#4 Tiempos
Manto de Gemas: una película que se siente más de lo que se entiende | Columna de Guille Carregha

Criticaciones
Manto De Gemas es una película que me dejó confundido, intrigado y un poco frustrado. No recuerdo haber tenido tanto problema para decidir si una película me había gustado o no en un buen tiempo. Todo el contenido de esta película parece representar precisamente lo contrario a lo que he aprendido sobre cómo debería ser una experiencia cinematográfica. Es como si estuviera diseñada para desafiarte, para que te quedes rascándote la cabeza en lugar de disfrutarla; existe para desafiar a la audiencia más que decir algo en específico o entretener a alguien. Es una película que simplemente existe por el hecho de existir, pero eso no necesariamente está mal.
Tampoco es que eso necesariamente este bien.
Esta es una película de drama mexicana producida después de 2012. Esto quiere decir que, OBVIAMENTE es una película acerca del narcotráfico y cómo afecta la vida de la gente en el país. ¿Existe otro tema en el cine mexicano? ¿Tenemos algo más de qué hablar?
Supuestamente, la película sigue a tres personajes principales, tres mujeres que se ven inmiscuidas en un caso de desaparición forzada y cómo tratan de lidiar, a su manera y con sus posibilidades, con la violencia del día a día que las alcanzó. Suena como algo relativamente prometedor, aún con todas las tonalidades de tristeza y desesperación cocinadas en el mero centro de la idea misma. Y, pues, digamos que lo intenta.
Lo primero que hay que decir es que nunca había visto algo como esto. Quizá allá afuera hay cientos de películas que usan un estilo similar, pero yo no las conozco, así que mis respetos a la producción por entregarnos una experiencia audiovisual única. Es una de esas cintas que no ves para entender o disfrutar, sino para sentir. Es una película que se sufre más que se disfruta, que te obliga a cuestionarte todo lo que está pasando frente a ti mientras intentas, sin éxito, descifrar el mensaje.
En lugar de contarte una historia, Manto De Gemas es más como un collage de momentos que apenas se conectan entre sí para transmitir una sensación. No es un ejercicio de narrativa, es un experimento cinematográfico. Todo lo que se muestra está escondido tras varias capas de contexto que necesitas haber vivido para captar. Aquí no se explica nada, todo se insinúa. Las ideas nunca se desarrollan del todo; más bien son casi dos horas de “desenlaces” que solo entiendes si has crecido escuchando historias de violencia en México. Si no tienes ese bagaje, muchas cosas te parecerán desconectadas o incluso sin sentido.
La mayoría de las secuencias, si no es que todas, se graban desde puntos ajenos a las conversaciones, enfocándose en elementos mundanos en vez de en las personas que los viven. Son pocos los momentos en los que se siente como una película pensada para ser estrenada en salas de cines. En casi todo momento sientes que estás viendo una película que está siendo proyectada en las paredes de un cuarto oscuro en algún museo de arte contemporáneo.
Si escuchamos a una madre hablar de cómo siente que su hija se está distanciando, no vemos sus expresiones, vemos cómo batallan sus manos para servir ensalada en sus platos. Cuando están cuestionando a una mujer por su posible participación en un secuestro, la querella está en tercer plano, con el sonido casi muteado, para enfocarnos en cómo unos niños están consumiendo hongos alucinógenos. Es casi como si todo lo interesante, lo relacionado a la supuesta trama de esta cinta, estuviera escondida en los ruidos de fondo a los que ni siquiera los subtítulos les ponen atención. Y eso es, como dije, algo que nunca había visto antes.
Esa es la magia y, a la vez, la principal ruina de esta película. Nada se resuelve, nada concluye. Empiezas en medio de algo y, después de dos horas, terminas en otro punto que también se siente como otro punto medio de la misma situación. Los personajes empiezan sufriendo y terminan sufriendo peor.
Lo que termina descosiendo a la película desde el interior, en mi opinión, es que no tiene una narrativa cohesionada. Aunque logra transmitirte desesperanza, lo hace más porque te preguntas: “¿Y si esto me pasara a mí?” en lugar de sentir empatía por los personajes. En términos sencillos, alejándonos de la propuesta artística y enfocándonos en los elementos puros de la película: durante los primeros minutos no pasa casi nada. Es apenas en los últimos quince minutos en donde la película recuerda que estaba queriendo decir algo y atiborra las escenas restantes de toda la acción que nadie supo acomodar en el resto de la cinta. En cuestión de un corte de escena a otro pasamos de metáforas audiovisuales medio densas a balazos, persecuciones, asesinatos y familias destrozadas.
