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El Miniso del Centro de San Luis | Columna de Luis Moreno
HISTORIAS PARA PERROS CALLEJEROS.
Tengo cinco meses de vivir en el Centro Histórico de San Luis Potosí, a pocos pasos de las plazas de Aranzazú y San Francisco. Sin embargo, toda mi vida ha estado ligada a esta zona de la ciudad: de niño viví en la colonia San Luis, la cual conecta con el Centro mediante el puente de Avenida Universidad, por ello pasé cientos de tardes en la Alameda; ya en la adolescencia y la universidad el Centro se convirtió en un espacio casi ritual, en el que busqué mi identidad, pues fue el primer sitio que pude visitar sin supervisión adulta, acudí a tocadas de punk, fiestas de música electrónica, visitaba sus tiendas, caminé durante días por sus calles, tomé clases, forjé amistades, me perdí… Aquella época significó mi despertar para entender que hay más mundos además del propio, pero todo aquello poco tenía que ver con lo que significa vivir aquí.
Cuando llegué, Gaby, mi roomie, me advirtió que tuviera cuidado y no fuera tan confiado, pues “en el Centro vivimos puros locos”. Entendí la advertencia y desde entonces he visto mucho: peleas en la calle, jaurías de perros, rupturas amorosas, personas disfrazadas, accidentes de autos, esquizofrénicos, políticos de todo nivel, pepenadores que dejan las banquetas tapizadas de basura, vendedores de drogas, prostitutas, drag queens famosas, indígenas vulnerados, extranjeros, religiosos… todo prácticamente desde mi ventana.
Saúl Faúndez, personaje que aparece en la novela Tinta Roja de Alberto Fuget, asegura que si un día tuviera un hijo lo llevaría a vivir al centro de Santiago de Chile, cerca de una estación de policía, donde están todos los vicios, para que así nunca aspire a perderse en ellos. Estoy convencido de que así es: en los centros de todas las ciudades del mundo habita una decadencia constante y eterna, que es tan repulsiva como atractiva, pero en el centro también vive un sentido de orgullo y pertenencia asentados en su tradición, a fin de cuentas siempre será “el primer cuadro de la ciudad”.
Durante este breve, pero sustancioso, lapso de tiempo en el Centro, he tenido el presentimiento de que algo se aproxima, una fuerza contraria a la decadencia, la tradición y el orgullo, pero no había logrado ponerle nombre hasta que hace poco abrieron una nueva tienda en el Edificio I. Piña: un Miniso.
Miniso es una cadena china (disfrazada de japonesa) de tiendas que venden cosméticos, juguetes, electrónicos, papelería… a bajo costo. La perfección en el acomodo de sus anaqueles y su pulcritud militar, sorprenden en el centro, donde las casas por más que se limpien parecen nunca dejar de tener una pequeña capa de desorden y polvo. Por otro lado, es imposible creer que los productos seriados, plásticos y baratos del negocio chino, fueron creados por la misma especie que construyó los edificios y casas de cantera con bellos vitrales, adornos de metales preciosos y maderas talladas a mano con maestría, que en su día causaron tal magnetismo que nunca soltaron a Manuel José Othón y Ramón López Velarde , dos de los patriarcas de la literatura mexicana.
Si bien, la modernización del Centro de San Luis comenzó hace algunos años con la instalación de franquicias de comida rápida y librerías de cadena, el cambio ahora tomó una velocidad que solo tiene un nombre: gentrificación.
La gentrificación es el proceso de transformar (rehabilitar) un espacio urbano en decadencia con el fin de poder aumentar los alquileres y generar mayor rentabilidad económica para sus propietarios. En apariencia, esta es una situación completamente positiva, no obstante, su cara negativa está en el desplazamiento de los habitantes y negocios tradicionales, que frente a los nuevos alquileres se ven imposibilitados para sostenerse, con la consiguiente pérdida de identidad en el barrio y surgimiento de resentimiento social. ¿Qué pasará cuando Inditex abra un Zara? ¿O cuando el precio promedio de la cerveza sea de 50 pesos?
Semanas atrás, dimos en mi casa una fiesta después de la boda de unos amigos muy queridos. Ya de mañana, se escuchó cómo alguien pateaba la puerta de la entrada, junto gritos que decían algo como “yo soy el rey del Centro”. Abrimos para saber de qué se trataba, eran un par de veinteañeros que lucían de lo menos amenazantes. Al cuestionarles el porqué de patear mi puerta, uno se disculpó diciendo que habían querido estar en la fiesta, alguien se los negó y eso acabó por molestarlos; del otro trataré de parafrasear su respuesta: “tu casa, esta no es tu casa, ustedes rentan, no son de aquí, yo conozco a la dueña”. Al final se solucionó el agravio sin mayores consecuencias.
Días después del episodio, una amiga que lleva varios años en Estados Unidos visitó mi casa y quedó encantada, no paraba de hablar sobre los techos altos, el zaguán, el gran espacio, la terraza… –¿Cómo le llamas a esto? –Preguntó, le pedí que especificara a qué se refería. –Sí, cómo le llamas a esto. ¿A este nuevo estilo de vida que ustedes implementan? –No supe qué responder (supongo que en Los Angeles las cosas deben bautizarse rápidamente). Ella comenzó a decir que buscaría cerca de ahí un lugar similar para abrir una oficina de marketing, estudio de yoga, centro de capacitación para emprendedores, espacio de terapias espirituales… entonces lo comprendí: el Miniso y yo somos lo mismo.
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Ciudad
Saldo blanco en Villa de Pozos en festejos de 12 de diciembre
La coordinación entre Guardia Civil Municipal y Protección Civil garantizó actividades y celebraciones religiosas en orden
Como parte de la vigilancia implementada durante las celebraciones del 12 de diciembre, el Gobierno Municipal de Villa de Pozos, a través de la Guardia Civil Municipal y la Dirección de Protección Civil, reportó saldo blanco gracias a los operativos preventivos y de supervisión desplegados en diversas zonas de la localidad, con el objetivo de salvaguardar la integridad de la ciudadanía.
La Dirección de Policía Vial de la Guardia Civil Municipal informó que, durante los recorridos de vigilancia, únicamente se desactivaron dos bailes callejeros, uno ubicado en las calles Ciriaco Cruz y Benito Juárez y otro en la calle 32 en la colonia Prados de San Vicente Segunda Sección, acciones que se llevaron a cabo de manera ordenada y sin incidentes.
Por su parte, la Dirección de Protección Civil destacó que, gracias a la presencia permanente de los elementos en templos y zonas de alta afluencia, así como a la pronta capacidad de respuesta, las celebraciones religiosas se desarrollaron con normalidad, en un ambiente de orden y sin riesgos para las y los asistentes.
El Gobierno Municipal de Villa de Pozos resaltó que la coordinación interinstitucional fue fundamental para garantizar la seguridad durante esta fecha de gran relevancia, al permitir que habitantes y visitantes celebraran el 12 de diciembre de manera tranquila y segura, siempre comprometidos con la prevención y el bienestar de la población.
Ayuntamiento de SLP
Demanada contra el Ayuntamiento asciende a 300 mdp por caso RICH
Galindo señaló que tras el accidente, el municipio actuó de inmediato sancionando al responsable del evento e inhabilitó a los organizadores
Por: Redacción
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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