulco tiene ese aquel que deslumbró a tantos. En los momentos peores es posible replantear y cimentar su ―mejor― porvenir. Debe haber la manera. Ya habrán de encontrarla líderes a la altura del desafío y que sepan canalizar la fuerza de su marejada humana.
Recuerdo mi última visita a Acapulco. Fue en los noventa, de niño con mi familia. Mientras nos alejábamos en el automóvil y ascendíamos de vuelta, dejando atrás aquel paraíso, mi madre me dijo: «voltea, mira el mar. Despídete del mar». Y me giré, agité la mano con la inocencia de esos tiempos. Hasta luego, Acapulco. Nos volveremos a encontrar cuando estemos en mejores condiciones. Ya verás.
Contacto:
Twitter: @Bigmaud
Correo electrónico: [email protected]
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#4 Tiempos
Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.
La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.
Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus , sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.
Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas . En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.
Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.
Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.


Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.
Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:
También lee: Francisco Gándara, primer ingeniero higromensor potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
Jesús duerme en la popa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
“Al atardecer de ese mismo día, Jesús les dijo: ‘Crucemos a la otra orilla’. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?’. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ‘¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?’. Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?’” (Marcos 4, 35-41).
Todavía hoy, cuando pareciera que hemos alcanzado el dominio total de la naturaleza, viajar por mar –no digo sobrevolándolo en un avión, sino cruzándolo en un barco- es una experiencia sobrecogedora. ¡Qué indefensa viaja nuestra embarcación por los caminos del océanoi¡! Y si durante la noche se desata una tormenta, tanto peor: aun el barco más grande no parece sino una cáscara de nuez. En 1912, los tripulantes del trasatlántico más lujoso y sofisticado del planeta creyeron que el mar, gracias al ingenio humano, estaba ya domesticado; sin embargo, no fue así, y debieron pronto de rendirse a la evidencia: el Titanic se hundía, y ellos con él y en él…
El mar era y sigue siendo el símbolo de lo indomesticable, de lo ingobernable, de lo terrible. Para los antiguos, el mar estaba poblado de monstruos horribles cuyo solo nombre helaba la sangre. Nosotros sabemos, más o menos, lo que son las olas, pero para los antiguos éstas eran el efecto del movimiento de las criaturas marinas. Ahora bien, si tal era el pensamiento de los antiguos, ¿qué de raro tiene que, ante el huracán, los discípulos se pusiesen a gritar, poseídos del pánico más espontáneo y sincero?
El mar es siempre terrible, sí, pero Dios es más grande que el mar. Únicamente Él puede calmarlo porque es el Señor de los elementos del mundo: “El Señor habló a Job desde la tormenta: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando le puse un límite con puertas y cerrojos y le dije: ‘Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas’ ”? (Job 38, 8-11).
Al crearlo, Dios puso al hombre un límite: “Podrás comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, pues, si lo haces, perecerás sin remedio” (Génesis 2, 16-17); y, al crear el mar, también le impuso un límite: “¡Hasta aquí llegarás! ¡De aquí no podrás pasar!”. Por eso, cuando Jesús calme la tormenta y las aguas se aquieten al puro mando de su voz, los discípulos se preguntarán unos a otros, maravillados: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.
Ahora bien, si sólo Dios puede apaciguar el mar, entonces… Entonces los discípulos, por así decirlo, empezaron a sacar conclusiones…
“Un día, al atardecer… Así comienza el relato. Conviene tener presente, pues, que es ya de tarde, y que la oscuridad añadirá un punto de dramatismo a la escena que seguirá, ya dramática de por sí. Según éste, no es sólo que la barca fuese zarandeada por la tempestad: es que el agua se estaba metiendo ya por todas partes.
¿Y Jesús qué hace, mientras tanto? No hace nada. Él, a lo que parece, no se daba cuenta de lo que pasaba, pues “estaba dormido sobre un almohadón”. Los discípulos lo despertaron, y hay en su ruego una pizca de ironía, como si le dijeran: “Oye, Señor, esto va a pique. ¿Podrías hacernos el grandísimo favor de despertarte?”.
“Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Oligópistoi: así lo llama; con esta palabra griega los reconviene. Hombres asustadizos, apocados, temblorosos: gelatinas vivientes. Oligópistoi: hombres sin fe.
Los Padres de la Iglesia, hombres muy sagaces en la interpretación de la Escritura, vieron en esta tormenta una imagen de las agitaciones del corazón humano y compusieron bellísimos sermones en torno a este asunto. En una de sus Meditaciones (n. 37) dice así, por ejemplo, San Agustín (354-430):
“¡Dios mío, mi corazón es como un ancho mar siempre agitado por las tempestades: haz que encuentre en ti la paz y el descaso. Tú has increpado al viento y al mar para que se calmaran, y a tu voz se han apaciguado; ven a poner paz en las agitaciones de mi corazón, a fin de que todo en mí sea sosiego y tranquilidad, para que pueda poseerte a ti, mi único bien… Oh Dios mío, que mi alma, libre de pensamientos tumultuosos, se esconda a la sombra de tus alas. Que encuentre junto a ti un lugar de refrigerio y de paz, y toda transportada de gozo pueda cantar: ‘Ahora puedo dormir y descansar en paz’… Mi alma no puede gozar de paz y seguridad, Dos mío, si no es bajo la protección de tus alas. Que ella permanezca, pues, en ti y sea abrasada con tu fuego”.
