#Si Sostenido
Peyote | Columna de G. Carregha
Criticaciones
SINÓPSIS: Un hombre hundido en la depresión y las drogas se aprovecha de la inocencia de un alumno de preparatoria para convencerlo de ir en busca de peyote con la intención de abusar sexualmente de él en este bello video promocional turístico de Real de Catorce.
Cada que se acerca algún fin de semestre, la fachada externa de Zona Universitaria se tapiza con carteles realizados por los estudiantes de diseño gráfico ahí esclavizados. La idea, supuestamente, es presumir con este desfile de vectores genéricos el nivel que tienen los aspirantes a profesionales del Photoshop durante sus años formativos dentro de la “máxima casa de estudios del estado”. Para no ahogarse en los problemas inherentes del libre albedrío, el enemigo natural de la autonomía universitaria, y poder presentar los resultados de manera ordenada, lo más común es que se le dé al alumnado un tema en el cual basarse para hacer su obra. En pos de representar la creatividad local, cada año repiten el mismo tema “para ti, ¿cuál es la identidad gráfica de San Luis?” o “en tres vectores, ¿cómo ves tú a San Luis Potosí?” Como resultado, más de tres cuartos de estas imágenes termina representando o un peyote o la caja del agua. Los más osados, a pedido expreso de sus maestros, mezclan ambas iconografías para crear algo, increíblemente, todavía más cliché.
Desafortunadamente, este no es un lugar común exclusivo de las recomendaciones docentes, sino algo que permea en lo más profundo de la sociedad local avocada a la cultura. Tanto así que, en la vida de cualquier artista que se tenga tan poco respeto hacia sí mismo como para mantenerse residiendo en la ciudad de San Luis Potosí, siempre llegará un momento en el que, por alguna u otra razón, será menester crear una pieza que haga alusión a la ciudad que los reta a mantenerse con vida. Invariablemente, como si la idea fuera el resultado de un programa ejecutable incrustado en sus mentes desde la adolescencia, más de uno se decantará por basar su obra en la imagen del peyote. Puntos extra si éste viene cubierto o acompañado de patrones huicholes.
A estas alturas de la vida, la sola presencia focal de este símbolo es la manera más sencilla de saber que el artista en cuestión ya no tiene –o en su defecto, nunca tuvo– nada que decir. Es la ordinariez a la que arriban los creadores de contenido para gritar a todo volumen: “lo único que creo que representa a esta ciudad es la droga que los junkies les roban a los huicholes para tener un tema de conversación en las fiestas”. Y, aunque es completamente cierto que, como ciudad, lo único que tenemos para ofrecerle al mundo exterior, además de dicha planta alucinógena, es mano de obra barata para las fábricas transnacionales, siempre existe la posibilidad de evitar lugares comunes en el quehacer diario del arte. Más es difícil no tomar la salida fácil al momento de crear sólo por crear.
Con todo esto fresco en nuestra mente, es hora de hablar de la ópera prima de Omar Flores Sarabia, Peyote.
He sabido sobre la existencia de esta película durante años, años que han parecido eternidades sumándose la una con la otra hasta causar la completa devastación de mi psique espacio-temporal. Desde 2012, por alguna u otra razón, ciertas personas clave de mi vida lograban insertar ya fuera al autor de la película o su título en conversaciones que, véase como se les viera, no tenían relación alguna con esos temas. Aunque, habiéndola visto finalmente, es muy posible que más de la mitad de estas interjecciones de diálogo estuvieran refiriéndose a la planta y no al filme. En retrospectiva, eso haría que frases como “Experimentar Peyote me cambió la vida” finalmente tengan sentido.