Y todo esto estaría muy bien si fuera creíble. No solo hablo del aspecto estructural, sino del nivel de la actuación. Se nota que la mayoría del elenco no son actores. Supongo que la intención era darle un aire naturalista, pero hay escenas que se sienten tan amateurs que parece que estás viendo a un niño de dieciséis años estrenando su nueva cámara al pedirle a su familia que recite diálogos bien rebuscados en una posada. Ok, entiendo que fue una decisión creativa, y ha habido y habrá películas donde funcione de maravilla, pero no deja de ser una distracción en esta en particular.
Aún así, con todo lo bueno y cuestionable que puede ofrecernos la película, hay un solo elemento que me pareció terrible. Uno de los personajes “principales”, aquella que parece que es la verdadera protagonista de la cinta por la cantidad inhumana de minutos que aparece en pantalla en comparación con las otras dos, es un ser tan irrelevante, tan falto de carisma y personalidad, que no entiendo por qué se le dio tanta importancia. Y esto es completamente culpa del guión (o la falta de uno), y nada tiene que ver con la actuación de la actriz que encarna a este papel tapiz con forma humana.
En un escenario relativamente rural, donde seguimos a personas que claramente son parte de la comunidad y conocen perfectamente qué pasa ahí y cómo funcionan las cosas, Manto De Gemas nos obliga a seguir la “historia” de una mujer rica que se mete a la fuerza en la trama. Si soy honesto, nunca entendí por qué demonios deberíamos preocuparnos por ella. Es otra víctima de la violencia —eso está claro—, pero parece que anda buscando problemas porque sí, y luego se espera que sintamos lástima por ella.
No me malinterpreten, lo que le pasa es terrible y nadie debería vivirlo, pero su forma de actuar es tan torpe, tan fuera de lugar, que no pude conectar con ella. Intenta ser una especie de heroína, pero sin ayuda, sin plan, y con la pura idea de que su privilegio blanco la protegerá porque pues sí. Eso me resultó irritante, porque en lugar de agregar algo valioso a la historia, solo sirve como un saco de golpes para que el público se sienta mal.
Las otras dos mujeres tienen historias un poco más interesantes porque lo que hacen está dictado por circunstancias que no pueden controlar. Pero el arco de la mujer rica es, básicamente, darse cuenta de que ser blanca no te salva de la violencia. Ok, es una lección válida, pero ¿de verdad valía la pena arriesgar la vida para aprender algo tan básico? Y la cantidad de tiempo que pasamos siguiéndola es tanto que casi parece que la historia se cuenta desde su punto de vista.
Si su parte de la película hubiera estado mejor escrita, la película habría sido mucho más impactante. En su lugar, parece una más de las películas sobre cómo las familias ricas sufren a manos del mundo todo pedorro y horrible de los pobres, como si la pobreza fuera una elección malvada que arruinó su mundo perfecto. O sea, básicamente, Manto De Gemas sería OTRA película dramática mexicana sobre narcotráfico vista desde la mirada whitexican que tanto permea a la media de nuestro país.
Y México ya tiene suficiente de esas historias.
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#4 Tiempos
Elogio de la literatura | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
¡Qué tristes son los personajes de Iván Bunin (1870-1953), qué tristes casi todos sus cuentos! Hay en ellos un no sé qué, una nostalgia que embelesa al lector desde el momento en que toma el libro y que no lo abandona sino muchos días después de que lo deja.
Acabo de leer, precisamente hoy, la pequeña antología de sus relatos breves que publicó en 1924 la vieja editorial Calpe y cierro el libro con un suspiro que no sé si será de pena o de dolor. El escritor ruso lo sabe; por lo menos él no se engaña: la vida del hombre está llena de desamparo, de abandono, de tristeza.
El personaje de uno de estos relatos, al ver llegar a su casa a un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo –desde el tiempo en que combatieron juntos en la guerra de Crimea- lo saluda con los brazos extendidos, avanza hacia él y le dice lleno de júbilo: «¡Kovalev! ¿Estás vivo?». ¡Dios mío, qué pregunta! Así nos deberíamos saludar todos, pues la verdad es que nadie sabe si mañana aún estará aquí. A nuestro saludo habitual habría que agregarle una coma para que suene más sincero; no preguntar: «¿Cómo estás?», sino: «¿Cómo, estás?».
