#4 Tiempos
Donald Trump no es Ronald Reagan | Columna de Carlos López Medrano
Luces de variedad
Donald Trump no es Ronald Reagan. En este punto ha quedado claro para casi cualquiera, pero no está de más recalcarlo para poner en su justa dimensión a cada personaje.
Desde que Trump se erigió a sí mismo como aspirante paras las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, tanto él como algunos de sus seguidores quisieron trazar paralelismos entre su candidatura y la que en su momento representó Reagan, ambos outsiders y con notable pragmatismo en sus políticas y sencillo uso del lenguaje, muy propio de sus líneas no ortodoxas y escaso vínculo con la prudencia académica.
La supuesta influencia quedó sellada cuando Trump eligió como eslogan de campaña el célebre (y poderoso, hay que decir) Make America Great Again, un versión del Let’s Make America Great Again que Reagan utilizó en 1979 para llegar a la presidencia en 1980, en tiempos también complicados para la economía estadounidense.
La frase, y esto es una cuestión que se comenta poco, de hecho viene de más atrás, y fue utilizada por primera vez en 1950 por el partido conservador en el Reino Unido, incluso por una de sus más jóvenes representantes: una tal Margaret Thatcher (en aquel entonces Margaret H. Roberts) que con 24 años llegó a utilizar el Make Great Britain great again, con el que no tuvo mucho éxito en las elecciones generales en las que fue derrotada por Norman Dodds en su lucha por el escaño de Dartford.
Aunque algunos siguen encontrando en Trump ese aire fresco que en su momento Reagan representó para revitalizar la imagen de Estados Unidos ante el mundo, es evidente que existe una distancia abismal entre uno y otro. Principalmente porque Ronald Reagan era un caballero.
Con sus virtudes y defectos, el espíritu religioso y de cowboy llevó a Reagan a ser alguien osado en su forma de hablar, pero al mismo tiempo respetuoso. Lo era hasta con sus adversarios contra los que utilizaba de forma recurrente el sentido del humor. De algún modo sus ataques tenían algo de afable que aunado a su carisma natural lo llevaron lejos en la carrera.
En contraste, Trump es soez, inclemente y resulta antipático en casi cualquier aspecto posible. Ronald Reagan estaba conformado por una serie de valores y una sensibilidad notable para atender la realidad. Era un hombre de familia, alguien sonriente y de alta estima por la figura de las mujeres, las minorías y aquellos en situación vulnerable.
Y hay mucho más. Dejando de lado los rasgos personales, hay puntos que separan por completo a ambas figuras, por más se les pretenda ver como equivalentes en lo que respecta al modo republicano de incentivar el capital como concepto básico de acción.
Donald Trump es proteccionista en lo económico y atiza a los peores sentimientos del pueblo norteamericano, mientras que Ronald Reagan apeló en todo momento a los valores universales de su país como una guía que pudiera alumbrar al resto de las naciones en la vertiente mesiánica que durante años caracterizó a la política exterior estadounidense.
En 1988 Ronald Reagan pronunció un mensaje en la radio que parecía premonitorio de lo que vendría con Trump años después, quien en aras de un malentendido supremacismo político-electorero ha fracturado la relación con amigos históricos, en especial en lo que respecta a Europa, Asia y México, con quienes más de una vez ha entablado verdaderas guerras comerciales.
«Todavía en la actualidad, el proteccionismo es usado por algunos políticos estadounidenses como una forma de nacionalismo barato, una cortina de humo para aquellos que no desean mantener la fortaleza militar de Estados Unidos y que carecen de la voluntad de enfrentar a nuestros verdaderos enemigos: los países que están dispuestos a usar la violencia contra nuestros aliados».
«Nuestros pacíficos socios comerciales no son nuestros enemigos; son nuestros aliados. Debemos cuidarnos de los demagogos que están preparados para declarar una guerra comercial a nuestros amigos —debilitando así nuestra propia economía, nuestra seguridad nacional y al mundo libre por completo— mientras de forma cínica ondean la bandera de los Estados Unidos».
