octubre 19, 2025

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#4 Tiempos

Pensamientos sobre el amor | Columna de Juan Jesús Priego

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Pintura de: Edvard Munch – Amor y Dolor 

LETRAS minúsculas

 

El amor quiere todo el tiempo; quiere la ancha, la profunda eternidad. Como dijo Carlos Fuentes en un libro de marcados tonos autobiográficos, «el amor sólo se concibe a sí mismo sin límites» (En esto creo).

Imaginemos lo que pasaría con el joven que dijera secretamente al oído de su amada: «Te querré diez años». Tratemos de adivinar la reacción que semejantes palabras suscitarían en el semblante de la joven: acaso la sonrisa se le congelaría en el rostro; tal vez crisparía las manos en señal de enojo o de combate, o incluso, si es audaz, hasta daría un empellón al autor de semejante disparate. «Te querré diez años». ¿Por qué diez años y no veinte?, ¿por qué diez años y no mejor uno o ninguno? «Si sólo me querrás diez años, lo mejor es que no me quieras», le diría la pobre mujer al borde de las lágrimas. O quizá también: «Si has fijado de antemano un plazo a tu amor es que en realidad no me quieres».

El amor no se conforma, no se resigna. Lo quiere todo, y dice para sí lo que aquella mujer de Esos cielos, la novela de Bernardo Atxaga, cuando salió de la prisión en la que había estado recluida durante tres años, once meses y veintisiete días: «Es preferible la soledad a las relaciones mediocres». El amor es así: si no obtiene todo, prefiere, orgullosamente, no quedarse con nada.

En una carta dirigida a Regina Olsen, su novia, Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés, escribió un día estas palabras verdaderas: «El hombre que está enamorado desea estarlo siempre: su inquietud, su aspiración, su ardiente deseo hacen que él anhele a cada instante lo que él es en ese mismo instante». Lo diremos con nuestras pobres palabras: el que ama a un ser ni siquiera piensa que pudiera alguna vez dejar de amarlo, y si por ventura contara de antemano con tal posibilidad es que su amor no es aún definitivo ni total.

Cuando escucho hablar a dos jóvenes que piensan casarse y descubro que entrevén, aunque sólo sea remotamente, la posibilidad de divorciarse algún día, me atrevo a rogarles encarecidamente que mejor no lo hagan: ¿para qué, si en realidad no se aman?

El enamorado no puede concebir un mundo en el que la persona amada no exista o esté ausente, ni tampoco puede concebirse a sí mismo sino en cuanto enamorado de este ser. Tal es el motivo por el que decir: «Te querré diez años» es lo mismo que decirle: «No te quiero».       Una vez, una pareja a punto de contraer matrimonio discutía conmigo hace algunos meses acerca de las palabras que tendrían que pronunciar el día de la ceremonia religiosa, que les parecían anacrónicas.

-Eso de toda la vida –me decía él- es irreal, es pretencioso. Hace dos mil años, cuando la media de vida de las gentes era de treinta, decir esto estaba bien: sí, toda la vida, porque ésta era muy corta. Pero ahora, que vivimos más que entonces, prometemos, al decir esto, demasiado.

-La expresión todos los días de mi vida –me decía ella- debería ser cambiada por esta otra: Hasta que el amor nos dure, lo cual es mucho más realista y sensato.

-Bueno –dije yo, a mi vez-, en vista de que tales son sus pens amientos, ¿para qué se casan? Podrían perfectamente vivir juntos sin hacerse promesas de ningún tipo. ¿Para qué van a jurarse públicamente un amor del que en el fondo desconfían?

