#4 Tiempos
Riesgo moral | Columna de Víctor Meade C.
SIGAMOS DERECHO.
Hace más o menos veinte años, ciudades de Inglaterra buscaban maneras de incentivar el uso de los cinturones de seguridad. En todos los diseños de políticas públicas que buscan obtener cierto resultado por parte de las personas, los gobiernos se ven en la disyuntiva de decidir qué incentivos y en qué medida los implementarán. Estos incentivos pueden ser positivos o negativos, siendo los positivos un premio y los negativos un castigo: en términos sencillos, se trata de decidir entre el palo o la zanahoria.
En aquel diseño de política pública, los ingleses decidieron que sería más conveniente probar con la zanahoria y apartarse un poco de la clásica multa a las y los conductores que no utilizan el cinturón de seguridad. Así pues, la política que se implementó fue un sistema de premios, consistente en que se detendrían al azar a los vehículos cuyos pasajeros estuvieran portando el cinturón correctamente y darles un cupón intercambiable por una hamburguesa. En principio, esta política pública sonaba muy bien.
El gran problema que no previeron las personas encargadas del diseño de esta política pública es el interesante fenómeno que la academia llama «riesgo moral». El riesgo moral refiere a las acciones —normalmente oportunistas— consistentes en aprovecharse de un beneficio a costas de que la otra persona no esté informada de esta conducta. El ejemplo más ilustrativo de ello es el de los seguros: cuando alguien contrata un seguro, lo más probable es que esta persona tienda a tomar más riesgos y sea más descuidada, pues sabe que la aseguradora no puede vigilar su comportamiento. La regla, entonces, es así: a todo incentivo positivo le acompañan —en mayor o menor medida— problemas de riesgo moral.
De este modo, el riesgo moral que acompañó a la política pública del cinturón de seguridad y las hamburguesas consistió en que, entonces, muchísima gente salió a dar paseos en su automóvil esperando que les dieran el premio, lo que ocasionó un aumento dramático en el número de accidentes viales por el cuantioso número de vehículos en las calles. Esta política terminó siendo retirada. Si entonces los incentivos no parecen ser lo más conveniente, ¿qué hacer?
En un escenario contrario, imaginemos un gobierno que quiere reducir el número de personas que se ahogan en un lago. Sabemos que si la política consiste en una recompensa para quien rescate a alguien que se está ahogando, misteriosamente habrá un aumento en el número de personas que se caen al lago para que después alguien pueda cobrar el premio. Por tanto, la alternativa contraria es imponer una multa a la persona que no ayude a quienes se están ahogando, lo cual va a tener el adverso resultado de que ya nadie quiera caminar cerca del lago. A este fenómeno se le llama «efecto disuasor», que puede llegar a incidir directamente en la esfera de libertades de las personas. La disyuntiva entonces se trata de decidir, al momento del diseño de las políticas públicas, en qué medida darán incentivos y qué tan justificados están los castigos, en ambos siendo igual de importante su adecuada vigilancia.
Tras esta breve historia del caso inglés, vale la pena comentar una de las emblemáticas políticas de este gobierno: el programa Sembrando Vidas, que consiste en dar apoyos de 5 mil pesos mensuales a personas en comunidades marginadas y con predios de 2.5 hectáreas donde planten distintas variedades de árboles frutales y maderables.
En términos generales, hay que conceder que el programa no ha sido desastroso en su operación, al menos porque aún no se ven los efectos a largo plazo. Por ejemplo, ha tenido avances positivos con respecto a programas similares de pasadas administraciones, en el sentido de que ahora se hacen las transferencias económicas directamente a los beneficiarios y los recursos no pasan por tantos intermediarios. También, en casos notables, se ha propiciado la colaboración en la comunidad por rejuvenecer predios que no estaban en uso. De nuevo, en términos generales y a primera vista, el programa no suena tan mal.
Sin embargo, a más de dos años del inicio de operaciones del programa, se han documentado cientos y cientos de casos donde las personas talan y deforestan predios para hacerse beneficiarias del apoyo económico . Ante el contexto de la crisis económica que vino a agravar aún más las condiciones de las comunidades más marginadas del país, muchas personas se han visto en la disyuntiva de conservar los árboles de su predio o de talarlos para poder recibir el apoyo. Y es precisamente este, considero, uno de los mayores problemas de la política: la conservación de los árboles no es realmente el centro del programa, sino alcanzar cifras objetivo de árboles plantados —lo cual tampoco está sucediendo satisfactoriamente—. En el 2019, la meta era plantar casi 600 millones de árboles y solo se alcanzaron a plantar 80 millones, de los cuales han sobrevivido poco menos de la mitad.
