octubre 11, 2025

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#4 Tiempos

F. Scott Fitzgerald y sus problemas con las mujeres | Columna de Carlos López Medrano

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MEJOR DORMIR

 

Existen mujeres capaces de encender una chispa en el corazón de los hombres. Y así como esta chispa puede iluminarlos, también puede consumirlos hasta que no queda nada de ellos. Se ha escrito mucho sobre el impacto que Zelda Sayre dejó en Scott Fitzgerald, pero se ha hablado un poco menos de Givebra King, quien llegó antes: ella fue la llama que alumbra al escritor estadounidense como solo puede hacerlo el primer gran amor. Un amor imposible que forjó su carácter y que contribuyó a dejarlo en un estado de perpetua melancolía.

Ginevra King, una joven socialité perteneciente al grupo de las Big Four, las solteras más deseables de Chicago, desempeñó un papel fundamental en la formación del temperamento de Fitzgerald y en los temas recurrentes en su obra desde tierna juventud. Aunque Estados Unidos carece de casas reales, su estatus se asemejaba a una especie de princesa de aquel país. Ecos de su personalidad están presentes en cuentos como El joven rico o Sueños de Invierno. Y de manera más prominente en Daisy Buchanan de El Gran Gatsby, que a la fecha hay quienes enlazan erróneamente a Zelda.

El romance entre King y Fitzgerald se desarrolló entre los años 1915 y 1917, cuando ella tenía dieciséis y él dieciocho. Ginevra, hija de padres adinerados y hechicera de hombres (incluso fue expulsada de la escuela por coquetear desde la ventana con un grupo de estudiantes que la admiraban afuera de su habitación por las noches), estaba acostumbrada a una vida llena de lujos, algo que Scott no podía ofrecerle. A pesar de esto, ella se convirtió en la mujer en la que él depositó sus ideales y deseos. Fue el espejismo que a veces perseguimos en un horizonte inalcanzable.

Ginevra tenía numerosos pretendientes provenientes de familias adineradas que le ofrecían beneficios con los que Scott no podía competir. Es famosa la oposición que la familia de King ponía a aquel noviazgo y la frase lapidaria que alguien le soltó al escritor en una ocasión (algunos lo atribuyen al suegro): «Los chicos pobres no deberían pensar en casarse con jóvenes ricas».

Pero estar con ella era alimento para su egolatría y le hacía creer por un tiempo que formaba parte de un mundo en el que no encajaba. Era un esclavo de su propia imaginación como sugirió en A este lado del paraíso. En algunas de sus historias, deja entrever la sensación que lo embargaba: Ginevra había jugado con él. Del mismo modo en que algunos felinos hacen con sus presas, mostrándole interés y una esperanza que a la postre apagan con zarpazos. La felicidad transmutada en agonía.

En adelante, Fitzgerald no conservó los momentos de alegría junto a Ginevra, sino la amargura y el dolor de la separación. Era un hombre ambivalente, navegando entre la luz y la sombra. Ginevra, en todo caso, fue quien moldeó su actitud hacia la vida, y su ruptura lo empujó cada vez más hacia el cinismo. Las inolvidables líneas finales de Sueños de invierno revelan claramente sus sentimientos.

Hace mucho, mucho tiempo, hubo algo en mí, pero ha desaparecido. Ha desaparecido, ya no existe. No puedo llorar. Y tampoco lamentarlo, porque no volverá jamás.

La relación terminó sin que el autor cumpliera con la penúltima línea de ese fragmento. A través de sus cuentos y novelas, Scott Fitzgerald enviaba señales a la mujer amada, relevando sus pareceres a través de personajes con evidente anclaje a su vida personal. También expresaba vendettas hacia aquellos pertenecientes a una clase social que no lo aceptaba y que tenía el monopolio sobre Ginevra. Ella lo leyó, pero ya no hubo reciprocidad. No necesariamente por falta de ganas, imposible saberlo con certeza, pero sí al menos por inclemente sucesión de circunstancias que alejan a las personas que no están destinadas a estar juntas. La vida separa a los que se aman, con suavidad, sin hacer ruido. Y el mar borra sobre la arena los pasos de los amantes separados, decía Jacques Prévert.

