#4 Tiempos
Un cuarto propio | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
No sé si les habrá pasado alguna vez que, al regresar a casa tras una jornada especialmente agotadora, se sintieran de pronto sobresaltados y llenos de terror ante la idea de tener que estarse el resto del día metidos como ratas en su habitación. Confieso que a mí sí.
Durante una temporada más o menos larga, mi cuarto suscitó en mí una repulsión difícilmente describible. Apenas entraba en él, quería huir, inventándome nuevas actividades o acudiendo a compromisos innecesarios. Ideas acerca de cómo emplear el tiempo para aprovecharlo mejor, no me faltaban; lo que me faltaba, más bien, eran ganas de estarme allí sentado, entre aquellas cuatro paredes aborrecibles. Me acordé de Pascal: «Todos las desgracias que sobrevienen a los humanos tienen su origen en su incapacidad de estarse quietos en su propia habitación» (Pensamientos, 139). Pero el problema, al menos en mi caso, no era la quietud, sino la habitación: sencillamente no la soportaba.
Había libros en el piso y en la cama; la computadora apenas cabía en mi mesa de trabajo, la puerta del clóset se había salido de los raíles y la cortina se bamboleaba como una bandera vieja que se cae del asta. Esto sin contar que cada vez que entraba a la pieza tenía que dar saltitos para no tropezarme con los cerros de carpetas que amenazaban con venirse abajo a la menor provocación. Me decía a mí mismo: «¡Nunca más encargaré trabajos escritos a mis alumnos, nunca más! ¿Para qué? ¿Para ahogarme en un mar de papeles? ¡Además, como si no supiera que se los bajan de Internet!».
En una palabra, si la locura es una cima, yo estaba a un paso de alcanzarla.
Una vez, alguien me preguntó: «¿Dónde vives?», y a punto estaba ya de darle mi dirección cuando caí en la cuenta de que allí era precisamente donde no vivía. Trataré de explicarme. Cuando alguien nos pregunta lo que aquel amigo me preguntó a mí, no espera que le demos la dirección en la que trabajamos: casi por un acuerdo tácito ha sido establecido que la verdadera vida siempre transcurre en otra parte, es decir, en la casa. Pero si allí no se vive, si uno no se siente vivir en ella, ¿qué es lo que debemos responder? Mejor sería decir que allí morimos o languidecemos, pero como eso equivaldría a confesar demasiado, lo preferible es callar y limitarse a espetar el nombre de la calle que se nos pide. Así lo hice, y mi amigo quedó satisfecho, al parecer: «Privada de la Alegría, 208», dije.
Lo preocupante del asunto era que aquel desagrado por mi cuarto en particular había llegado a convertirse en desagrado por la existencia en general. Mi humor desmejoraba a ojos vistas y la pregunta por la ubicación de mi domicilio no tardó mucho en convertirse en esta otra, formulada en un tono mucho más alarmante: «¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?». Pero en aquel momento ni yo mismo sabía lo que me pasaba. Lo único que podía asegurar era que me hallaba enormemente insatisfecho.
Es bien sabido que la condición humana es tal que un solo dolor de muelas, con tal de que sea lo suficientemente fuerte, es sufici ente para hacernos desesperar del universo. P ues bien, lo mismo sucedía conmigo en aquel entonces. El mundo me parecía aborrecible, y cuando visitaba alguna casa en la que me invitaban a comer o a cenar, yo decía para mis adentros esta oración, que más que plegaria era un reproche: «¡Señor del cielo: de qué espacios goza esta gente! A mí, en cambio, me has hecho vivir en una jaula de 3 por 2! ¿Por qué a uno todo se lo das y a otros todo nos lo niegas?».
Hasta que un buen día decidí no revisar carpetas, no escribir una sola línea, no hacer otra cosa que arreglar mi cuarto añadiendo anaqueles a mi librero, comprando una mesa más grande y arreglando el cortinero para que entraran el aire y la luz. Ese día pedí perdón mentalmente a los que, esperándome para comer, iba a dejar plantados, y puse manos a la obra. Si no lo hacía esa tarde, no lo haría nunca.
Y el mundo cambió. Todo se hizo más bello y luminoso. El pesimismo cedió su lugar en mi alma a una tranquilidad que se me reflejaba descaradamente en el rostro.
¡Cómo son importantes los lugares! Desde ellos juzgamos el mundo y nos juzgamos a nosotros mismos.
En uno de sus Ensayos, Francis Bacon (1561-1625), el filósofo inglés, hablando «de la manera de conservar la salud», recomendaba especial atención al orden de las habitaciones. «Por consiguiente –escribió-, examinad todas las diversas partes de vuestro régimen, tales como los alimentos, los sueños, los vestidos, la habitación, etcétera, y si encontráis algo que sea dañoso, procurad remediarlo poco a poco».
Muchas veces los temperamentos melancólicos y tristones no son más que el reflejo de la melancolía y la tristeza de los lugares en que viven; si se decidieran a cambiar el orden de los objetos, acaso cambiarían también sus humores y sus estados de ánimo. Me decía un amigo psicólogo en cierta ocasión: «Muchas veces, el cambio del mobiliario de la casa hace más bien que una larga sesión psicoterapéutica». ¡Pero, ay, qué tarde descubrí yo tan elemental verdad!
