#4 Tiempos
Pruebas de amor | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
«Una vez, un rey hizo una fiesta e invitó a ella a las mujeres más hermosas del reino.
»Un soldado que hacía guardia aquella noche vio pasar a la hija del rey, que era la más hermosa de todas, y quedó prendado al instante de su belleza. Mala cosa, pues ¿qué podía esperar un pobre soldado a cambio de su amor? ¡Si se hubiera enamorado de otra! Pero no, tuvo que enamorarse precisamente de la más inaccesible. Aún así, esa misma noche logró acercársele y le dijo entre suspiros y lágrimas que no podía vivir sin ella. La princesa, que quedó impresionada de su gallardía, le respondió: “Si sabes esperar cien días y cien noches de pie bajo mi balcón, el último día me casaré contigo”.
Alentado por tales palabras, el soldado se puso a esperar. Un día, y dos, y diez, y veinte. Y cada noche la princesa se asomaba al balcón para comprobar que su amador perseveraba, mientras éste estaba siempre ahí, derecho, en su puesto. Lluvia, viento, nieve: nada lo movía. Los pájaros lo ensuciaban, las abejas lo picaban, pero él continuaba sin moverse. Al cabo de noventa noches se había puesto seco, pálido. Y le brotaban lágrimas de los ojos. Y no podía detenerlas. Ya no tenía fuerzas ni para dormir. Y, mientras tanto, la princesa lo espiaba.
»Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue.
»-¿Por qué se fue? ¿Tenía que irse justo el último día?
»-Sí, justo el último día. Y no me preguntes la razón, Totò, porque no la sé».
El lector habrá adivinado ya, con toda seguridad, de dónde he tomado yo esta historia para referirla aquí; lo sabrá, sí, porque me parece imposible que no haya visto por lo menos una vez en su vida Nuovo Cinema Paradiso, la película de Giuseppe Tornatore, el famoso director italiano, y si la vio una vez no creo que haya podido olvidarla; pero, por si las dudas, me permito recordarle que esta historia fue contada por el viejo Alfredo a Salvatore (Totò) el día en que éste le confesó hallarse perdidamente enamorado de la hija de un rico banquero de su ciudad.
¿Qué había querido decirle el viejo a su joven amigo al contarle semejante historia? ¿Que la muchacha por la que suspiraba no le convenía?, ¿que esa relación asimétrica, desigual, lo haría sufrir?, ¿que las mujeres son siempre caprichosas?, ¿que lo son casi por naturaleza? No lo sabemos; y, sin embargo, hay que reconocer que se trataba, en efecto, de una extraña historia de amor. ¿Por qué el soldado había decidido renunciar al amor de la princesa precisamente el último día?
Aunque Alfredo guarda silencio en torno a esta difícil cuestión, creo adivinarlo: el amor es otra cosa que un juego de obstáculos; éste se da sin pedir nada a cambio y sobre todo sin tender trampas. Si la princesa amaba al soldado, lo amaría desde el primer día, y si no lo amaba, no lo amaría ni aún después del centésimo. ¿No se apenaba la princesa desde su balcón viendo sufrir a aquel soldado, no se enterneció ni por un instante al verlo triste, macilento y temblando en la intemperie? El hombre había perdido el color, el habla, la alegría; ahora bien, ¿nada de esto significaba nada? ¿Es que, más bien, quería verlo muerto de amor por ella? Pero, al parecer, no: nada de esto le importaba: ella únicamente quería saber hasta donde podía dar de sí una paciencia humana. Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue. ¿Justo en la última noche? Sí.
Cuando uno escucha el desenlace de la historia casi se siente impulsado a gritar: «¡Qué lástima! ¿Por qué no se esperó el soldado un poco más? ¿Por qué no aguantó hasta el final? ¡Ay, estaba ya tan cerca de conseguir el trofeo!», pero quien así grita no ha logrado entender de qué va la cosa precisamente. En realidad, el soldado hizo bien en tomar su silla y marcharse a llorar de pena a otro lugar. Ya encontraría después a alguien que entendiera el amor de otra manera y uniera su silla a la de él para no dejar perder cien días valiosos e irrepetibles. Es una lástima que el soldado haya hecho lo que hizo, pero de cualquier manera estuvo bien así. ¡Allá que se quede la princesa con sus balcones, sus condiciones y sus pruebas!