Asimismo, el programa tampoco se ha ocupado de garantizar el estatus legal de los predios para que estos puedan servir a este propósito por al menos un par de décadas. De no ser así, de nada habrán servido los esfuerzos. Los participantes solo se comprometen con cartas y no con contratos, a la vez que las áreas maderables no han sido registradas formalmente. El programa carece de sistemas de información sólidos que ayuden a transparentar las compras —que en su mayoría han sido por adjudicación directa—, la información de los beneficiarios o la labor de asignación de insumos, por nombrar algunos ejemplos. Hablando de transparencia y claridad en la operación, también hay que recordar que la Auditoría Superior de la Federación encontró que el programa tiene casi dos mil millones de pesos sin aclarar, según la revisión a la cuenta pública del 2019.
Mientras no se garantice el blindaje a los predios y la continuidad del programa a largo plazo, así como el desarrollo fundado de planes de mercado para los frutos de esos árboles, Sembrando Vidas terminará andando por la calle de los lamentos. Aún que nada de esto se ha hecho, López Obrador tiene el atrevimiento de decir que “es el esfuerzo de reforestación más grande del mundo”. Valdría la pena voltear a ver lo que están haciendo en China o en Corea del Sur, cuyos programas de reforestación han andado desde hace varias décadas; del número de árboles plantados, ni hablar.
Además, tiene el segundo atrevimiento de invitar a Biden a replicar este modelo en Estados Unidos para que le puedan ofrecer la ciudadanía a migrantes mexicanos. La invitación fue rechazada casi inmediatamente por Estados Unidos, pues allá están tratando por separado la problemática migratoria y la ambiental. México, por su parte, tiene un desastre migratorio en la frontera sur; en cuestión ambiental, se perdieron más de 70 mil hectáreas de bosque en el 2019 y, lo evidente, se está construyendo una refinería en pleno siglo XXI —con la terrible deforestación que ha implicado— , se está construyendo un tren —de diesel— en medio de la selva y se le cierra el paso abruptamente a las energías limpias.
La manera de legislar y de diseñar políticas públicas es abiertamente deficiente. Mucho o poco se puede decir de las intenciones; de la ejecución, los resultados hablan por sí mismos. No hay planes sostenibles a largo plazo ni tampoco visión integral. Vaya, ni se pensó correctamente en los alcances del palo o la zanahoria.
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#4 Tiempos
Elogio de la literatura | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
¡Qué tristes son los personajes de Iván Bunin (1870-1953), qué tristes casi todos sus cuentos! Hay en ellos un no sé qué, una nostalgia que embelesa al lector desde el momento en que toma el libro y que no lo abandona sino muchos días después de que lo deja.
Acabo de leer, precisamente hoy, la pequeña antología de sus relatos breves que publicó en 1924 la vieja editorial Calpe y cierro el libro con un suspiro que no sé si será de pena o de dolor. El escritor ruso lo sabe; por lo menos él no se engaña: la vida del hombre está llena de desamparo, de abandono, de tristeza.
El personaje de uno de estos relatos, al ver llegar a su casa a un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo –desde el tiempo en que combatieron juntos en la guerra de Crimea- lo saluda con los brazos extendidos, avanza hacia él y le dice lleno de júbilo: «¡Kovalev! ¿Estás vivo?». ¡Dios mío, qué pregunta! Así nos deberíamos saludar todos, pues la verdad es que nadie sabe si mañana aún estará aquí. A nuestro saludo habitual habría que agregarle una coma para que suene más sincero; no preguntar: «¿Cómo estás?», sino: «¿Cómo, estás?».
Entonces los amigos se abrazan, se besan según la usanza rusa y encienden el samovar mientras afuera, en la estepa, los elementos se enfurecen y la nieve cae sepultándolo todo. «Yakov Petrovich estaba de muy buen humor; pero en el fondo de su alma había nostalgia. Al día siguiente era Navidad…, y él estaba solo. ¡Gracias a Dios que Kovalev no lo había olvidado!». En realidad, Kovalev era el único que no había olvidado a este pobre viejo, pues todos a su alrededor o habían muerto o simplemente habían desaparecido de su vida sin dejar rastro.