Ronald Reagan sabía que el libre mercado y la expansión del comercio no significaba un riesgo para Estados Unidos. Más bien representaba el triunfo de los ideales americanos que llevaban prosperidad a quienes respetaban los derechos individuales y daban cauce al potencial de su gente.
Pero si hubiera que encontrar un rasgo distintivo, aquel en el que mejor queda patente la distancia entre ambos personajes, no cabe duda que tendría que apuntar a sus visiones contrapuestas en lo que respecta a la inmigración.
Trump ha enarbolado una retórica xenofóbica y antiinmigrante en su trayectoria dentro de la política. Aparte de una convicción individual, se ha tratado de una forma de llamar la atención y de lucrar estratégicamente con la parte más primitiva y prejuiciosa de su base electoral. Lo ha hecho sin contemplaciones, hablando de muros y generalizando como criminales a quienes buscan una oportunidad lejos de casa.
Ronald Reagan por el contrario fue un gran defensor de los inmigrantes y el papel imprescindible que juegan en cualquier parte del globo. Supo leer la importancia que los foráneos han tenido para fortalecer a Estados Unidos hasta convertirlo en la potencia más grande en la historia de la humanidad.
Así lo manifestó cuando luchó por la candidatura republicana frente George H. W. Bush, en tiempos donde ya había discusiones encendidas y reclamos que un sector de la población tenía contra los inmigrantes, a quienes algunos acusaban de estar quitándole sus espacios.
En uno de los debates de la campaña en 1980, ante una pregunta expresa de un ciudadano texano que le cuestionaba si había que aceptar a niños sin papeles en las escuelas de Estados Unidos, Reagan fue firme al mencionar la relación que debían tener con México.
Implantó una idea fundamental: por el bien de ambas partes, los países vecinos estaban condenados a entenderse.
«Creo que ha llegado el momento de que Estados Unidos y nuestros vecinos, en especial nuestro vecino del sur, tengan un mejor entendimiento y la mejor relación que jamás hemos tenido. […] En vez de hablar de poner una valla entre nosotros, por qué mejor no trabajamos en reconocer nuestros mutuos problemas, haciendo posible para ellos [los inmigrantes mexicanos] venir aquí legalmente con un permiso de trabajo. Y de este modo, mientras trabajan y ganan dinero aquí, también pagan impuestos aquí. Y cuando quieran regresar a sus lugares de origen puedan hacerlo y cruzar. Y abrir así la frontera en ambas vías, entendiendo sus problemas. Esta es la única válvula de seguridad que tienen en este momento, con esos niveles de desempleo que padecen… la válvula probablemente evita que colapsen».
En 1986, ya como presidente, Reagan promulgó la famosa Ley de Reforma y Control de Inmigración, que aunque puso candados a la contratación de trabajadores en situación irregular, dio amnistía y abrió las puertas a cerca de 3 millones de indocumentados que estuvieran dispuestos a llevar un modo honesto de vida.
El presidente dijo que el objetivo era establecer un sistema razonable, justo, ordenado y seguro (palabras que resuenan en el reciente Pacto Mundial sobre Migración) “sin discriminar en forma alguna alguna forma a ningún país en particular ni a su gente”.
Con el paso de los años, el también actor se volvió aún más incisivo al respecto. El 19 de enero de 1989, horas antes de dejar de ser presidente, Ronald Reagan dio su último discurso bajo la investidura del cargo. Una exposición conmovedora que dio acompañado de su esposa Nancy. En él, casi como profecía, se refirió a lo importante que sería defender a los inmigrantes como factor decisivo en la primacía de Estados Unidos como potencia.
«Como este es el último discurso que daré como presidente, creo que es adecuado dejar un pensamiento final, una observación acerca de un país que amo. La idea se entiende mejor en una carta que recibí no hace mucho. Un hombre me escribió y me dijo: “Puedes irte a vivir a Francia, pero no puedes convertirte en francés. Puedes ir a vivir a Alemania, Turquía o Japón, pero no puedes convertirte en alemán, turco o japonés. Pero cualquier persona, desde cualquier rincón de la Tierra, puede venir a vivir a América y convertirse en americano».