Scott y Ginevra tuvieron pocos encuentros en persona. Mantuvieron, eso sí, una intensa comunicación a distancia a través de decenas de cartas llenas de coqueteos y provocaciones, por lo que su amor tuvo un cariz de imaginario, teñido de una poderosa idealización. Un esbozo del paraíso anhelado. Sin embargo, su final condujo a lo que Salinger describiría como «el corazón de una historia quebrada», un vínculo que deja esquirlas en el interior de quien ha sido abandonado, esquirlas que cada tanto vuelven a arder. Lo que más quería no pudo ser. Había estado tan cerca, había sentido su calor, imaginado el porvenir a su lado, y un mal día… se difuminó entre sus dedos.

Esta relación frustrada dejó a Fitzgerald con una espina clavada en el fondo. Lloró por ella el resto de sus días. Un chasco que tenía espejo en su situación literaria y financiera. El nervio del escritor correspondía a un hombre sabedor de lo que merecía, sin tenerlo. Un hombre endeudado económicamente que a su vez sentía que la vida estaba en deuda con él. Conocía las altas esferas desde el interior. Los lugares, la ropa, las costumbres, personajes, las bebidas. La fortuna estaba ahí, a la mano, pero no podía aprehenderla.

Críticos como Hernán Poblete Varas han apuntado a esa tragedia fitzgeraldiana: alguien que estaba cerca de sus sueños, quien los veía inminentes, a punto de ocurrir… sin que llegaran a concretarse. Entre el frenetismo de la escritura y la bebida (sobre todo esta última), disimulaba o pretendía olvidar lo que había perdido para siempre. Aunque eventualmente llegaba ese momento en el que un recuerdo se interponía en su labor. Entonces rompía en llanto, como un niño perdido.

Los vaivenes de su obra eran insuficientes para asegurar una permanencia en la gloria. Incluso en sus puntos más altos, carecía del dinero conferido por el linaje, el que en verdad cuenta para los magnates y sus allegados. Dentro de las clases sociales hay estratos que trascienden al signo materialista. El old money que atiza las farras de los Beautiful and Damned y que servía de garantía para aquel tipo de muchachas que buscan más un proveedor que un cariño incondicional; alguien que pueda solventar viajes y atuendos como atributo de la masculinidad. Muchos sacrificios han estado motivados por mujeres de pechos grandes enfundadas en vestidos floreados.

Como Borges decía de Oscar Wilde, Scott Fitzgerald era un superficial muy profundo. Su visión del amor interesado quedó patente en un pasaje de El Gran Gatsby en que uno de los personajes relata el colapso de su matrimonio. Myrtle Wilson se casó enamorada, solo para dejar de amar a su esposo una vez que descubrió que no tenía dinero. El horror llegó al enterarse de que en su propia boda había usado un traje prestado por alguien más. «Me casé porque creí que era un caballero. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme lo zapatos con la lengua».

Fitzgerald era un crítico feroz de las clases altas, pero al mismo tiempo quería inscribirse en ellas y jugar según sus reglas del juego. En este sentido, tenía una visión opuesta a la de Ludwig van Beethoven. Para el compositor alemán, la distinción del genio superaba la mera circunstancia de aquellos que se amparaban en su cuna y título nobiliario para justificar su ostentación. Beethoven creía firmemente que los verdaderos artistas poseían un don que inclinaba la balanza espiritual. En contraparte, Fitzgerald hacía un esfuerzo sostenido por estar ahí con los potentados que le miraban por encima del hombro. Creía que así podría tener el estatus que tanto anhelaba. Además de sentir atracción, sus sentimientos hacia Ginevra estaban en cierta medida fundamentados en el prestigio que ella podría brindarle.

Pero nunca nada fue suficiente para Fitzgerald. La redención que encontraba en la opulencia se desvanecía rápidamente. A pesar de sus gastos y su lucha por mantener un estilo de vida propio de los ricos, siempre había alguien con un coche mejor, joyas más deslumbrantes y la capacidad de viajar durante más tiempo, todo sin caer en deudas. La carrera era imposible desde el planteamiento que él mismo deparó para sí. Mientras que para otros, la riqueza les llegaba de forma natural a través de la herencia, él tenía que forjarla con arduo trabajo por medio de una obra que experimentaba altibajos. Eventualmente la flor se marchitó y no volvió a la altura de los días soleados.