He aquí otra historia, parecida a la anterior: un día, en tiempos del rey Francisco I de Francia, una mujer que era pretendida por cierto capitán de la guardia escocesa arrojó uno de sus guantes a una jaula llena de fieras, pues quería demostrar a sus amistades en cuán alto grado era amada por el militar. Una vez que hubo echado el guante, dijo a su pretendiente en presencia de todos: «Si de veras me ama, tráigame acá esa prenda». El capitán se enrolló su capa en el antebrazo, entró en la jaula armado con un puñal y entabló con los leones una lucha feroz –sí, al parecer eran leones-. Por último, salió de la jaula con el guante en la mano, se lo arrojó en la cara a la dama y se retiró de su presencia para no volver a verla nunca más. Y de este modo la dama perdió a su enamorado para siempre. ¡Menos mal!
¿Qué hay que pensar de aquellos que andan siempre pidiendo pruebas a los que los aman: pruebas como éstas o de otro tipo (me refiero, claro está, a ésas que ya se imaginará el lector por poco malicioso que sea)? Digámoslo brevemente: que sencillamente lo han echado todo a perder…
El afecto es una de esas cosas que no pueden demostrarse; hasta ahora, por lo que sé, no existe ninguna prueba de la existencia del amor que lo haga a uno sentirse un poco más seguro. Es por eso que preguntaba el filósofo francés André Comte-Sponville: «¿Qué felicidad hay que no esté amenazada? ¿Qué amor que no esté temblando?». Pues bien, sí, es necesario aceptar de antemano esta naturaleza temblorosa del amor o no amar en absoluto; es necesario confiar en la persona que se ama o irnos con nuestra música a otra parte. No hay nada que probar: o uno confía o simplemente no ama. ¡Las cosas son así! ¿Y qué podríamos hacer para cambiarlas?
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#4 Tiempos
Irantza Goytia, brillante estudiante potosina | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Irantza Aleixa Goytia Hernández, jovencita de Tamazunchale, acaba de graduarse en Inglaterra en el nivel medio superior, como parte de su carrera de formación que iniciara en Tamazunchale y que siguiera por el camino de la educación extraescolar, aprovechando los espacios de participación educativa y formativos para niños y jóvenes en el campo de la recreación científica.
En Tamazunchale, la Dra. Pilar Suárez impulsó el programa Expociencias que está dirigido a niños y jóvenes donde desarrollan y defienden un proyecto científico en áreas de las ciencias y las humanidades desde el jardín de niños hasta preparatoria. En este programa Irantza participaría cuando estudiaba la primaria obteniendo uno de los primeros lugares lo que le permitiría representar a San Luis Potosí en Expociencias Nacional, donde a su vez logró acreditaciones para representar a México en concursos internacionales que forman parte del Movimiento Internacional para el Recreo Científico y Técnico, el MILSET.
En Tamazunchale, también participaría en el programa Niñas en la Ciencia que coordina la propia Dra. Suárez. Este programa es un programa internacional de niñas y mujeres haciendo ciencia. Estos espacios fueron detonantes para el reconocimiento al talento de niños y jóvenes en el que destacaría Irantza Aleixa. Desde primero de primaria participó en Expociencias, ganando en dos ocasiones veces a nivel nacional e internacional. Ha participado en diferentes concursos locales. Como la niña presidenta de Tamazunchale, al igual que en foros internacionales sobre STEM.
En uno de los eventos internacionales le ofrecieron una beca para estudiar en Reino Unido, cuando estudiaba bachillerato en el CBTIS 187 de Tamazunchale; en Inglaterra volvió a comenzar sus estudios de bachillerato de donde se ha graduado en Gales Reino Unido en el en el UWC (Colegios del Mundo Unido) Atlantic. La ceremonia donde recibió sus estudios de Bachillerato Internacional, fue presidida por el director, Naheed Bardai estando presente el Primer Ministro de Gales, Eluned Morgan. En esa ceremonia también se graduó Sofía Borbón Ortiz, hija de los reyes de España.