«Sí, la antorcha de la Estatua de la Libertad […] representa nuestra herencia, el pacto con nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros antepasados», añadió Reagan. «Esa dama es la que nos da nuestro gran y especial lugar en el mundo. Porque es la gran fuerza vital de cada generación de nuevos estadounidenses que garantiza que el triunfo de Estados Unidos continuará sin igual en el próximo siglo y más allá. Otros países pueden tratar de competir con nosotros; pero en un área vital, como un faro de libertad y oportunidad que atrae a la gente del mundo, ningún país en la Tierra se acerca».
Si Estados Unidos es grande no ha sido por la cerrazón ni por hacer caso a charlatanes. Si Estados Unidos llegó a ser la gran superpotencia del siglo XX fue debido, entre otras cosas, a la apertura, al respeto de la legalidad y la justicia y a la idea de que podías hacerte de un lugar si estabas dispuesto a trabajar duro por él. Fue así como Estados Unidos logró vencer al monstruo de la Unión Soviética: respondiendo con libertad y pluralidad a la tiranía y al aislamiento.
Estados Unidos es el ejemplo de que la inmigración no debilita, al contrario, fortalece. Fue así que se convirtió algo así como en la selección de “Resto del mundo” que acogió a individuos de orígenes diversos que lograron enriquecer su tierra y sus instituciones. Trabajadores de origen europeo, latinoamericano, asiático, africano y de todos lados aportaron su respectivo grano de esfuerzo.
No, Donald Trump no es Ronald Reagan. Patti Davis, la hija de Reagan, lo manifestó hace tiempo. Su padre jamás respaldaría el comportamiento grosero, mezquino y demencial de quien ahora ocupa y deshonra a la Casa Blanca. Estaría horrorizado con él.
Contacto: [email protected]
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#4 Tiempos
Cinco finales, cinco retratos | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
El fútbol mexicano vive instalado en un vaivén que mezcla memoria corta, intensidad desbordada y una elasticidad competitiva que rara vez se ve en otros torneos. Y no hay mejor espejo de esa naturaleza cambiante que las últimas cinco finales de la Liga MX. Cada una reveló una cara distinta del campeonato, a veces impredecible, a veces cuidadosamente edificado, pero siempre dispuesto a romper pronósticos.
La más reciente, la del Clausura 2025, entregó un desenlace que pocos anticipaban. Toluca superó a América y recuperó un lugar que parecía extraviado en la élite. Esa serie tuvo un aire de reivindicación para los escarlatas, que encontraron una mezcla perfecta entre orden, temple y puntería. América, por su parte, llegó con la etiqueta inevitable de favorito, pero terminó cediendo ante un rival que administró mejor la presión. En ese desenlace se confirmó que en México los ciclos pueden renacer más rápido de lo que tardan en extinguirse.
Un semestre antes, en el Apertura 2024, las Águilas habían impuesto su jerarquía ante Monterrey. Fue una final marcada por el contraste entre un equipo construido para dominar y otro diseñado para golpear en ráfagas. América resolvió porque entendió cuándo acelerar y cuándo enfriar; Rayados quedó atrapado en la tentación del vértigo y pagó caro su falta de pausa. La serie se volvió una lección de que, en liguillas, el músculo emocional pesa tanto como el táctico.
El Clausura 2024 repitió campeón, América doblegó a Cruz Azul en un duelo donde la narrativa histórica parecía empujar a los celestes, pero terminó imponiéndose la estructura más estable. No fue una final espectacular, pero sí una muestra de oficio. América manejó los tiempos como si los hubiera ensayado toda la vida y Cruz Azul, que había encontrado ritmo durante la fase final, se quedó sin margen en el momento en que la exigencia aumentó.