Debido a las necesidades económicas urgentes, Fitzgerald postergó sus proyectos de novelas a favor de escribir cuentos para revistas y trabajar en proyectos cinematográficos. Algunos de los cuentos eran memorables, otros estaban hechos con prisas, con la complacencia del lector en mente. Priorizó los ingresos inmediatos que requería por su agitado modo de gastar, decisión que le pesó siempre, ya que consideraba que las novelas eran su camino hacia la inmortalidad literaria. Las angustias financieras y románticas afectaron su productividad artística, justo la arena en la que podía vencer a todos aquellos jóvenes del jet-set que conoció en Princeton y en las fiestas en las que solo encajaba de medio cuerpo.

Al final, solo pudo completar cuatro novelas, habiendo transcurrido nueve años entre la tercera y la cuarta. Estaba agotado y consumido por las prontitudes y los excesos de la noche espirituosa. Tras la publicación de Hermosos y malditos, hubo un periodo de dos años en los que solo escribió seis cuentos y un puñado de artículos. «Un promedio de cien palabras diarias», como diría en una de sus cartas. Una nadería frente a lo que se esperaba de él.

Tras la ruptura con Ginevra, en 1918 Scott Fitzgerald conoció a Zelda, otra chica agitada que reanimó el fuego que creía perdido… hasta que ese fuego también lo consumió. Siempre hay una mujer que te salva de otra, y mientras esa mujer te salva, se prepara para destruirte. Palabras de Charles Bukowski que aplican para el caso, con la salvedad de que la destrucción fue mutua. Un choque de trenes que tuvo una dramática conclusión para ambos.

Tanto para Zelda como para su familia, la estabilidad económica era igualmente un factor crucial a la hora de formalizar y unirse en matrimonio. De modo que Scott inicialmente fue rechazado por ella, ya que en ese momento aún no había alcanzado el estatus de autor consolidado. Sus ingresos en el mundo de la publicidad y publicaciones en revistas podían ser suficientes para ser feliz en la modestia. Pero ni él ni sus aspiraciones lo eran.

Scott luchó por estar a la altura de las expectativas de unos Roaring Twenties que contribuyó a romantizar. Necesitaba solvencia para sostener la ficción que había cimentado y para llevarle el ritmo a los caprichos de pareja. Su primera novela, A este lado del paraíso, fue un campanazo que le hizo soñar con un futuro próspero que no se consolidó. El endeudamiento fue una constante, una presión que retrató con humor en Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año.

Scott Fitzgerald era un tierno animal que cazaba algunas presas para obsequiar a mujeres que miraban con desdén aquello que tanto trabajo le había costado conseguir. Tal vez, si en vez de cazar, hubiera contemplado la belleza de esos pájaros, dejándolos volar, su historia habría tenido menos chascos y sufrimientos. Un error común entre los hombres es obnubilarse ante la fatuidad de quien los desdeña en vez de aliarse con los seres indefensos que cantan para animarlos.

Como uno de sus tantos héroes trágicos, Fitzgerald terminó enfermo, quebrado y sin los reflectores que merecía. Sumido en la humildad, el purgatorio del dandy. La posteridad le reivindicaría. Su obra se vende por decenas de miles en todo el mundo e inspira a noveles escritores. Emblemas que podría presumir ante aquellos ricachones que le acomplejaban y vedaban la entrada a la alta sociedad. Ellos quedaron en el anonimato, mientras que él ocupa un lugar especial en la historia de la literatura. Beethoven tenía razón.  

Pero qué más da si Scott no puede enterarse. Falleció en 1940, pocos días antes de Navidad. Tenía 44 años. Al funeral acudieron cuatro gatos. Se marchó creyendo que era menospreciado y que estaba destinado al olvido. Tal vez Ginevra se acordó de él en alguna hora perdida de abril.

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#4 Tiempos

Las dos mujeres de Truman. Palabras con cicuta

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Apuntes

Hay autores que escriben un solo amor con distintos nombres. Truman Capote lo hizo con los de Nancy Clutter y Holly Golightly: la muchacha asesinada y la mujer que huye. Dos rostros de la misma herida.

Nancy era todo lo que el mundo aprueba: pureza, promesa, familia. Una adolescente que hacía listas, organizaba fiestas y creía que el bien era una costumbre diaria. Holly, en cambio, era todo lo que el mundo juzga: libre, contradictoria, caprichosa, superviviente. Todo sinónimo de “libre y espontánea”.