«El enamorado –sigue diciendo Kierkegaard- se esfuerza a cada instante por adquirir lo que ya posee en ese instante. No dice: Ahora estoy seguro, ahora puedo entregarme al descanso

, sino que corre sin cesar, más rápido que cualquier otra cosa, gastándose a sí mismo en la carrera». En el amor no hay conquistas definitivas, ni es posible ese «reposo del guerrero» del que habló Nietzsche en uno de sus libros. Nada es más contrario al amor que la idea del descanso. Los caballeros andantes lo sabían, y por eso hablaban de «trabajos» para referirse a la conquista de su dama, conquista que debía recomenzar, como el día, cada mañana. El que ama no duerme. Amar, si puede decirse así, consiste esencialmente en no dormir.

En otra carta a Regina, Sören Kierkegaard volvió a referirse al amor con estas palabras: «Cada vez que me repites que me amas desde lo más profundo de tu alma, me parece oírlo por primera vez, y así como un hombre que poseyera el mundo entero necesitaría toda su vida para abarcar con los ojos su esplendor, así parece que necesitaría toda mi vida para reflexionar en el recogimiento sobre toda la riqueza encerrada en tu amor».

¿Habría que acusar al filósofo de cursilería? Él habla de «toda la vida»; dice que ni toda la vida le bastaría para abarcar la riqueza del amor de Regina. ¿Exagera? De ningún modo, pues tal es, precisamente, lo que quiere el amor. En realidad, no es que la Iglesia exija a los esposos «amarse y respetarse todos los días de su vida»; si así fuera, la Iglesia sería la institución más intransigente del planeta. No, no es ella la que pide estas cosas: es el amor mismo el que lo exige. ¿Y cómo podría la Iglesia bendecir un afecto que se impusiera de antemano límites y plazos? Eso no sería amor, y por lo tanto, no habría nada que bendecir. Como dijo Paul Bourget (1852-1935), el novelista francés, «todo lazo de amor queda deshecho en el instante mismo en que uno de los dos amantes ha creído que era posible la ruptura» (Physiologie de l’amour). Durar toda la vida recomenzando cada día: he aquí la esencia del amor, esencia que el sacerdote dominico y miembro de la Academia Francesa, A. M. Carré, condensó en esta sola máxima que decía siempre a las parejas a las que asistía durante la Misa de bodas: «Esposos para siempre, permaneced novios».

Sí, es preciso que el amor renazca cada día, que no se acostumbre ni alce la voz; es preciso que los esposos que estarán juntos «hasta que la muerte los separe» se sigan contemplando con estupor y con sorpresa en vez de ponerse a concebir vanas teorías: que sigan, en una palabra, conquistándose mutuamente y siguiendo siendo novios, como cuando eran jóvenes y se decían a cada paso palabras bellas.

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#4 Tiempos

Tamtoc, cuna del calendario mesoamericano | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En el año 2005 se llevó a acabo el proyecto arqueológico Tamtoc en la huasteca potosina, donde se localizó una gran lápida esculpida en bajo y alto relieve en el fondo de un estanque que se conecta a un canal que desemboca en la llamada Laguna de los Patos. Junto a la lápida se encontró cerámica a manera de ofrenda cuyos análisis indicaron que correspondían a tradiciones alfareras asociadas a la costa del Golfo de México del periodo 900 años antes de Cristo a 650 años antes de Cristo.

Análisis posteriores indicaron que esa lápida conocida como Monumento 32, así como la escultura femenina asociada corresponde al periodo Preclásico tardío con inicio en 350 antes de Cristo. El monolito en cuestión está labrado con un mensaje simbólico que no se asemeja a ninguna otra muestra de arte mesoamericano.

Una vez colocado en su posición original y con estudios sobre su orientación con la ayuda de herramientas de la arqueoastronomía se encontró que la orientación implica una peculiar división del año, la cual define la temporada de iluminación del monolito por los rayos solares. La conclusión actual, por parte de los investigadores, es que Tamtoc es una de las ciudades donde tempranamente se utilizó el calendario mesoamericano.