En el Apertura 2023, el mismo América se cruzó con Tigres en una final que resumió la última década del fútbol mexicano, dos potencias creando tensión desde su experiencia y su peso institucional. Fue una confrontación áspera, tensa, en la que el primer error podía decidirlo todo. América fue más certero y Tigres, pese a su capacidad para competir siempre, no encontró esa chispa que tantas veces lo salvó en finales previas.
Y antes de que América dominara este tramo de la historia reciente, el Clausura 2023 había dejado un capítulo distinto, Tigres había vencido a Guadalajara en una final que mezcló dramatismo y resistencia. Chivas llegó con un impulso sentimental fuerte, respaldado por un cierre de torneo que había reavivado ilusiones; Tigres, en cambio, se aferró a la experiencia y convirtió la serie en un duelo donde la paciencia terminó valiendo oro.
Cinco finales, cinco historias desiguales, pero todas con un hilo común, la liga mx vive entre la tradición y la renovación constante. América ha sido el protagonista dominante, sí, pero no en un territorio exclusivo; Toluca reapareció con fuerza, Tigres mantiene su lugar entre los gigantes modernos y Cruz Azul y Monterrey continúan orbitando entre la aspiración y la frustración.
Lo fascinante es que cada una de estas series dibuja una tendencia distinta. A veces gana el que mejor juega; otras, el que comete menos errores; y en más de una ocasión, el que simplemente logra sobrevivir a su propio caos. La Liga MX no premia únicamente la excelencia: premia la capacidad de adaptarse a un torneo donde cada semestre puede contar una historia completamente diferente.
Eso explica por qué sus finales, aunque repetidas entre ciertos protagonistas, nunca se sienten iguales. Cada una deja marcas nuevas, dudas nuevas y certezas que duran apenas unos meses. Y quizá ahí radica la esencia de este futbol, un territorio donde la estabilidad es un lujo, el dramatismo una obligación y el título, el botín que confirma que, al menos por un instante, todo salió bien en medio de un ecosistema que siempre está cambiando. Hoy Toluca puede volver a levantar el título o Tigres recuperar lo perdido hace unos torneos, pero sea cual sea el resultado, no queda duda que esta liga es un reflejo de lo extraño y competido que resulta nuestro casero futbol nacional.
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#4 Tiempos
Enrique Mesta Zuñiga, el filósofo autodidacta | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
La revista Letras Potosinas es la continuación de la revista Bohemia. Continuación en el sentido que en 1947 Bohemia cambiaba de nombre a Letras Potosinas, lo que sucedió en el número de edición 51, mostrando la numeración consecutiva. Esta revista, vocero de cultura de la patria chica, como referían sus editores, y conducía su mensaje cordial a los estados hermanos y al extranjero. Esa nueva época, mantenía su cuerpo de colaboradores y a aumentaba sus filas con positivos valores en el arte y en las letras del solar potosino.
Entre los colaboradores, estaría presente en sus páginas Enrique Mesta Zuñiga, un periodista que contribuiría con artículos de corte filosófico, enriqueciendo la labor humanista y difusión artística de Letras Potosinas.
Con la participación de Mesta, la revista potosina contribuía a la divulgación de la filosofía siendo así una de las pioneras en el siglo XX en abrir espacios a esta actividad de filosofía, que no era común en el país.
Don Enrique Mesta Zúñiga, nació en la ciudad de Cuencamé, Durango, el día 28 de julio de 1905. Sus estudios de primaria los realizó, en su natal Cuencamé y después, se dedicó a estudiar por su cuenta, especialmente libros de filosofía, que eran la pasión de su vida. Allí tenemos a otro autodidacta que llegó a lograr las alturas en la filosofía.
Su actividad profesional sería el periodismo, fundando revistas culturales en la región lagunera, como la revista Cauce, formando parte del grupo cultural que floreció y dio auge a las letras y al arte en todas sus manifestaciones. Toda su vida la dedicó a trabajar en diversos periódicos como luego veremos, así como a escribir serios artículos filosóficos y de comentarios literarios.