Ambas están solas frente a una sociedad que las define, una desde la muerte y otra desde el deseo.

Yo creo que Capote estuvo enamorado de una mujer que fue las dos. Una que lo deslumbró por su bondad y lo desarmó por su caos. En Nancy encontró la integridad que él nunca tuvo; en Holly, la libertad que siempre le fue negada. Una mujer que cocinaba con delantal los domingos, pero que podía desaparecer una semana sin explicar por qué. La amaba por lo que lo salvaba y por lo que lo destruía.

En A sangre fría, Capote mira a Nancy como si aún pudiera rescatarla. La describe con ternura casi maternal, pero también con una envidia melancólica: ella no sabía lo que era la vergüenza ni el exceso. En Desayuno en Tiffany’s, en cambio, elige no salvar a Holly. La deja ir. Le permite el privilegio que Nancy nunca tuvo: seguir viva aunque nadie la entienda.

Quizá esa fue la forma en que Truman se reconcilió con su propia culpa. Escribir a la que murió como víctima y a la que se fue como promesa. Una purificada por la muerte, la otra condenada a vivir

. Entre ambas, Capote puso su propia alma: la de un niño que soñaba con el orden de Nancy y despertaba con el desorden de Holly.

No se puede amar a dos mujeres tan distintas sin romperse un poco. Pero Capote lo hizo. Amó la pureza que se deja matar y la libertad que se mata sola.

Y quizá, como tantos de nosotros, entendió demasiado tarde que una y otra eran la misma. Que la vida te puede matar por ser buena o por querer ser libre. Y que entre esas dos muertes —la literal y la simbólica— se esconde el precio de vivir como uno quiere.

Punto.

Y aquí estoy yo, leyendo a Truman y sintiendo que me contó la historia antes de que ocurriera. Porque yo también quise que Holly fuera Nancy: que se quedara, que colgara su vestido brillante y se sentara a esperar el desayuno. Pero ella eligió la noche, otro hombre, otra ciudad.

Yo sigo aquí, recogiendo los platos, preguntándome si alguna vez alguien puede amar a una mujer así sin terminar escribiendo sobre su ausencia.

Quizá eso somos los que escribimos: los que convertimos el abandono en literatura.
Los que seguimos hablando con las Holly que quisimos que fueran Nancy, aun sabiendo que la vida —como en Capote— siempre acaba a sangre fría.

Yo soy Jorge Saldaña.

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#4 Tiempos

Antonio Castro Leal, su papel por la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En los movimientos y propuestas por la autonomía universitaria en el país, son varios los potosinos que figuran como pioneros, algunos no muy mencionados en este proceso. Entre estas figuras encontramos a Valentín Gama y Cruz, Rafael Nieto Compeán, Manuel Nava Martínez y Antonio Castro Leal quien estaría involucrado en los dos más importantes movimientos por la autonomía universitaria, el caso potosino y el de la universidad nacional.

Antonio Castro leal, abogado de formación y literato por vocación nació en San Luis Potosí en la última década del siglo XIX, el 2 de abril de 1896 y como varios potosinos iría a la Ciudad de México a continuar sus estudios a principios del siglo XX, donde fincaría su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria adquiriendo una formación humanística que guiaría su vida profesional. Fue uno de los fundadores del proyecto conocido como Ateneo de la Juventud y la fundación de la Preparatoria Libre.

Ingresa a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y cofundaría la Sociedad de Conferencias y Conciertos en 1916, a cuyos siete fundadores se les llamaría “los siete sabios”, junto a Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva, Jesús Moreno Baca, Alfonso Caso y Alberto Vázquez del Mercado. “Los siete sabios”, nombre que nació mas en tono de burla que de reconocimiento, se caracterizaban por ser un grupo lleno de inquietudes culturales y políticas, aficionados a la música, la literatura y cultura en general; jóvenes precoces de 19 y 20 años de edad que ya eran profesores universitarios.

El papel pionero de Valentín Gama, por la autonomía universitaria cuando asumió el rectorado de la entonces Universidad Nacional de México, ya lo hemos tratado en esta columna, pero por aquella época revolucionaria Antonio Castro Leal, figuraría entre los primeros mexicanos que impulsarían los proyectos de autonomía universitaria.