Entonces los amigos se abrazan, se besan según la usanza rusa y encienden el samovar mientras afuera, en la estepa, los elementos se enfurecen y la nieve cae sepultándolo todo. «Yakov Petrovich estaba de muy buen humor; pero en el fondo de su alma había nostalgia. Al día siguiente era Navidad…, y él estaba solo. ¡Gracias a Dios que Kovalev no lo había olvidado!». En realidad, Kovalev era el único que no había olvidado a este pobre viejo, pues todos a su alrededor o habían muerto o simplemente habían desaparecido de su vida sin dejar rastro.
¡De cuántas desapariciones puede ser testigo un hombre en el curso de una vida! Sí: envejecer es haber asistido a muchas muertes. «Todo ha pasado y ha desaparecido –dice Yakov Petrovich al amigo recién llegado, al único amigo que le queda-. ¡Cuántos parientes y compañeros tuve! ¡Todos están ahora bajo tierra!».
Sin que él se diera cuenta, el tiempo había pasado. ¿A qué hora crecieron los demás, en qué momento fueron haciéndose mayores y tomando cada uno su propio camino? ¡Huyeron como de puntillas, sin decir adiós! Y ahora, si no fuera por este viejo amigo que aún se acordaba él, Yakov Petrovich tendría que pasar las fiestas de Navidad como había pasado casi todas las horas de su ya larga existencia: solo.
En otro relato del mismo volumen un caballero se encontró por el camino a un anciano que comía en silencio y sin más compañía que los árboles y las piedras. Le preguntó:
«-¿Y tu mujer?
»-Hace seis años que murió –dijo el anciano.
»-¿Y tus hijos?
»-Tuve seis.
»-¿Viven?
»-No; todo han muerto.
»Y de nuevo calló –cuenta el hombre del caballo-, masticando con cuidado la patata. Mientras él estaba sentado y con los ojos bajos, yo examinaba su cara y pensaba: “¡Nunca conseguiré penetrar el misterio de su taciturna tristeza!”».
(Apenas termino de leer esta frase, me pongo de pie y busco entre mis libros la Antología del cuento triste que publicaron hace ya muchos años Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs; sólo quería comprobar una cosa: que hubiera en el libro por lo menos un cuento de Iván Bunin. Me digo a mí mismo mientras reviso el volumen: «Si no hay aquí, entre estas 600 páginas, un solo relato de este autor, pensaré que la selección ha sido hecha a la ligera ». Pero no. Ahí estaba, en efecto, el nombre de Iván Bunin; los recopiladores habían elegido uno de sus cuentos más famosos: El caballero de San Francisco. ¡Menos mal!).
En otro de sus relatos aparece un tal Basilio Chkut, y de él dice nuestro autor lo que sigue: «Era alto, ancho de hombros y encorvado. Toda su figura muestra aún el vigor de la estepa. ¡Pero qué triste está su cara! Ya está cerca de la tumba, pero jamás escuchará una palabra cariñosa».
¡Dios mío –pensé al cerrar el libro-, cuánta gente se va de este mundo sin haber escuchado jamás una palabra de afecto! Nunca hubo para ellos una sonrisa, una palmada en el hombro, una declaración de amor. Nada. ¿Qué hacen los que se mueven a su alrededor que parecen estar mudos? ¡Apenas si reparan en ellos! Y me pregunto: «¿He dicho a los que me son queridos cuánto importan para mí? ¿Se lo he dicho, o me he limitado a dejarles la tarea de que ellos por sí mismos lo adivinen?».
Antes de apagar la luz de mi cuarto –ya es noche cerrada, como siempre: no tengo otra hora para leer- pongo sobre el buró el libro de Iván Bunin y le acaricio las tapas en señal de gratitud. No fue, la de esta madrugada, una lectura infructuosa. Me recordó que cerca, muy cerca de mí, hay gente que aunque no me diga nunca nada, espera que abra la boca y les diga una palabra que les alegre el corazón. ¿Por qué nunca le he dicho a esta gente cuánto la quiero? ¡Sería demasiado injusto que se marcharan de este mundo sin que lo supieran de mi propia boca!
Y, finalmente, mientras apago la luz, sonrío satisfecho. Hoy la literatura me ha enseñado algo: que las gentes sufren porque están solas y que el tiempo pasa. Pero, ¿es que no lo sabía? Sí, lo sabía, pero aún no se me había ocurrido tomar las medidas pertinentes al caso.
¿Que no sirve de nada la literatura? ¿Que no sirve de nada? Vuelvo a sonreír, pensado en lo equivocados que están lo que esto dicen, cierro los ojos y me quedo dormido. ¡Ah, si no fuera por la literatura, qué poco sabríamos de nosotros mismos!