El buen éxito en sus estudios en Reino Unido le permite poder acceder a otra beca para realizar sus estudios profesionales en Inglaterra; Irantza tiene planes también de estudiar en Estados Unidos, aunque la situación actual para estudiantes mexicanos en Estados Unidos no es muy prometedora por la política de Donald Trump.
Irantza Aleixa Goytia Hernández, fue estudiante de la escuela primaria pública Rafael Ramírez Castañeda, de Tamazunchale, entonces, desarrolló un proyecto que se llama “Conociendo la naranja”, el cual propone que el aceite de la piel de esta fruta, conocido como limoneno puede ayudar a degradar el unicel, que normalmente tarda cientos de años.
Mostró este trabajo en la Expociencias Tamazunchale, obteniendo su acreditación para participar en la Expociencias San Luis Potosí, después, en Expociencias Nacional efectuada en Morelia, donde su proyecto fue considerado de los 50 más interesantes de su categoría y, por tanto, fue invitada a participar en la Feria de la Ciencia y la Tecnología en Paraguay.
Por esta vía a participado en las Ferias de Chile y Brasil representando al estado y al país; ya tuvo otras participaciones con proyectos en las Expociencias de Paraguay 2019, Perú 2019, Chile 2020, Guatemala 2021, Chile 2022, Brasil 2023. En 2019 le fue otorgado el Premio Estatal de la Juventud. El encauzamiento de formación no formal que permiten este tipo de programas ha sido aliciente para que Irantza pueda tener esa experiencia internacional que ha ayudado a su formación aprovechando el talento que ha exhibido. Los espacios de participación en Tamazunchale han sido fundamentales y siguen apoyando a niños y jóvenes de la Región Huasteca Sur.
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#4 Tiempos
La Habana que vive en Mérida (yo sé que volverás) | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Es difícil decirles que no a algunas mujeres. Basta una inflexión en la voz, un destello felino en los ojos, y uno se queda desarmado. Aquella noche, en Mérida, yo estaba cansado no solo de la jornada, sino del mes entero. El calor del día —una asfixia que oscilaba entre los 38 y 40 grados— había cedido al fin un poco: la luna ofrecía una clemencia que el sol había olvidado. Los tejados coloniales invitaban a dar un paseo.
Ante el acumulado laboral y sus desgastes tuve a bien hacer lo mejor que uno puede hacer en algunas circunstancias: olvidarse de todo y rascarle al día los últimos minutos, con dignidad, porque mañana —ya lo sabes— será otro campo de batalla. No visitaba Yucatán desde que era un bebé, así que debía salir y escarbar algún gramo de historia. Me lo debía, me debía la búsqueda de una grieta. Una ciudad como Mérida no puede reducirse al trabajo. Tenía que salir.
Una breve investigación me reveló la existencia de una cantina: La negrita, la más antigua de Mérida. Buen nombre. Estaba a pocas cuadras del hotel en el que me hospedaba y eso bastó. Salí con la intención de tomar lo que fuera, comer algo sencillo, y luego dormir sin (tantos) remordimientos.
Caminé por la calle 62 en el Centro Histórico de Mérida, en horas en las que ya había bajado el bullicio. La gente andaba sin prisa, las vitrinas mostraban guayaberas bordadas, arte y diseño local; mucho objeto enfocado en turistas que no corresponderán tal amor y que solo le verán el lado kitsch. Las calandrias con sus pobres caballos ya no esperaran a nadie.
Iba firme rumbo a La negrita, cuando a una cuadra y media topé con el jardín de una casona: mesas desperdigadas bajo un árbol enorme, luces tenues como de un antiguo parque y el murmullo prometedor de algo que todavía no empieza. Me detuve a mirar. Fue entonces cuando apareció ella. Una joven de acento cubano, sonrisa amplia y esos ojos de quien sabe convencer sin apurar (el tipo de persona que cautiva no porque imponga nada o levante la voz, sino precisamente porque no lo hace). «Buenas noches, pásele», dijo. «Hoy tenemos un trío con boleros en vivo. Comienza a partir de las diez».