¡De cuántas desapariciones puede ser testigo un hombre en el curso de una vida! Sí: envejecer es haber asistido a muchas muertes. «Todo ha pasado y ha desaparecido –dice Yakov Petrovich al amigo recién llegado, al único amigo que le queda-. ¡Cuántos parientes y compañeros tuve! ¡Todos están ahora bajo tierra!».
Sin que él se diera cuenta, el tiempo había pasado. ¿A qué hora crecieron los demás, en qué momento fueron haciéndose mayores y tomando cada uno su propio camino? ¡Huyeron como de puntillas, sin decir adiós! Y ahora, si no fuera por este viejo amigo que aún se acordaba él, Yakov Petrovich tendría que pasar las fiestas de Navidad como había pasado casi todas las horas de su ya larga existencia: solo.
En otro relato del mismo volumen un caballero se encontró por el camino a un anciano que comía en silencio y sin más compañía que los árboles y las piedras. Le preguntó:
«-¿Y tu mujer?
»-Hace seis años que murió –dijo el anciano.
»-¿Y tus hijos?
»-Tuve seis.
»-¿Viven?
»-No; todo han muerto.
»Y de nuevo calló –cuenta el hombre del caballo-, masticando con cuidado la patata. Mientras él estaba sentado y con los ojos bajos, yo examinaba su cara y pensaba: “¡Nunca conseguiré penetrar el misterio de su taciturna tristeza!”».
(Apenas termino de leer esta frase, me pongo de pie y busco entre mis libros la Antología del cuento triste que publicaron hace ya muchos años Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs; sólo quería comprobar una cosa: que hubiera en el libro por lo menos un cuento de Iván Bunin. Me digo a mí mismo mientras reviso el volumen: «Si no hay aquí, entre estas 600 páginas, un solo relato de este autor, pensaré que la selección ha sido hecha a la ligera ». Pero no. Ahí estaba, en efecto, el nombre de Iván Bunin; los recopiladores habían elegido uno de sus cuentos más famosos: El caballero de San Francisco. ¡Menos mal!).
En otro de sus relatos aparece un tal Basilio Chkut, y de él dice nuestro autor lo que sigue: «Era alto, ancho de hombros y encorvado. Toda su figura muestra aún el vigor de la estepa. ¡Pero qué triste está su cara! Ya está cerca de la tumba, pero jamás escuchará una palabra cariñosa».
¡Dios mío –pensé al cerrar el libro-, cuánta gente se va de este mundo sin haber escuchado jamás una palabra de afecto! Nunca hubo para ellos una sonrisa, una palmada en el hombro, una declaración de amor. Nada. ¿Qué hacen los que se mueven a su alrededor que parecen estar mudos? ¡Apenas si reparan en ellos! Y me pregunto: «¿He dicho a los que me son queridos cuánto importan para mí? ¿Se lo he dicho, o me he limitado a dejarles la tarea de que ellos por sí mismos lo adivinen?».
Antes de apagar la luz de mi cuarto –ya es noche cerrada, como siempre: no tengo otra hora para leer- pongo sobre el buró el libro de Iván Bunin y le acaricio las tapas en señal de gratitud. No fue, la de esta madrugada, una lectura infructuosa. Me recordó que cerca, muy cerca de mí, hay gente que aunque no me diga nunca nada, espera que abra la boca y les diga una palabra que les alegre el corazón. ¿Por qué nunca le he dicho a esta gente cuánto la quiero? ¡Sería demasiado injusto que se marcharan de este mundo sin que lo supieran de mi propia boca!
Y, finalmente, mientras apago la luz, sonrío satisfecho. Hoy la literatura me ha enseñado algo: que las gentes sufren porque están solas y que el tiempo pasa. Pero, ¿es que no lo sabía? Sí, lo sabía, pero aún no se me había ocurrido tomar las medidas pertinentes al caso.
¿Que no sirve de nada la literatura? ¿Que no sirve de nada? Vuelvo a sonreír, pensado en lo equivocados que están lo que esto dicen, cierro los ojos y me quedo dormido. ¡Ah, si no fuera por la literatura, qué poco sabríamos de nosotros mismos!
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#4 Tiempos
Fantasmas y oportunidad | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Este domingo San Luis abre el Alfonso Lastras frente a Tijuana, y no es un choque cualquiera, para los potosinos es una prueba de carácter, de identidad, de si realmente están vivos en este torneo o sólo repitiendo errores bajo otro sol. Para Tijuana, la visita es de las incómodas, estos partidos lejos de casa suelen desnudar sus fisuras, y enfrente estará un equipo que ya aprendió a morder cuando tiene que hacerlo.