Esta labor cultural lo acercaría a los editores de Letras Potosinas y sus artículos se hicieron presente en la revista, aportando a los lectores potosinos en temas de filosofía. Dentro de las áreas de reflexión de la filosofía, se enfocó en cuestiones de ciencia, filosofía de la ciencia, sobre lo que publicaría varios libros.
La relación entre ciencia y humanismo fue uno de sus temas de reflexión filosófica. Entre los temas que abordara se encuentra el de la necesidad de la búsqueda o creación de un nuevo humanismo que contemplara los nuevos adelantos de la física cuántica y su repercusión en la percepción del universo y del papel del hombre.
Con el progreso técnico derivado de la nueva física se incrementa la infelicidad del género humano de múltiples maneras. Esta carrera contra el tiempo, para proteger a la humanidad contra sus propios desmanes y sus propias tragedias, es un tema predilecto de Toynbee, aquí en México nos lo aconsejó, subraya Mesta: “hay que ganar tiempo, el tiempo indispensable para que las diferentes civilizaciones de nuestro mundo puedan adaptarse la una a la otra”.
Empero, asegura Mesta, para acelerar una función simbiótica de las civilizaciones, la humanidad necesita darse completa cuenta de que la física cuántica al desindividualizar las partículas elementales desindividualizó asimismo a los hombres y al hacer ininteligible el determinismo acabó con la gloriosa interpretación lineal del progreso.
Corresponde a los humanistas trasladar sus instrumentos de las praderas de la metafísica y del arte a los inquietos laboratorios donde las ciencias están formando un nuevo mundo para que los hombres aprendan juntos a sobrellevar una vida humana y más justa.
Hay que hacer que, como ya lo intentaron Planck, Einstein, Freud y Schrödinger, persistan en potenciar y en ampliar su específica labor teniendo más presentes los cambios que su ciencia provoca en los ideales y en los quehaceres inacabables de los hombres.
Tal como lo apunta Mesta, los métodos en ciencias y humanidades que oscilan entre el polo metonímico y el polo metafórico, si bien son diferentes, se vinculan con la necesidad de una representación del mundo que en el fondo lleva el conocer el papel del hombre en el cosmos para lo cual transitan metodológicamente entre ambos polos.
Enrique Mesta, ese filósofo autodidacta, murió el 23 de agosto de 1984, en Torreón Coahuila, debido a un paro cardiaco de Etiología desconocida. Contribuyó a la divulgación de la filosofía y colaboró en el desarrollo cultural de San Luis Potosí.
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#4 Tiempos
El administrador astuto | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
«Un hombre rico tenía un administrador y le fueron con el cuento de que éste derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu gestión porque quedas despedido”» (Lucas 16, 1-15).
Cuando Jesús contó esta parábola nada dijo de cómo recibió el administrador tan mala noticia. ¿Retrocedió espantado?, ¿sintió que el piso se movía bajo sus pies como un tapete?, ¿intentó defenderse o ya por lo menos justificarse? Nada de esto sabemos; lo que sí sabemos, en cambio, es que más bien se puso a hacer cálculos en su interior, diciendo:
«-¿Qué voy a hacer ahora que mi patrón me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, haya quien me reciba en su casa!».
El foco, como se dice, se le había prendido. Pero, ¿qué era eso? Quiero decir, ¿qué fue se le ocurrió para que ahora que estaba desempleado no le faltara por lo menos un mendrugo de pan y un vaso de agua fresca? En realidad, algo muy ingenioso y sutil: como aún no había rendido el informe que le exigía su amo, todavía era tiempo de alterar ciertos papeles… Y esto es lo que hizo:
«Fue llamando uno por uno a los deudores de su amo y preguntó al primero:
»-¿Cuánto debes a mi patrón?».
La pregunta, por supuesto, era retórica, pues los documentos los tenía él en su mano y a la vista, y bien escrito estaba en ellos el monto de la deuda; lo que quería, más bien, era causar en su interlocutor un cierto impacto difícil de olvidar.
«-Cien barriles de aceite –respondió el deudor, que aún no sabía muy bien de qué iba la cosa.