En Tamtoc se desarrollaron importantes rituales vinculados a la vida y la fertilidad, que concurren en la noción de la cosmogonía mesoamericana y por extensión en la cosmovisión. Resultados que tras largos años de análisis son dado a conocer por uno de los involucrados en los estudios astronómicos de la ciudad de Tamtoc, Jesús Galindo Trejo, en una reciente publicación de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

Las primicias de este descubrimiento nos las compartió Jesús Galindo en el 2007 en lo que fue la primera charla del ciclo Noches de Museo que organizamos en el entonces Museo de Historia de la Ciencia de San Luis Potosí. Dieciocho años después, publica sus resultados aportando a la historia de uno de los más antiguos pueblos originarios del país situada en la huasteca potosina y que marca esa cosmovisión huasteca reflejada en el Monumento 32, que es uno de los monumentos importantes de ese sitio arqueológico.

Parte de los cálculos astronómicos que realizó Jesús Galindo nos los reservamos, como nos lo pidiera entonces, hasta que sean publicados.

Jesús Galindo Trejo es Licenciado en Física y Matemáticas por la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN. Realizó estudios de Posgrado en la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Obtuvo el doctorado en Astrofísica Teórica en la Ruhr Universitaet Bochum en la República Federal de Alemania. Fue Investigador Titular en el Instituto de Astronomía de la UNAM durante más de 20 años en las áreas de Plasmas Astrofísicos y Física Solar. Actualmente es Investigador Titular en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Su actividad de investigación se centra principalmente en la Arqueoastronomía de Mesoamérica. Es miembro del SNI. Pertenece a la Unión Astronómica Internacional. Ha realizado investigación Arqueoastronómica en Malinalco, en el Templo Mayor de Tenochtitlan, en Teotihuacan, en Oaxaca, en la Huaxteca, en Baja California y en algunos sitios de la Región Maya.

Sus inicios en la arqueoastronomía se remontan a fines de la década de los ochenta, cuando participó en nuestro programa de divulgación científica Domingos en la Ciencia de San Luis Potosí, charlas en las que nos hablaba todavía de sus investigaciones sobre física solar y nos adelantaba sus inquietudes en iniciar estudios de arqueoastronomía en el sitio de Malinalco  cuando conoció al cronista de Malinalco, quien le señaló que en la historia de ese pueblo había aspectos que podrían estar conectados con la disciplina astronómica. Asimismo, su participación en el proyecto coordinado por la doctora Beatriz de la Fuente, del Instituto de Investigaciones Estéticas, sobre pintura mural prehispánica, lo interesó en la cosmogonía de los antiguos mexicanos.

En una entrevista para la revista ¿cómo ves?, Galindo aseguró que el acercamiento al estudio de las antiguas civilizaciones del país lo ha llevado a acercarse a las 60 lenguas de México, porque de esta manera “se puede penetrar en la mentalidad de aquellos que hace más de 500 años construyeron sociedades y levantaron templos, legados actualmente ignorados por muchos mexicanos”.

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#4 Tiempos

Meditación sobre el azar | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

-Dudé de Dios –dijo el hombre visiblemente apenado-. Creo, según he oído decir, que es el único pecado que no tiene perdón. Pero es que estaba al borde del colapso…

El hombre se mesaba los cabellos, se secaba el sudor, lloraba más que gemía.

-Incluso hasta llegué a blasfemar. Dije a Dios cosas que no me hubiese atrevido a decir ni siquiera al peor de mis contrarios. ¿Verdad que para esto no hay perdón?

Yo me limitaba a dejarlo hablar. A todas luces se veía que lo necesitaba. Era necesario que lo dijera todo, que se desahogara. ¿Para qué, pues, interrumpirlo?

-Cuando me dijeron que ya no había trabajo para mí, creí que nunca perdonaría a Dios. ¿Por qué me había dado cuatro hijos si ya no iba a poder mantenerlos? Hoy, claro está, veo las cosas desde otra luz, pero en aquellos días de incertidumbre y desasosiego… ¡Quería morirme! Y, lo que es peor, quería que también mis hijos se murieran. ¿Comprende usted que les deseé la muerte?