Le agradecí, pero seguía firme con mi plan. No quería comprometerme. Sin embargo, aquella muchacha era muy gentil. Y atractiva, con ese brío que alumbra a las mujeres en sus veintes y que al cabo de un tiempo se disipa para no volver jamás. «Ande, venga, se la pasará muy bien. No me diga que no».
Ella era una de esas mujeres a las que es complicado decirles que no. «Vuelvo más tarde», le dije. «Tengo un compromiso con alguien», agregué, sin precisar que me refería a La negrita.
No era un mal plan. Podía beber algo en el otro sitio, tal vez comer algo y regresar después a la casona para los boleros. Al mismo tiempo no estaba del todo convencido. No sería la primera promesa que el viento se llevara consigo. Ya se vería.
La Negrita era distinta a lo que esperaba. Había imaginado una cantina tradicional: uno de esos tugurios perdidos en el tiempo con ventiladores un aspa rota, mesas de madera raspada, y en el que un grupo de ancianos juega dominó y bebe tragos lentos en el afán de arañar alguna memoria. Y no. Aquello era otra cosa. Un sitio grande, con luces neón colgadas como frutas eléctricas, gente de todas las edades moviéndose al ritmo de un grupo en vivo que disparaba ráfagas de cumbia, salsa y alegría.
Me senté en la barra. El calor había vuelto para apretar los labios, así que pedí una cuba servida en una copa de un litro, como si la sed del Caribe tuviera medida. Luego, animado por el ambiente y la seguidilla de temas ofrecidos por el conjunto que alumbraba el escenario, y para no desentonar, me aventuré con una bebida que no acostumbro: un mojito, igual de generoso, que apuré cuando me avisaron que el lugar cerraba a las diez. Lo lamenté, aquel era un lugar magnífico para quedarse encerrado.
Los meseros eran atentos, veloces, con un ritmo que mezclaba profesionalismo y picardía. Uno de ellos me susurró que si quería seguir la fiesta había un sitio con más música, mezcal y mujeres que iría más allá de la medianoche y que todos —él, sus compañeros, varios clientes, quizás hasta los músicos— acabarían allá. Lo descarté. Yo ya venía agotado. Solo quería volver al hotel y envolverme en el aire acondicionado cual si fuera un chapuzón en la alberca.
Aunque ya se sabe, a veces cuando uno se rinde surgen otros planes. Al regresar por la calle 62, antes de doblar hacia el hotel, escuché el eco de un bolero flotando en el aire. Y ahí estaba de nuevo la casona, como si me estuviera esperando para cumplir la promesa que hice a la muchacha cubana que ahí reapareció.
—Estoy de vuelta para tomarme algo con ustedes —le dije—. Creo que llegué a tiempo.
Me sonrió con un gesto sin sorpresa. No soy el primero al que convence.
Entré. Me senté frente al grupo Trío Ensueño que tocaba los boleros. Detrás de mí, dos parejas cuchicheaban sobre sus andanzas de juventud. A mi derecha, un hombre mayor compartía mesa con dos mujeres cubanas que le flanqueaban. Para alguien que mirara de fuera podíamos pasar por nighthawks del Caribe.
La gerente del lugar, una mujer rubia, se acercó a ofrecer la carta. Le pedí un cóctel. Me miró con una mueca de disculpa: el bartender no había venido y ella no sabía preparar bebidas. Tendría que conformarme con una cerveza, a menos que pidiera algo muy simple. Vamos, le dije, creo que usted puede ayudarme. Qué le parece un gin tonic. Solo ponga ginebra en un vaso y complete con agua tónica. Échele un chorrito de limón. Nada más. Está bien, lo intentaré, dijo, como si le propusiera una travesura.
El acento de la mujer rubia también era cubano. Parecía que había aterrizado en una versión paralela de La Habana, esa que vive oculta en el centro de Mérida. Yo encantado. Todo terminó de encajar cuando vi el nombre del lugar en el menú: Bodeguita del Centro.
Al cabo de un rato, llegó el gin tonic. Fresco, bien logrado. La amable gerente me preguntó, con cierta duda en la voz:
—¿Qué tal le pareció?
—Usted tiene una mano con tino. Le dije que lo lograría.