Alain (1868-1951), el filósofo francés, dijo en cierta ocasión lo mismo que mi amigo, aunque con otras palabras y mucho antes qué el –lo dijo, para ser exactos, en sus Proposiciones acerca de la felicidad-: «Cuando un bebé llora no hay que apresurarse a juzgar el futuro carácter de la criatura: quizá lo que sucede es, sencillamente, que anda un alfiler entre los pañales».
Que me perdonen los que, aquella tarde, no me vieron llegar a la hora convenida y ni siquiera al día siguiente, pero es que era necesario. ¿Qué le vamos a hacer? A veces es absolutamente necesario pensar en uno mismo.
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#4 Tiempos
La cuna de la comunicación inalámbrica es San Luis Potosí | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En este mes de junio se cumplen ciento treinta y nueve años del desarrollo de la comunicación inalámbrica. Desarrollo que es netamente potosino aunque la historia oficial se lo asigne a Marconi que lo diera a conocer diez años después en 1896. El 11 de junio de 1886 Francisco Estrada recibía el privilegio (patente) para comunicar trenes en movimiento con la estación de trenes, asunto que implicaba la comunicación inalámbrica.
No queremos dejar el aniversario en el vacío y de nuevo retomamos este tema que hemos estado dando a conocer a través del estudio de la vida y obra de Francisco Javier Estrada Murguía, el físico mexicano más importante del siglo XIX y que naciera en San Luis Potosí en febrero de 1838.
Las aportaciones de Estrada son abundantes e importantes y muchas de ellas como primicia mundial sea en el ámbito de la electricidad o del magnetismo. Entre ellas la más trascendente es el desarrollo de la comunicación inalámbrica.
La historia de este acontecimiento científico es recogido en mi libro “La Cuna de la Comunicación Inalámbrica” que editara el fondo editorial Rafael Montejano y Aguiñaga en 2021 y que sale a luz después de vencer un sinfín de problemas administrativos como edición financiada por al autor en 2024.
Puede considerarse la obra más completa sobre Estrada en este tema de la comunicación inalámbrica y puede conseguirse con el propio autor en el correo [email protected]
Luis Guillermo Martínez que participó en la presentación del libro, escribe en la Jornada Semanal sobre el libro lo siguiente:
Sobre la formación de la industria en el proyecto de la modernidad, el problema se debe, precisa el autor, a la dependencia industrial con la que se constituyó nuestro país en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. De ahí también se explicaría por qué no se le concedió mayor importancia a los descubrimientos y adelantos de Estrada. Bajo el argumento que asegura una relación estrecha entre los avances del conocimiento tecnológico y la vida social, el autor afirma: “Esta relación puede observarse en las repercusiones económicas, de la vida social, la estructura de la familia y las actividades diarias que se desenvuelven en toda la sociedad.” Con esto se acerca en mucho a lo que planteó Marx al hablar de la “Maquinaria y la gran industria” cuando afirma que “la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia, y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas.” ¿De qué manera se relaciona directamente el conocimiento científico y tecnológico con nuestra forma de vida actual? Por medio de la mercancía, la cual se produce gracias a dicha tecnología y se nos presenta como un hecho cotidiano al que nos enfrentamos de forma normalizada. Así, podemos comprender la forma mercantil desde otras perspectivas, ya no sólo como objetos útiles para nuestra vida cotidiana, sino como dinamizadores de nuestra socialidad, y esto es posible gracias a la tecnología que las sostiene o constituye.
Con sus experimentos sobre la reproducción técnica del sonido, Estrada fue puntal para el desarrollo y cambio radical de pensar estos problemas, que en la historia occidental empezaron con una tensión entre la reproducción y lo auténtico. En la actualidad, se dirime sobre la importancia de la forma de percibir el sonido reproducido técnicamente. La sensación fantasmagórica de escuchar a los que no están presentes, ya sea porque se encuentran lo suficientemente lejos para no oírlos de forma natural o porque ya no se encuentran vivos. También el fenómeno de traer al presente sonidos que fueron parte de otra época y, más aún, realizar un encabalgamiento con los sonidos actuales, algo similar a lo que en cine se conoce como montaje y que ahora en música se le llama sampleo, son elementales para los estudios de la filosofía y sus relaciones con la música. Más que Edison, Tesla y Marconi, estos problemas actuales los empieza a trazar Estrada, formando así, nos dice el autor de la obra, un trébol de cuatro hojas.
Agradecemos a Luis Guillermo Martínez sus comentarios y los invitamos a que se acerquen a la obra de este potosino distinguido que colocó al estado y al país en la palestra mundial a pesar del olvido sobre sus importantes contribuciones a la física que ahora marcan nuestras sociedades modernas.
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#4 Tiempos
La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».
Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.
Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».
La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.
«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».
Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.
Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».
¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».
Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…
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#4 Tiempos
El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.
Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.
Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.
Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.
El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.
Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.
En su romance, los últimos versos dicen:
la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.
Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.
Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.
Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.
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