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#4 Tiempos
Fantasmas y oportunidad | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Este domingo San Luis abre el Alfonso Lastras frente a Tijuana, y no es un choque cualquiera, para los potosinos es una prueba de carácter, de identidad, de si realmente están vivos en este torneo o sólo repitiendo errores bajo otro sol. Para Tijuana, la visita es de las incómodas, estos partidos lejos de casa suelen desnudar sus fisuras, y enfrente estará un equipo que ya aprendió a morder cuando tiene que hacerlo.
San Luis llega golpeado por la irregularidad. Ha ganado partidos fuera de casa, pero también ha perdido otros en los que se dejó intimidar por rivales que no parecían tener mucho; juegos en los que el pulso se va, la concentración se diluye y los goles encajados parecen inevitables. Esa vulnerabilidad ha sido la constante, una defensa que tiembla, un mediocampo que se pierde cuando faltan ideas y delanteros que dependen demasiado de la inspiración aislada o del error ajeno.
Tijuana, por su parte, no es un paseo. Ha mostrado destellos de buen fútbol, ha sumado resultados decentes, pero también ha dejado ver que le cuesta imponerse fuera de casa cuando el rival presiona alto o lo obliga a construir desde atrás. Su equilibrio se tambalea si el marcador no le favorece pronto, y su carácter depende mucho de momentos puntuales de inspiración.
El historial entre ambos juega en favor de los fronterizos: más victorias, más empates, pocas derrotas. San Luis ha ganado escasas veces contra Tijuana, tanto de local como visitante, y eso pesa no sólo en la estadística, sino en la mente. Saber que enfrente hay un rival que te ha dominado más veces de las que quisieras recordar añade presión extra, obliga a estar mejor preparado, más concentrado y sin margen para regalar minutos.
La noticia que sacude el ambiente es el regreso de Vitinho al Alfonso Lastras. El brasileño, que dejó huella en San Luis por su desparpajo y verticalidad, vuelve ahora vestido de visitante. Su sola presencia añade una dosis de morbo, la afición potosina lo recuerda como una chispa capaz de encender partidos en segundos, y este domingo podría ser precisamente la amenaza que complique al equipo que alguna vez lo arropó. Su regreso no es un detalle menor, es un recordatorio de lo que San Luis tuvo y dejó ir.
Y la urgencia se siente en la grada, los aficionados ya no apuestan por promesas, quieren resultados. Si San Luis no se aferra a la localía, no sale con intensidad y no demuestra identidad desde el primer minuto, este partido puede volverse otro de esos en los que la ilusión apareció en la previa, pero el gol nunca llegó, o llegó demasiado tarde.
Este domingo no sólo se juega un partido, también se reencuentran viejos fantasmas. Si San Luis logra que la vuelta de Vitinho sea anécdota y no sentencia, tendrá mucho ganado. Pero si se deja arrastrar por la nostalgia y la fragilidad que lo persigue, Tijuana podría salir de nuevo airoso del Lastras. La diferencia entre fiesta y tormenta se definirá en noventa minutos.
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#4 Tiempos
De conformidad con Armani | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Le debo mucho a personas de las que ni siquiera recuerdo el nombre. Hace quince, quizá veinte años, leí un artículo sobre Giorgio Armani en una revista de la que no retengo ni el título ni el autor. Lo único que llevo clavado en el pecho es el párrafo inicial que aún conservo como recorte y que cada tanto acude a mi memoria por dejarme una lección sencilla e invaluable: la de resistir.
El texto decía:
Cuarenta y tantos años y te va… «bien». Ese sentimiento es tan común para muchos hombres. Es una sensación que les da escalofríos en el alma cuando se ven al espejo, porque es el momento en que se dan cuenta de que deben guardar en un cajón sus antiguas ambiciones juveniles. Es la hora de conformarse con lo que se tiene.
Pero Armani decidió que no se conformaría. En julio de 1975…
Es lo único que tengo de aquel artículo, y ha sido suficiente. Ahí estaba lo esencial: no renunciar a los ideales. El autor evocaba el carácter de Armani, esa estrella tardía que rozaba los cuarenta mientras seguía a la sombra; trazando para Cerruti, elogiado a medias, con algunos cumplidos y atenciones, aunque bajo el nombre de otro. Condenado al taller ajeno y volver vacío a casa.
Muchos habrían sido felices con lo que Armani tenía por entonces. No estaba nada mal. Una profesión estable, buena paga, un lugar en la industria, sin riesgos, cierta tranquilidad. Sé feliz con tu trabajo. Si se lo proponía, podría llevar una vida manejable, moderadamente satisfactoria.