»-Aquí está tu recibo; date prisa, siéntate y escribe: cincuenta».
Ya podemos imaginar el gozo con el que éste hizo lo que el administrador le pedía. ¡Le estaba perdonando nada menos que la mitad de la deuda! Es como si yo debiera al banco 100.000 pesos y de pronto el gerente me mandara llamar para decirme, guiñándome el ojo, que a partir de ahora no debo más que 50.000. ¿No era esto como para ponerse a gritar de alegría e invitarle un café en el restaurante más elegante de la ciudad?
El administrador mandó llamar al segundo deudor y le hizo la misma pregunta que al primero:
«-¿Cuánto debes a mi patrón?
»-Cien costales de trigo –dijo éste a su vez.
»-Aquí está tu recibo: escribe ochenta».
Y así hizo con todos los otros. Si de cualquier manera lo iban a despedir; mejor dicho, si ya estaba despedido, ¿qué perdía haciendo lo que hizo? ¡No perdía nada! Todo lo contrario: se jugó la última carta y había ganado, porque estos deudores iban a quedar eternamente agradecidos con él. ¡Su vejez estaba asegurada, pues un día lo invitaría uno a su casa a comer, y otro día otro! Ya no tendría que mendigar ni que andar por las calles del pueblo extendiendo la mano en busca de un pedazo de pan… Se retiraba, por decir así, con la cabeza levantada y pisando fuerte.
¡Qué hombre más inteligente!
Jesús mismo no pudo menos de alabar su ingenio. ¡Cómo, antes de ser despedido, supo hacerse amigos que después ya no lo dejarían solo! «Por eso les digo yo –concluyó el Maestro-: con el dinero, tan lleno de injusticia, gánense amigos para que, cando esto se acabe, los reciban en las moradas eternas».
Con esta sencilla historia, Jesús ha querido responder a estas dos preguntas que, si no fueran eternas, creeríamos que son banales «¿Para qué sirve el dinero?, ¿para qué sirve el poder?». Y su respuesta es: para que te hagas todos los amigos que puedas: sólo para eso. ¿Eres rico? Hazte amigos. ¿Eres poderoso, ocupas un cargo de cierta importancia? Hazte amigos igualmente.
Hay quienes, al tomar posesión de un cargo, empiezan a ver a los demás mortales como a hormigas (¡tan encumbrados se sienten ocupando su flamante escritorio de caoba!). Bien, que se anden con cuidado, porque no siempre estarán ahí, porque la rueda de la fortuna gira y gira y no es nada seguro que los que están arriba permanezcan en la cumbre eternamente. Sí, la fortuna es una rueda que no deja de girar: los que hace poco estaban abajo, resulta que ahora están arriba, y si no los trataste bien cuando tenías la sartén por el mango, como se dice, ellos lo recordarán una y otra vez, y ahora será la suya.
Hay quienes piensan que el poder es necesario para enriquecerse, y que el enriquecimiento es ya en sí mismo una forma de poder; en una palabra, que la riqueza y el poder se bastan a sí mismos. Si así es como piensas tú, déjame decirte, lector, que te equivocas. ¡Rompe el círculo! Hoy que la vida te ha favorecido, favorece a los que puedas, porque nada sabes del futuro. Haz como el hombre de la parábola: gánatelos a todos, porque no siempre serás administrador y quizá un día el patrón de turno te mande llamar para decirte:
-Dame cuenta de tu gestión porque estás despedido.
Si esto te dijeran sin que te hubieras hecho amigo de nadie, entonces sí que estarás perdido.
Toda la sabiduría de la vida está en esta sencilla parábola. Hazte amigos ahora que puedes; porque, si no lo haces ahora, quién sabe si lo podrás hacer mañana. «Conoce la ocasión o la oportunidad»: según Pítaco, el filosofo griego, no había conocimiento en el mundo más útil que éste.
Sí, aprovecha la oportunidad, porque mañana, sin que te des cuenta, quizá sea ya demasiado tarde.
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