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El #MeToo en SLP; 2 (y más) testimonios exhiben a un escritor
Por María José Puente Zavala
“Fiel a mis costumbres sólo como hembras inteligentes y perspicaces, que en estos días de Internet y paliativos son irremisiblemente difíciles de encontrar…”
Alfredo Padilla| Abril de 2015
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El fragmento anterior hace parte de un texto que el escritor potosino Alfredo Padilla publicó en abril de 2015. Palabras más, palabras menos, el hombre utiliza la prosa para describir una relación (en la que el acento está puesto sobre sus cualidades superiores) con una chica a la que fantasea con matar… para comérsela.
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Pocas veces como en San Luis Potosí el #MeToo cobró un significado tan literal, pues el ímpetu del movimiento a nivel nacional y una primera denuncia con el HT #MeTooEscritoresMexicanos llevó a un puñado de chicas a atar los cabos de una historia de acosos, hostigamientos e intimidaciones en el plano real que, para algunas, incluso, comenzó hace una década con un factor común: Alfredo Padilla.
“Yo hacía mis prácticas en una revista de artes visuales de aquí de San Luis y una de mis actividades era estar en contacto con los colaboradores a través de Facebook. Entonces iba a haber un evento y tenía que estar en contacto con esta persona para cuestiones de logística.
Él me contestaba lo que tenía que contestarme, pero siempre aprovechaba para mencionar algo acerca de mi cuerpo. Primero empezó muy leve y después ya fue aumentando de tono. Primero era como como “estás muy bonita” y luego era como “me gusta alguna parte de tu cuerpo”, hasta llegar a “soñé contigo y te quiero hacer esto”.
La experiencia de Diana* ocurrió hace casi 5 años y aunque denunció la actitud del artista, sus superiores desestimaron el relato argumentando “que no, que lo conocen de años, que tiene familia, que tal vez esté confundida”.
Nada pasó.
“Métete la cruz por el coño”
Años después, mientras Adriana*, otra chica, leía un texto de su autoría en un evento cultural, el escritor la escuchaba y al término de su intervención la abordó:
“Nos presentan, teníamos amigos en común y él me dice que le gustan mucho mis textos y ese es el primer acercamiento, el primer contacto que hacemos. Me pide mi correo, incluso me pide mis textos, me pregunta que si se los puede llevar y le dije que sí.
Yo lo había leído anteriormente; se me hacía chido algunas cosas que decía y me emocionó la idea de que un escritor que conocía le gustara también mi trabajo. Nada más le di mi correo, pero luego él me manda un mensaje vía Instagram y me empieza a seguir por esa red”.
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Tal como lo describe en su texto y según denuncian las víctimas, Padilla ha hecho de las redes sociales su hábitat para acechar y con ello parece haber sumado a sus víctimas a la única estadística oficial que el Inegi ha publicado sobre el tema, en 2015: al menos 9 millones de mujeres en México han sido víctimas de ciberacoso.
Al principio, el escritor buscó enredar a Adriana con la falsa promesa de colocar algunos de sus textos en los espacios que lo publicaban, argumento que cayó cuando la joven conoció a otra chica, también posible víctima de Padilla, y con quien este trabajaba en un fanzine de corte cultural. Nunca mencionó la posibilidad de incluir los textos prometidos.
“Después me pide mi WhatsApp. Empezamos a platicar por ahí y las preguntas se vuelven un poco más personales como de qué es lo que hago, a qué me dedico. Cuando yo le decía que no nos podíamos ver como que había cierta molestia.
Empezó a ser molesto cuando él empezó a ser insistente en vernos y cuando empezó a ser insistente en si a mí me gustaba él. Yo le decía que no me gustaba. Me preguntaba si de perdido me atraía un poco y yo le decía que no, que se estaba equivocando. En ese entonces yo también le decía que tenía novio.
De pronto un día, así de la nada, me preguntó: ¿de qué color son tus calzones hoy? Sé lo fácil que hubiera sido bloquearlo, pero sí le dije: “oye, estas preguntas no; no estoy cómoda”.
Alguna vez él me bloqueó a mí cuando le dije que no me interesaba si esa relación no iba a ser en el sentido laboral. Luego volvió a hablarme y otra vez su acoso fue más directo y siguió haciéndome preguntas de connotación más sexual.
Recuerdo una vez estar peleando vía WhatsApp. Esa fue la vez que lo bloquee de esa red porque le dije que no me interesaba y él, me acuerdo mucho de esa frase, me dijo que entonces me metiera la cruz por el coño”.
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Tanto Diana como Adriana se desempeñan en ámbitos profesionales que se cruzan constantemente con el círculo de su agresor, así que no fue de sorprenderse que, tras compartir algunos detalles, descubrieran que ambas habían sido sus víctimas y que podría haber más. Y las encontraron.