San Luis llega golpeado por la irregularidad. Ha ganado partidos fuera de casa, pero también ha perdido otros en los que se dejó intimidar por rivales que no parecían tener mucho; juegos en los que el pulso se va, la concentración se diluye y los goles encajados parecen inevitables. Esa vulnerabilidad ha sido la constante, una defensa que tiembla, un mediocampo que se pierde cuando faltan ideas y delanteros que dependen demasiado de la inspiración aislada o del error ajeno.
Tijuana, por su parte, no es un paseo. Ha mostrado destellos de buen fútbol, ha sumado resultados decentes, pero también ha dejado ver que le cuesta imponerse fuera de casa cuando el rival presiona alto o lo obliga a construir desde atrás. Su equilibrio se tambalea si el marcador no le favorece pronto, y su carácter depende mucho de momentos puntuales de inspiración.
El historial entre ambos juega en favor de los fronterizos: más victorias, más empates, pocas derrotas. San Luis ha ganado escasas veces contra Tijuana, tanto de local como visitante, y eso pesa no sólo en la estadística, sino en la mente. Saber que enfrente hay un rival que te ha dominado más veces de las que quisieras recordar añade presión extra, obliga a estar mejor preparado, más concentrado y sin margen para regalar minutos.
La noticia que sacude el ambiente es el regreso de Vitinho al Alfonso Lastras. El brasileño, que dejó huella en San Luis por su desparpajo y verticalidad, vuelve ahora vestido de visitante. Su sola presencia añade una dosis de morbo, la afición potosina lo recuerda como una chispa capaz de encender partidos en segundos, y este domingo podría ser precisamente la amenaza que complique al equipo que alguna vez lo arropó. Su regreso no es un detalle menor, es un recordatorio de lo que San Luis tuvo y dejó ir.
Y la urgencia se siente en la grada, los aficionados ya no apuestan por promesas, quieren resultados. Si San Luis no se aferra a la localía, no sale con intensidad y no demuestra identidad desde el primer minuto, este partido puede volverse otro de esos en los que la ilusión apareció en la previa, pero el gol nunca llegó, o llegó demasiado tarde.
Este domingo no sólo se juega un partido, también se reencuentran viejos fantasmas. Si San Luis logra que la vuelta de Vitinho sea anécdota y no sentencia, tendrá mucho ganado. Pero si se deja arrastrar por la nostalgia y la fragilidad que lo persigue, Tijuana podría salir de nuevo airoso del Lastras. La diferencia entre fiesta y tormenta se definirá en noventa minutos.
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#4 Tiempos
De conformidad con Armani | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Le debo mucho a personas de las que ni siquiera recuerdo el nombre. Hace quince, quizá veinte años, leí un artículo sobre Giorgio Armani en una revista de la que no retengo ni el título ni el autor. Lo único que llevo clavado en el pecho es el párrafo inicial que aún conservo como recorte y que cada tanto acude a mi memoria por dejarme una lección sencilla e invaluable: la de resistir.
El texto decía:
Cuarenta y tantos años y te va… «bien». Ese sentimiento es tan común para muchos hombres. Es una sensación que les da escalofríos en el alma cuando se ven al espejo, porque es el momento en que se dan cuenta de que deben guardar en un cajón sus antiguas ambiciones juveniles. Es la hora de conformarse con lo que se tiene.
Pero Armani decidió que no se conformaría. En julio de 1975…
Es lo único que tengo de aquel artículo, y ha sido suficiente. Ahí estaba lo esencial: no renunciar a los ideales. El autor evocaba el carácter de Armani, esa estrella tardía que rozaba los cuarenta mientras seguía a la sombra; trazando para Cerruti, elogiado a medias, con algunos cumplidos y atenciones, aunque bajo el nombre de otro. Condenado al taller ajeno y volver vacío a casa.
Muchos habrían sido felices con lo que Armani tenía por entonces. No estaba nada mal. Una profesión estable, buena paga, un lugar en la industria, sin riesgos, cierta tranquilidad. Sé feliz con tu trabajo. Si se lo proponía, podría llevar una vida manejable, moderadamente satisfactoria.
