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Desapariciones en San Luis Potosí: cuatro años al alza
El número de personas extraviadas en el estado ha ido en aumento desde 2015, cuando fueron 17 reportes; el año pasado fueron 656
Por El Saxofón
En los últimos tres años, los reportes ante las autoridades por desapariciones de personas han incrementado en San Luis Potosí. En 2015, la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) recibió 17 reportes por personas desaparecidas, según consta en el portal de Búsqueda de Personas de la Fiscalía estatal, la cifra subió a 71 en 2016, se disparó a 514 en 2017, y llegó a 656 en 2018.
Cabe señalar que de las 17 denuncias por desaparición presentadas en 2015, solo en uno de los casos la persona fue localizada (de acuerdo con los datos que ofrece la FGE en su portal de internet) mientras que las 16 restantes permanecen sin tener datos sobre su paradero.
En los años siguientes, la mayoría de las personas reportadas como desaparecidas han sido localizadas, sin embargo, entre 2016 y 2018, siguen sin localizar 142 hombres y 111 mujeres.
Aunado a ello, en lo que va de 2019, se han reportado ante la FGE las desapariciones de 183 personas, 88 hombres y 95 mujeres. Al día de hoy, siguen sin localizar 25 hombres y 14 mujeres.
Recuento
En 2016 se reportó a las autoridades la desaparición de 71 personas: 32 mujeres y 39 hombres. De las 32 mujeres permanecen sin localizar 15, mientras que de los hombres siguen desaparecidos 24.
Para 2017, los reportes se dispararon de 71 a 514; 272 mujeres y 242 hombres.
Permanecen sin localizar 44 hombres y 27 mujeres.
A lo largo del 2018 la FGE inició pesquisas para dar con el paradero de 656 personas, de las cuales 363 fueron mujeres y 293 hombres. Al menos 513 ya están de vuelta en sus hogares, pero permanecen sin localizar 143: 69 mujeres y 74 hombres.
En lo que va de 2019, se han reportado ante la FGE, las desapariciones de 183 personas, 88 hombres y 95 mujeres; 144 ya fueron ubicadas. Siguen sin localizar 25 hombres y 14 mujeres.
Aunque las cifras de reportes de desapariciones son casi similares en hombres y mujeres, es de hacer notar que se reportan más desapariciones de mujeres que de hombres, sin embargo, también son más las mujeres que son localizadas luego de que las familias dan parte a la autoridades, que en el caso de los hombres.
Mujeres y niños primero
En 2018, se reportó la desaparición de 47 menores de edad, 30 niñas y 17 niños. Siguen sin localizar doce: seis niñas y siete niños.
Desde el 2016 hasta la fecha, permanecen sin localizar 111 mujeres en San Luis Potosí: 15 desde 2016, 27 desde 2017 y 69 desde 2018. A estas se suman 16 mujeres desaparecidas en lo que va de 2019 y que no han sido localizadas.
Explorando los datos, resalta que el mayor número de desaparecidas son mujeres jóvenes incluso menores de edad, (entre los 13 y los 29 años) mientras que en el caso de los hombres, la mayoría se trata de adultos (entre los 18 y los 64).
Tan solo en 2018, 153 de las mujeres reportadas como desaparecidas, eran adolescentes entre los 13 y los 17 años. Esta cantidad equivale al 42.1 por ciento del total de mujeres reportadas como desaparecidas; de ellas, 27 siguen sin ser localizadas.
Mientras tanto, el 31.9 por ciento (116 casos) tenían entre 18 y 29 años, de las cuales, 18 siguen sin localizar. El año pasado, también desaparecieron 58 mujeres (15.9%) cuyas edades oscilaban entre los 30 y los 64 años; permanecen ilocalizables 16.
De las 95 mujeres desaparecidas en lo que va del 2019, 51 están entre los 13 y los 17 años; es decir el 53.6 por ciento. En contraste, de los 88 hombres reportados como desaparecidos, 43 están entre los 30 y los 64 años, es decir el 48 por ciento.
Hombres
Como se dijo antes, en el caso de los hombres desaparecidos, las edades de la mayoría oscilan entre los 30 y los 64 años de edad. De los 293 desaparecidos en 2018, el 40.2 por ciento estaban en este rango (118 casos), en tanto que el 28.6 por ciento, tenían entre 18 y 29 años (84 casos).
A la fecha, siguen sin ser ubicados 21 hombres de entre 18 y 29 años, y 26 de entre 30 y 64, reportados como desaparecidos en 2018,
Por otra parte, el año pasado se reportó la desaparición de 45 adolescentes hombres entre los 13 y los 17 años de edad (15.3%) , de los cuales ocho siguen sin ser localizados.
Cabe mencionar que la desaparición de hombres no genera la misma preocupación que la de mujeres o menores de edad, sobre todo porque estos dos sectores son considerados “vulnerables”, lo que no ocurre con el género masculino.
¿A dónde van los desaparecidos?
El fenómeno social de las desapariciones ha incrementado en el contexto de violencia que ha envuelto al país en las primeras décadas del siglo XXI, el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED) reporta 33 mil 482 personas sin ubicar desde 1979 hasta julio de 2017.
Las cifras de desapariciones están en constante actualización, es decir, muchas personas son localizadas por las autoridades, o vuelven al hogar después de haberse ido por propia voluntad, muchas veces a causa de problemas familiares. Los que no vuelven, en muchos casos es porque han caído en manos de la delincuencia.
Así es, muchas otras desapariciones están relacionadas con las actividades del crimen organizado, o con la trata de personas en el caso de las mujeres y menores de edad. Esto genera psicosis entre la población que, ante la ausencia de un familiar, entran en pánico, e interponen la denuncia por desaparición, quizás a eso obedece el repunte en las denuncias.
Esto, cabe decirlo, también abona a la estigmatización y al riesgo, sobre todo de las mujeres, pues en cuanto se difunde sobre la desaparición de alguna persona del sexo femenino, de inmediato aparecen los prejuicios y se culpa a las familias o a las mujeres y se le resta importancia a la desaparición, ligándolo con estereotipos de género, como que seguramente “se fue con su novio”.
En todo caso, las desapariciones de personas requieren una aproximación interdisciplinar que permita prevenir el fenómeno, y concentrar los esfuerzos de localización en las personas que están en verdadero riesgo.
También lea: Madre e hija desaparecieron y la Fiscalía de SLP no investiga el caso
Ayuntamiento de SLP
Demanada contra el Ayuntamiento asciende a 300 mdp por caso RICH
Galindo señaló que tras el accidente, el municipio actuó de inmediato sancionando al responsable del evento e inhabilitó a los organizadores
Por: Redacción
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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