Desde el 23 de marzo, cuando el #MeTooEscritoresMexicanos arrancó su escalada en Twitter, Padilla se colocó como uno de los personajes que más denuncias acumula, incluso equiparándose con el perfil de Herson Barona, protagonista del caso que detonó el movimiento digital.
para hacer cuentas, con un scrapping de la cuenta @MeTooEscritores así los autores más mencionados al 24/Marzo 16:17hrs. pic.twitter.com/dZL6I34Hqz
— adrián santuario (@AdrianSantuario) 24 de marzo de 2019
Para las víctimas del escritor potosino, esa fue la luz verde para hacer públicas sus denuncias, algunas abiertamente y otras de manera anónima, característica esta última que ha provocado el viraje del discurso digital en torno a la legitimidad de los reclamos y las formas adecuadas de formalizar las acusaciones.
Al respecto, Urenda Queletzú Navarro Sánchez, académica de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y activista por los derechos de las mujeres, desestima las críticas:
“Es de esperar que, ante la insuficiente respuesta del Estado, de las autoridades de los diferentes ámbitos en donde mujeres jóvenes han manifestado las violencias cometidas en su contra, que recurran a este tipo de movimientos que les permiten perfilar, que les permiten enunciar a todos sus agresores y sus violencias y, sobre todo, que les han permitido encontrar en el espacio público a otras que han experimentado las mismas violencias o con diferentes magnitudes”.
La activista refiere con ironía que acortar las opciones de las víctimas al laberinto burocrático de la impartición de justicia en las instituciones públicas es actuar sobre la única garantía de la impunidad.
“Es consabido entre quienes nos involucramos con las instancias de Justicia que, si no se movilizan ante una muerte violenta, mucho menos se van a movilizar ante una denuncia a la que consideran práctica cultural como normalizada; es decir, el aparato del Estado no está dispuesto a moverse más allá de lo que las propias mujeres les hemos obligado a que se muevan ante la emergencia de la violencia feminicida.
¿Cómo esperar que atiendan nuestras denuncias de acoso y hostigamiento si, con lo que es extremo, no se movilizan?”
En más de una ocasión, funcionarios potosinos por cuya jurisdicción pasa la Seguridad o la Procuración de Justicia, han hecho hincapié en que la violencia contra las mujeres es un asunto de índole cultural que se gesta en la familia y que en ese mismo seno se protege y se fomenta.
Por ejemplo, durante su comparecencia ante el Congreso del Estado, a mediados de 2018, Federico Garza Herrera, Fiscal General del Estado, sugirió que las mujeres también son omisas pues a menudo no denuncian casos de violencia o denuncian para luego arrepentirse.
En ese contexto en que las autoridades potosinas exigen a las mujeres que “cumplan con su parte” para hacer valer su derecho a la Justicia, más de una víctima ha perdido la vida a manos de su agresor pues, tras interponer denuncias y solicitar medidas de protección, estas no han sido ejecutadas.
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En el que quizá es el punto más escalofriante de su caso, Adriana relata cómo, tras haber bloqueado toda comunicación con su agresor, un día, al llegar a su casa, este la esperaba afuera en compañía de un hombre desconocido.
“Voy llegando y ya que estoy afuera veo que él está ahí esperándome, alejado de la casa, pero viendo hacia la fachada, hacia las ventanas como si ya hubiera tocado y estuviera esperando a que alguien se asomara.
Me sorprendí mucho y al mismo tiempo me paralicé y me enojé. Lo primero que le pregunté fue: “¿qué haces aquí?”, y me dice: “vine a buscarte”
Le dije “tú sabes que yo te tengo bloqueado de todos lados. No puedes venir a buscarme así a mi casa”. En ese momento había una nueva mascota, entonces yo abrí la puerta, me metí para agarrarla, y en eso ellos entran.
Tenía poca pila en el celular; no sabía qué hacer y les dije que ya me iba. Le mandé mensaje a un amigo, le digo que vino este güey a buscarme y me dice “voy para allá”.
Ya adentro de la casa, Alfredo me empieza a decir: “estás nerviosa; ¿por qué estás nerviosa? ¿por qué estás tan tensa? ¿qué pasa?”
Tenía miedo de que físicamente me agredieran, así que una de mis primeras acciones fue abrir la ventana y pensé “si tengo que gritar, me van a escuchar todos los vecinos”. Él comenzó a desplazarse por la casa, yo estaba muy tensa “enchufada” con el celular al cargador mientras esperaba que mi amigo llegara.