Ya se trate, pues, de agitaciones interiores, ya de percances exteriores, lo importante es esto: que Jesús y nosotros viajamos en la misma barca, y que aunque nos esté permitido algunas veces gritar, no nos lo está, por ningún motivo, desesperar. Aunque parezca que duerme, Dios vela por los suyos; en consecuencia –como ha dicho alguien-, cuando uno está “embarcado” con Jesús no hay nada que temer.
“Jesús permanece cerca de los suyos y éstos pueden contar con su ayuda cercana a pesar de todas las apariencias en contra… Así pues, el peligro para los creyentes está en olvidarse de que están en camino y que Jesús les acompaña en el trayecto” (Joseph Imbach).
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#4 Tiempos
CONCACAF 2026: una eliminatoria que dejó heridas
TESTEANDO
La eliminatoria rumbo al Mundial 2026 dejó a Centroamérica enfrentándose a una realidad incómoda, la región quedó rezagada, incluso en un formato que otorgaba más margen que nunca. Pero dentro del golpe generalizado hay dos historias que llaman la atención por un matiz muy particular: Costa Rica y Guatemala, dos selecciones que depositaron su confianza en cuerpos técnicos mexicanos, y aun así terminaron sin lograr el objetivo.
Costa Rica, acostumbrada a ser el referente de la zona, apostó por la experiencia mundialista de Miguel Herrera. El proyecto prometía solidez táctica y un recambio generacional más ordenado, pero el equipo tico terminó atrapado entre la transición y la urgencia. Hubo partidos en los que se notó el intento de reconstrucción, de darle al equipo un sello reconocible; aun así, los errores puntuales, la falta de contundencia y la presión acumulada hicieron que el proceso no alcanzara para sostener la clasificación.
El contraste con su historia reciente, esa en la que la identidad costarricense parecía inquebrantable, se volvió más evidente con cada partido. Y aunque el trabajo del cuerpo técnico mexicano aportó claridad, la estructura que lo rodeaba simplemente no acompañó.
Por su parte, Guatemala vivió una ilusión distinta. Su selección, dirigida por Luis Fernando Tena, llegaba con el impulso de procesos juveniles más visibles, estadios llenos y un entusiasmo que no se veía desde hacía tiempo. El entrenador buscó ordenar el juego, potenciar la intensidad y darle continuidad a una generación que prometía competir de igual a igual. Durante varios momentos pareció posible: se jugó con valentía, se propuso, se soñó.
Pero otra vez, cuando llegó la hora decisiva, el proyecto se quedó corto. La falta de profundidad en el plantel, la ausencia de una estructura sólida que sostuviera la idea y algunos errores en partidos clave terminaron apagando una posibilidad histórica. Dolió especialmente porque, por primera vez en mucho tiempo, Guatemala parecía estar a un paso real de dar el salto.
Los dos casos, diferentes en matices pero similares en desenlace, plantean una reflexión inevitable: los entrenadores pueden cambiar intenciones, pero no pueden corregir solos la falta de una estructura profunda. México exportó cuerpos técnicos preparados, con propuestas claras y trabajo serio, pero se toparon con federaciones que arrastran inestabilidad, con ligas de nivel irregular y con proyectos que no siempre se sostienen más allá del resultado inmediato.
Mientras tanto, otras selecciones del resto de la confederación, particularmente varias del Caribe, han entendido la importancia de profesionalizar sus procesos. Semilleros más organizados, continuidad en los banquillos, inversión en atletas jóvenes y una visión a futuro que ya empieza a dar frutos. El contraste explica mucho del presente centroamericano.
Lo sucedido rumbo al 2026 no es un simple fracaso deportivo, es un síntoma.
Costa Rica tendrá que reencontrarse con su esencia y permitir que su proyecto sea más grande, reconstruir incluso su liga y voltear a sus fuerzas básicas para volver a exportar jugadores.
Guatemala tendrá que transformar su ilusión en un plan sólido que no dependa de inspiraciones aisladas, así como intentar invertir en infraestructura que fomente la práctica profesional del deporte.
El Mundial 2026 se jugará en la zona, pero Centroamérica estará ausente, tan solo Panamá representará a la región, en un momento que parecía histórico, casi todos quedaron a deber.
La pregunta no es por qué fallaron esta vez, sino cuánto tardarán en reconstruirse para volver a competir de verdad.
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