Asintió con la dulzura que caracterizaba a aquel local, una calidez que no estaba en la decoración ni en la carta, sino en las personas. En ella, en la hostess, en otro mesero que me explicó los platillos, en los músicos que me saludaron al llegar como si fuera un viejo cliente. Me sentí en casa, aunque estuviera tan lejos de ella, aunque no la tuviera ya.
Los boleros seguían desfilando sobre el aire tibio del lugar. El Trío Ensueño desgranaba joyas una tras otra: «Usted», «Sin ti», «Bésame mucho», «Noche, no te vayas», «La gloria eres tú». En un impulso íntimo, grabé un fragmento de esta última y lo envié por video a una persona buena, que estaba a cientos de kilómetros, a modo de carta.
Luego vinieron las complacencias. Una para cada mesa, como si cada cliente trajera una herida secreta que necesitara una canción para sobrellevar en paz. Cuando llegó mi turno, pedí «La barca». Esa melodía que, como siempre, me llevó al sentimiento de añoranza que caracteriza a este tema.
Dicen que la distancia es el olvido
Pero yo no concibo esa razón
Porque yo seguiré siendo el cautivo
De los caprichos de tu corazón
[…]
Hoy mi playa se viste de amargura
Porque tu barca tiene que partir
A cruzar otros mares de locura
Cuida que no naufrague en tu vivir…
Terminé conmovido por la música, por el momento. De tanto en tanto intercambiaba miradas cómplices con el hombre de la mesa de al lado y sus acompañantes, quienes también conocían a fondo esas melodías. Seguí pidiendo de beber.
En una ida al baño noté que era tarde y que al día siguiente tendría que madrugar. El lugar, además, empezaba a cerrar. Hay sitios de los que uno no quiere irse, pero de los que es mejor marcharse a prisa, antes de que lleguen los guardias y apaguen las luces o cualquier imprevisto arruine el recuerdo.
Antes de irme, el hombre de la mesa de al lado se acercó.
—Noté que le gustan las canciones Luis Miguel —me dijo.
—Mucho —respondí, sin saber a dónde iba.
—Déjeme presentarme. Soy escritor. Yo escribí la letra de una canción que quizá usted ha escuchado alguna vez.
—¿Sí? ¿Cuál?
—«Yo sé que volverás», de Luis Miguel. Me llamo Luis Pérez Sabido. Mucho gusto.
Me costaba creerlo. Había escuchado esa letra docenas de veces (musicalizada por Armando Manzanero) sin imaginar que un día coincidiría con su autor en un rincón de Mérida, del que pude haberme perdido de haber cedido a la abulia.
—Es un honor —le dije—. Me encantaría mantener contacto con usted, pero me he quedado sin tarjetas.
—No importa. Vuelve aquí. Suelo venir los jueves de boleros.
—Está bien, volveré.
Al salir, saludé a los músicos que ya charlaban con una cerveza en las mesas del jardín delantero. Agradecí tambaleante a la dueña por el gin tonic improbable y, sobre todo, a la hostess, que aquella noche me había abierto la puerta no solo a un gran lugar, sino de algo más profundo: la historia que había salido a buscar.
—Yo estaba perdido antes de verte —le dije—. Y esta noche me has hecho feliz.
Ella sonrió comprensiva ante mi ridículo.
Volví caminando al hotel con el espíritu renovado, recordando una antigua verdad que había olvidado entre correos electrónicos y obligaciones. Lo importante de la vida está allá afuera, escondido en guaridas donde aún suena la música, donde alguien se sienta a conversar sin mirar la hora, donde una desconocida te cambia la ruta con un guiño.
También está en las viejas costumbres: leer, escribir, dejarse tocar por una canción. Me prometí volver a aquella Bodeguita del Centro… y también a eso que más me gusta de la vida. Que nada destruya nuestros amores. Ni los que ya fueron ni los que están por venir.
Contacto
Correo: [email protected]
Twitter: @Bigmaud
También lee: Un café tomado en Viena | Columna de Carlos López Medrano
#4 Tiempos
Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…
Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».
Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!
Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».
Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…
Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».
Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.
¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída , el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».
¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».
Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!
Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.
Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».
Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.
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