En un momento que yo volteo se están haciendo gestos con la cabeza; no se hablaban entre ellos, se comunicaban moviéndose la cabeza. Yo sentía que no me podía mover, no les quería dar la espalda. Él empieza a insistir en llevarme a donde iba a ir y cuando le digo que venía un amigo, en ese momento fue muy, muy rápido, que se fueron”.
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Las denuncias que el autor acumula en el #MeToo van desde intentos de drogar a sus víctimas, envío de imágenes íntimas no solicitadas; y hostigamiento en lugares públicos y privados. Lo que es peor, una de las víctimas asegura que Padilla se confesó acosador pero incapaz de contenerse.
Alfredo Padilla #MeTooEscritoresMexicanos pic.twitter.com/ZKfKwnnTOK
— MeTooEscritoresMexicanos (@MeTooEscritores) 25 de marzo de 2019
Alfredo Padilla #MeTooEscritoresMexicanos pic.twitter.com/b3qFg2vTpo
— MeTooEscritoresMexicanos (@MeTooEscritores) 25 de marzo de 2019
Alfredo Padilla #MeTooEscritoresMexicanos pic.twitter.com/dyGhhf7VSr
— MeTooEscritoresMexicanos (@MeTooEscritores) 24 de marzo de 2019
De nuevo, Alfredo Padilla #MeTooEscritoresMexicanos pic.twitter.com/6ITAuDOaCK
— MeTooEscritoresMexicanos (@MeTooEscritores) 23 de marzo de 2019
Diana relata que a partir de haber hecho su denuncia públicamente en Facebook, al menos tres mujeres se han reconocido víctimas del mismo sujeto.
“Hay un caso de una chava que dice que hace diez años tuvo una situación con él. Considero que (la denuncia a través del #MeToo) es también una forma de alertar a más mujeres y también que se sepa quiénes son los agresores”.
Adriana, por su parte, considera que “ahora que detonó y que Alfredo Padilla salió señalado más veces, además de las que conocíamos, sentimos alivio de saber que no era una onda nuestra. Que no estábamos inventando y que todo lo que ocurrió tampoco es nuestra culpa.
Quisiera decir que me siento más tranquila de saberme acompañada por otras mujeres que también lo están señalando y denunciando públicamente, pero lo que me sigue haciendo sentir intranquila es pensar en las mujeres que todavía no saben esto”.
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En un mundo ideal, concluye Urenda Queletzú, el #MeToo debería traer consigo “que esos agresores inhiban sus conductas. Que sepan que, si siguen violentando a las mujeres, las mujeres saldrán a colocar en la palestra de lo público, sus nombres.
El escrache tiene la posibilidad de subvertir la situación que se genera entre una víctima y su victimario, en donde él goza de impunidad, goza de su inexistencia y coloca a la víctima en una condición de confrontación ante él”.
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La Orquesta: ¿Tienes miedo?
Diana: La verdad no tengo miedo por mí, sino por las demás. Claro, ninguna agresión es menor pero comparado con otros casos, no me produce miedo esta persona. Me produce muchísima impotencia y coraje que todavía ande ahí como si nada agrediendo a más mujeres y que no pase nada.
Hablando específicamente de este agresor, que lleva años operando de esta forma y que todavía está ahí en espacios culturales, en espacios académicos, me da miedo por las demás.
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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Reforma educativa abre paso para que 30 docentes regresen a aula en SLP
La medida deriva de una reciente reforma legislativa que busca proteger a quienes enfrentan acusaciones sin fundamento
Por: Redacción
La Secretaría de Educación del Gobierno del Estado (SEGE) estima la reincorporación de 30 docentes que habían sido separados temporalmente de sus funciones tras enfrentar diversas denuncias. Según varios medios de comunicación, esta medida deriva de la reciente aprobación de una reforma legislativa diseñada para salvaguardar al personal docente.
El titular de la SEGE, Juan Carlos Torres Cedillo, explicó que el objetivo de esta nueva legislación es defender a las y los catedráticos que son señalados sin fundamento por parte de padres de familia o tutores. Si bien los 30 docentes aún no han sido exonerados de manera definitiva, su reincorporación es un paso que se prevé gracias al nuevo marco legal.
El funcionario estatal detalló que cuando existe una acusación contra un maestro, ya sea ante la SEGE o la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), se procede a su separación parcial de la impartición de clases. Torres Cedillo reconoció que este proceso administrativo provoca una carencia de maestros frente a grupo, lo que a su vez genera afectaciones directas a los escolares, quienes pierden continuidad en sus clases.
La reforma legislativa, de acuerdo con las declaraciones del titular de la SEGE, busca mitigar estas afectaciones al proporcionar un mecanismo legal que defiende a los docentes de acusaciones infundadas, permitiendo que la mayoría regrese a sus aulas para continuar con su labor educativa.
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