De cualquier manera, ya fuera porque tengo una tendencia inusual por rodearme de gente que honestamente sigue creyendo que consumir alucinógenos es un rasgo válido de personalidad, la película era un constante latente en mi vida. Escuchaba sobre ella cuando me sometí a la penosa necesidad de regresar al alma mater que me escupió de vuelta al mundo real con menos conocimiento en mi cabeza que con el que entré. Ya fueran menciones honoríficas hechas por asesores de tesis enorgulleciéndose del primer director de cine real que egresaba de sus clases, ya fueran comentarios admirativos soltados al azar dichos por jóvenes que aún no atravesaban la edad en la que sabes que jamás serás alguien en esta vida, las palabras Peyote y Omar Flores Sarabia no dejaban de repicar en mis oídos. Difícil no sentir curiosidad alguna cuando una leyenda a voces sordas se mantiene viva por más de medio lustro.
Sin embargo, muy a pesar de cuánto decidiera esforzarme en conseguir visionarla, nunca pensé que Peyote lograría abandonar el cliché de película independiente mexicana al que se unió desde su concepción – es decir, una película que jamás se estrenaría de manera comercial, cuya distribución en DVD se reduciría a “solo está disponible si conoces al director y él quiere quemar su DVD para darte una copia”, una película que la cineteca mencionaría como un “y además existe esta cosa”, que jamás nadie se atrevería a subir a plataforma alguna de streaming que no fuera “el canal de YouTube del autor.” Sería, como la mayoría de los productos financiados por FIDECINE, una película que existía solo para ser citada en algún trabajo de investigación donde se habla de la producción local, una nota al pie de página en la exposición artística de la vida de su creador.
Pero entonces nos llegó la pandemia – la época en que la ansiedad y el tiempo libre sobraban. E IMCINE vio cómo la gente se veía obligada a pasar más horas de lo normal frente a su computadora, así que tuvo una idea: “¿Por qué no liberamos todas esas películas que tenemos enlatadas en el sótano, esas que ni siquiera nosotros queremos ver, para que las puedan ver gratis los mexicanos y tengamos más tráfico en la página?” Fue así como, perdida entre opciones como Atlético San Pancho, Ocean Blues y Revista De La Universidad, arrojaron sobre nosotros Peyote. No hubo pompa, no hubo platillo, ni anuncio, ni marketing. Sólo un sitio web actualizado que un día no la ofrecía y otro sí.
Después de tanto buscarla en segundo plano, Peyote estaba ahí, frente a mí, en la página principal de Filminlatino. Era como si alguien, en alguna parte del multiverso finalmente hubiera cedido a mi búsqueda y dijera, “mira, ten, aquí está esa película de la que tanto has oído hablar, vela de una vez para que sepas si la anticipación de tantos años ha sido bien infundada”.
Cuando le puse play a la película recordé el fanatismo que empezó a permear incluso en el apartado académico de mi universidad cuando apenas fue del conocimiento popular que la película se estaba fraguando. En cualquier clase, sin importar el tópico que nos competía, los docentes en turno siempre encontraban una manera de colar las palabras “Omar”, “Flores” y “Sarabia” dentro de su cátedra. Y, cada vez, se iluminaban los ojos del maestro de cuya boca hubiera salido ese nombre, como si acabaran de lanzarnos una bendición. Invariablemente miraban hacia el horizonte al paladear las palabras, sus caras a punto de colapsarse en un torrente de lágrimas cargadas con un orgullo inimaginable, como si la existencia de Omar validara su existencia como catedráticos de una universidad que lleva años produciendo más comunicólogos mediocres de los que el mundo puede soportar.
“Disculpe la interrupción, maestra”, dije un día tras dos meses de continuar en el epicentro de esta rutina autoimpuesta por el orgullo autónomo que era incapaz de resolver mis dudas por sí sola, “pero ¿qué tiene que ver ese tal Omar con el tema de la Agenda Setting?”
“¡Flores Sarabia es el director de cine que lleva en alto el emblema de esta escuela en su corazón y se lo muestra al mundo! ¡Su existencia es la celebración de 25 años que esta universidad siempre supo merecía!”
“Bueno… Eso responde el cincuenta por ciento de mi duda, por lo que, en reciprocidad numérica, le doy las gra.”