Pero para los espíritus de primera línea la conformidad es intolerable. Armani sabía que dentro de sí había algo más, y se decidió a buscarlo. Tuvo la fortuna de un fino soporte: su querido Sergio Galeotti. Los primeros pasos de un visionario precisan de alguna confirmación, un guiño que eche para adelante en tiempos de flaqueza. Galeotti representó eso para él.
Al cabo de un tiempo, ese hombre que parecía llegar tarde acabó por adelantarse a todos. Armani se convirtió en el diseñador italiano más famoso de su época, un emblema del estilo europeo. También un magnate y un símbolo. Su apellido se volvió sinónimo de calidad y seducción.
Mucho aprendí de aquel ejemplo. Un volantazo siempre es posible, incluso cuando el calendario insiste en dictar lo contrario, por mucho que las circunstancias se empeñen a adjudicar espacio en un rincón. He vuelto a esas líneas en mis horas de duda para recordarme que no hay límite de edad para dar la batalla, y que nadie la dará por nosotros. Después he encontrado historias semejantes, de hombres y mujeres que, en sus cuarenta, cincuenta, setenta o más allá decidieron no resignarse y se levantaron de la mesa para reclamar lo que aún podían ser, imponiéndose ante un pa norama sin emoción.
De Armani supe más tarde otras cosas. Cada que me adentraba venía mayor fascinación. Trazó para mí un ideal: ir arreglado y rodeado de bellas mujeres. Morir entonces con lentitud, con la gracia de una hoja que cae en una danza admirable. Su apego a la limpieza, heredado de su madre (desde niño tuvo un paño entre las manos para borrar lo que está mal con el mundo); su capacidad de desprenderse de lo que sobra, de lo chillón, de lo que hace ruido. «Hay que descartar todo lo demasiado llamativo», repetía, «y buscar algo más sutil, más silencioso». Así eran sus trajes, bondadosos en su ligereza, como una segunda piel que no aplastaba a quien la vestía. Supo que la comodidad era una expresión de la libertad. Las tres camisas que llevaba en la maleta.
El tono de su piel recordaba a la pulpa de una naranja madura recién abierta, un resplandor cítrico rodeado siempre de gente guapa, como si la belleza tuviera que escoltarlo. Acqua di Giò fue el primer perfume que convirtió en universal lo exclusivo. Alberto Morillas atrapó en un frasco la luz de un mediodía frente al mar, y Armani supo reducirlo en una frase: lo más importante es ser normal.
Él y sus modelos eran un brillo en medio de la decadencia de la civilización, un lujo popular que los pasajeros de un autobús vislumbraban al pasar frente a un anuncio o al mirar una película de Richard Gere. Supo ser el verano en una piscina, un yate cargado de aceitunas y también un rascacielos con pisos de mármol. Como revés a un verso de aquel poema español del siglo XV «Edechas a la muerte de Guillén Peraza», con Armani no se veían pesares, sino placeres.
Los maniquíes sueñan con portar piezas de Armani y ser acomodados por él en un escaparate, con la calma de un pintor impresionista. Diseños que juegan con los ojos, el anhelado capricho de llevar sus telas, que al final él resumía en su atuendo ligero, camiseta, pantalón, chaqueta, el peinado echado para atrás y esa sonrisa simétrica, flecha del estilo que entra por las fosas nasales. Gracias sus propuestas más de uno se animó a ser un yuppie es vez de caer en las sucias garras del jipismo.
En el delirio de mis comparaciones, pensaba en cierto diseñador estadounidense de cara atomizada como una extensión de Burger King, ahí donde Armani era una vuelta al Mediterráneo. Como Giorgio, desprecio a la gente que se aprovecha de la ingenuidad de la gente para alcanzar el éxito o, en última instancia, llegar al poder.
El mundo bien pueda dividirse en conformistas e inconformes. Los primeros se abandonan al asiento torcido de la rutina en cuanto les parece tolerable (y no les va tan mal); los segundos viven con el aguijón de no estar nunca en su sitio, y por eso se levantan y vuelven a intentarlo en su despecho. No siempre logran lo que persiguen, pero su combate en sí mismo ya es una inspiración. Giorgio Armani contaba que el mayor legado de sus padres fue un «sentido de dignidad», junto con la tenacidad y fortaleza mental suficiente para resistir en los momentos difíciles. Ropajes aparte, la historia de aquel hombre que, cumplidos los cuarenta, se lanzó a por todas, constituye un regalo de buen moño para quienes aún creemos que nunca es tarde para empezar de nuevo.
Contacto
Correo: yomiss@gmail.com
Twitter: @Bigmaud
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