Pero para los espíritus de primera línea la conformidad es intolerable. Armani sabía que dentro de sí había algo más, y se decidió a buscarlo. Tuvo la fortuna de un fino soporte: su querido Sergio Galeotti. Los primeros pasos de un visionario precisan de alguna confirmación, un guiño que eche para adelante en tiempos de flaqueza. Galeotti representó eso para él.
Al cabo de un tiempo, ese hombre que parecía llegar tarde acabó por adelantarse a todos. Armani se convirtió en el diseñador italiano más famoso de su época, un emblema del estilo europeo. También un magnate y un símbolo. Su apellido se volvió sinónimo de calidad y seducción.
Mucho aprendí de aquel ejemplo. Un volantazo siempre es posible, incluso cuando el calendario insiste en dictar lo contrario, por mucho que las circunstancias se empeñen a adjudicar espacio en un rincón. He vuelto a esas líneas en mis horas de duda para recordarme que no hay límite de edad para dar la batalla, y que nadie la dará por nosotros. Después he encontrado historias semejantes, de hombres y mujeres que, en sus cuarenta, cincuenta, setenta o más allá decidieron no resignarse y se levantaron de la mesa para reclamar lo que aún podían ser, imponiéndose ante un pa norama sin emoción.
De Armani supe más tarde otras cosas. Cada que me adentraba venía mayor fascinación. Trazó para mí un ideal: ir arreglado y rodeado de bellas mujeres. Morir entonces con lentitud, con la gracia de una hoja que cae en una danza admirable. Su apego a la limpieza, heredado de su madre (desde niño tuvo un paño entre las manos para borrar lo que está mal con el mundo); su capacidad de desprenderse de lo que sobra, de lo chillón, de lo que hace ruido. «Hay que descartar todo lo demasiado llamativo», repetía, «y buscar algo más sutil, más silencioso». Así eran sus trajes, bondadosos en su ligereza, como una segunda piel que no aplastaba a quien la vestía. Supo que la comodidad era una expresión de la libertad. Las tres camisas que llevaba en la maleta.
El tono de su piel recordaba a la pulpa de una naranja madura recién abierta, un resplandor cítrico rodeado siempre de gente guapa, como si la belleza tuviera que escoltarlo. Acqua di Giò fue el primer perfume que convirtió en universal lo exclusivo. Alberto Morillas atrapó en un frasco la luz de un mediodía frente al mar, y Armani supo reducirlo en una frase: lo más importante es ser normal.
Él y sus modelos eran un brillo en medio de la decadencia de la civilización, un lujo popular que los pasajeros de un autobús vislumbraban al pasar frente a un anuncio o al mirar una película de Richard Gere. Supo ser el verano en una piscina, un yate cargado de aceitunas y también un rascacielos con pisos de mármol. Como revés a un verso de aquel poema español del siglo XV «Edechas a la muerte de Guillén Peraza», con Armani no se veían pesares, sino placeres.
Los maniquíes sueñan con portar piezas de Armani y ser acomodados por él en un escaparate, con la calma de un pintor impresionista. Diseños que juegan con los ojos, el anhelado capricho de llevar sus telas, que al final él resumía en su atuendo ligero, camiseta, pantalón, chaqueta, el peinado echado para atrás y esa sonrisa simétrica, flecha del estilo que entra por las fosas nasales. Gracias sus propuestas más de uno se animó a ser un yuppie es vez de caer en las sucias garras del jipismo.
En el delirio de mis comparaciones, pensaba en cierto diseñador estadounidense de cara atomizada como una extensión de Burger King, ahí donde Armani era una vuelta al Mediterráneo. Como Giorgio, desprecio a la gente que se aprovecha de la ingenuidad de la gente para alcanzar el éxito o, en última instancia, llegar al poder.
El mundo bien pueda dividirse en conformistas e inconformes. Los primeros se abandonan al asiento torcido de la rutina en cuanto les parece tolerable (y no les va tan mal); los segundos viven con el aguijón de no estar nunca en su sitio, y por eso se levantan y vuelven a intentarlo en su despecho. No siempre logran lo que persiguen, pero su combate en sí mismo ya es una inspiración. Giorgio Armani contaba que el mayor legado de sus padres fue un «sentido de dignidad», junto con la tenacidad y fortaleza mental suficiente para resistir en los momentos difíciles. Ropajes aparte, la historia de aquel hombre que, cumplidos los cuarenta, se lanzó a por todas, constituye un regalo de buen moño para quienes aún creemos que nunca es tarde para empezar de nuevo.
Contacto
Correo: yomiss@gmail.com
Twitter: @Bigmaud
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