A quien no quiero darle ni siquiera las gra es a la experiencia que me dio Peyote, porque a lo largo de sus setenta minutos de duración que se sienten como el doble, la película se tomó la molestia de no decirme nada. Por lo que vi durante mi sesión de visionado, creo que intenta presentar una colección de imágenes de carácter tan bonito como vacío que, supuestamente, cuentan una emotiva historia de amor fugaz que debe calentarnos el corazón hasta que hagamos “awwwww” en el final. Pero, claro, eso sólo sucederá si la audiencia es de la opinión que la de 17 Años de Los Ángeles Azules es una tiernísima carta de amor bailable.
El problema principal de Peyote es el mismo que sobreviene a todos los narradores audiovisuales entre los 18 y 23 años. Si no lo somos nosotros secretamente, entonces todos, en algún momento de la vida, hemos conocido a algún cinéfilo empedernido y mamador, aquel ser que se desvive tirándole alabanzas a la filmografía de Ingmar Bergman o algún otro nombre escandinavo impronunciable a pesar de que no esté muy seguro de qué intentaba decir a través de sus películas. Sin embargo, sabe que se ven bonitas, por lo tanto, asume, el secreto del buen cine es crear imágenes hermosas – si transmiten algo o no, es secundario, si están bien editadas o cuentan una historia, son extras. Lo importante es crear imágenes bonitas y punto.
Así es como obtenemos películas en donde, por poner algún ejemplo, nos vemos sometidos a ver cuatro minutos de un adolescente semidesnudo replicando una pelea de Dragon Ball Z con verduras. O donde la relación amorosa comienza cuando un sujeto en aparente estado de drogadicción obliga a un adolescente que lo videograba a invitarle tacos para comenzar a seducirle. Así obtenemos una película entera donde uno de los protagonistas se ríe de manera autómata e inhumana porque el director no sabe cómo funcionan las relaciones humanas ni sabe gritar “corte” a tiempo. Películas así, donde escenas de personas incapaces de actuar como personas son intercaladas con metáforas obvias de protagonistas atravesando túneles literales cuando se lanzan al abismo del siguiente punto de la trama. Algunos las llaman óperas primas con un lenguaje cinematográfico hermoso, otros les decimos “agarré la cámara para practicar y salió esto” –sentimiento reflejado a la perfección en la secuencia final de la película: un segmento de montaje de escenas grabadas en cámara de video que, a juzgar por la música, deberían evocarme una sonrisa o, al menos, hacer que mi corazón se sonroje.
Lo único que logra es recordarme qué tan malgastado fue el tiempo de mi vida que le regalé a la película. Lo supe desde el primer corte malogrado, desde la primera vez que se rompió la regla de 180°, y lo confirmé cuando intentaron hacer que los Froot Loops azules fueran un símbolo de la inocencia perdida.
Peyote puede resumirse como la versión fílmica del “legalicen a las de 16” de los onvres, pero en homosexual. Y, de alguna forma, debemos de pensar que este sentimiento en audiovisual es algo súper bonito y súper progresivo. ¿Viva el estupro? ¿Qué bonito es aprovecharte de los de prepa cuando son vírgenes? ¿Acosar sexualmente a alguien y hacerle creer que es su decisión está bien si lo haces por depresión? A decir verdad, no estoy muy seguro cuál es el mensaje con el que Omar intenta puntuar su primer largometraje, pero ninguna me parece respetable.
“Después de siete años, ya con la sabiduría de haber vivido más años, honestamente, ¿qué te parece Peyote?”
“Tibia. Un ejercicio a medias”.
Se puede decir, entonces, que es un producto digno de la universidad autónoma que intentó formar a Omar en lo que a lenguaje audiovisual respecta.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
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#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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#4 Tiempos
Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam
VOLUTA
Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.
Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?
No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.
Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?
Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?
Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?
Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole. Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.
Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:
Estimado antrop. León García Lam
Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo.
Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.
El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.
¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?
Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.
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