Su interés político se manifestaría en 1917, cuando con sus compañeros universitarios que integraban “los siete sabios” extendieron al Congreso de la Unión la primera solicitud de autonomía universitaria, como protesta ante la Constitución de ese año, que suprimía a la Secretaría de Educación Pública creando a cambio un Departamento Universitario que el Senado integró a la Secretaría de Gobernación; determinación que molestó a estudiantes y profesores y como parte de la protesta, Castro Leal y sus amigos de los siete sabios enviaban la solicitud de autonomía universitaria al Congreso de la Unión, de la cual nunca hubo respuesta.

Años después, Antonio Castro Leal, sería rector de la Universidad Nacional de México, siendo el segundo potosino en ocupar ese puesto y durante su rectorado se conseguiría como un gran triunfo histórico la autonomía universitaria transformándose la Universidad Nacional en Universidad Nacional Autónoma de México.

Por ese entonces la autonomía de la universidad potosina, que se considera la primera a nivel nacional en haber obtenido ese carácter con la iniciativa de Rafael Nieto, le había sido retirada y la recuperaría en parcialmente en 1935 siendo gobernador Idelfonso Turrubiartes. La completa autonomía y formación estructural académica de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, la lograría el Dr. Manuel Nava con el apoyo del gobernador Ismael Salas en la década de los cincuenta del siglo XX, como apuntamos en la entrega anterior de esta columna. En este movimiento académico en San Luis, estaría participando de manera indirecta también Antonio Castro Leal como miembro de la Academia Potosina de Ciencias y Artes que impulsó el movimiento renovador de alta cultura que incidió en la moderna formación de la UASLP.

Antonio Castro Leal obtuvo los grados de licenciado y doctor en derecho por la UNAM y doctor en filosofía por la Universidad Georgetown en Washington, Estados Unidos. Durante algún tiempo se dedicó a la docencia como actividad principal dictando cátedra de literatura en la Escuela de Altos Estudios, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, también impartió la cátedra de derecho internacional en la Escuela Nacional de Jurisprudencia.

Su papel en las instituciones educativas y culturales mexicanas fue muy importante teniendo un destacado papel protagónico, entre ellas la dirección del Instituto Nacional de Bellas Artes, entre muchas otras.

Su actividad literaria, otra de sus pasiones, la inicia en 1914 distinguiéndose como escritor, ensayista y crítico de las letras mexicanas. Escribió poesía usando el pseudónimo de “Miguel Potosí”. Castro Leal es uno de los muchos potosinos que escribieron su historia en el mundo de las letras y que figura como un protagonista por la autonomía universitaria en el país.

Antonio Castro Leal murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1981.

También lee: Manuel Nava, médico, humanista impulsor de la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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#4 Tiempos

Siempre Autónoma… ¿o hasta la victoria siempre?

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APUNTES

 

Así “sin querer queriendo” me encontré una película que para mí es fabulosa: “13 días”. John Efe, era encantador… Fidel, un hombre que jamás se hincó ante el “imperio” mmmm… ¿De qué lado están ustedes? ¿“Team Fidel, que no se rinde pero tampoco se alinea”, o “Team John”?

La UASLP es como la Cuba de Fidel: No, ¿cómo cree presidente? Nosotros no tenemos nada en su contra, pero pues la hermana República de Rusia nos regaló unos misiles… ¿Qué haría usted?

Presidente… nuestra patria es autónoma, libre, independiente… no se meta, pero queremos el mismo derecho que usted a meternos en lo que nos dé la gana y golpearlo a contentillo… métase cuando a nosotros nos convenga… es nuestro derecho y hasta deber.

Presidente: vamos a lanzar nuestros misiles, pero no queremos hacerles daño… solo que usted nos hace daño y nos comportamos IGUAL que usted.

¿Autonomía? Claro. Que hermosa palabra. Caperucita pudo ser la más puta con el lobo, pero… fue decisión de ella (muy autónoma) señalar a quien ella consideró culpable… y mataron al lobo.

Deme una salida, presidente…

— Ok.

Eres a partir de hoy, autónomo. Pero bloqueado. Aceptas lo que te diga, pero dirás que no aceptaste. Hablo yo. No tú

… y te tienes que agachar, aunque tú tengas los misiles.

—Ganamos.

Hasta la próxima.

Yo soy Jorge Saldaña

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Opinión

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