Pensé en esos cuatro niños a los que yo no conocía. ¿Sabrían alguna vez que su padre, en un momento de desesperación, pensó lo que acababa de decirme? Pero no, no lo sabrán. Los pensamientos de su padre quedarán guardados para siempre en el silencio de Dios. ¡Que no lo sepan, que su padre no se lo diga nunca! Hay sinceridades que matan.

¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo! Cuando pienso en esto, me lleno de vergüenza. Sí, era necesario vivir esa pena para conocer la satisfacción que ahora experimento. Mis hijos, hoy, están mucho mejor que antes, y me digo a mí mismo: «¡Qué bueno que perdí aquel empleo!».

Sonreí. Porque siempre he creído que la palabra azar es una palabra bastarda que no debió acuñarse nunca. ¿Quién la inventó y qué quiso decir con ella? ¿Que el mundo se mueve como un barco sin timón? ¡Casualidad! ¿Quién es el tonto que cree en las casualidades? La palabra azar no debería existir en el vocabulario cristiano, pero, ya que existe, habría que darle el significado que le daba, por ejemplo, Anatole France (1844-1924): «Azar: aquello que Dios hace cuando no quiere poner su nombre». 

A estas alturas de mi vida he llegado a la conclusión de que ni siquiera los libros que caen en nuestras manos lo hacen por casualidad. A veces pienso que, si nos los encontramos en el estante de una librería cualquiera, es porque Dios ha querido decirnos algo a través de ellos.

Y de los encuentros, ¿qué decir? Que es Dios quien nos envía a estas personas que no buscábamos por una razón que generalmente desconocemos pero que forma parte de su misterioso querer. «El destino, al igual que todo lo humano –dijo una vez el escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011)-, no se manifiesta en abstracto, sino que se encarna en alguna circunstancia. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obras de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino como si hubiéramos pertenecido a los capítulos de un mismo libro!

Nunca supe si se los reconoce porque ya se los busca o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino» (Conferencia en la Feria del Libro de Sevilla, 2002).

También ahora, como en los tiempos de Moisés, sólo nos es permitido ver a Dios «de espaldas», es decir, cuando ya ha pasado. Únicamente entonces podemos decir como aquel hombre de quien acabo de contar la historia: «¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo!». Siempre es hasta después cuando se comprende por qué ocurrieron ciertas cosas que en su momento nos parecieron horrorosas, ininteligibles e insoportables.

En un libro sobre Jesucristo (El Jesús desconocido), Donald Spoto hace la siguiente reflexión: «El azar no implica necesariamente falta de propósito; lo que llamamos caos quizá no sea desorden, sino un claro signo de las limitaciones de nuestra comprensión… La experiencia humana valida este enfoque. En nuestra historia individual, ¿no vemos un momento aparentemente accidental o fortuito, a posteriori, como sumamente significativo e incluso como el comienzo de una nueva etapa de la vida? Si yo no hubiera asistido a tal escuela en tal momento, por ejemplo, no habría tenido ese excelente maestro, seguido ese importante curso ni trabado esa duradera amistad. Si nuestros padres no se hubieran conocido en tal momento, nunca jamás lo habrían sido. Si no hubiéramos asistido a tal reunión, no habríamos conocido al amor de nuestra vida ni iniciado una carrera importante. No es exagerado afirmar que los elementos más importantes de la vida del amor dependen tanto de lo que podríamos llamar accidente significativo como deliberación. El novelista y dramaturgo francés Georges Bernanos lo expresó muy bien: Lo que llamamos azar tal vez sea la lógica de Dios».

Vistas así las cosas, aun cuando me halle en cama y afiebrado –y quiera morirme de pura pesadumbre-, debo poder decirme a mí mismo con convencimiento y seguridad:

-Sí, quizá sea necesario que hoy no salga de casa. Si Dios me tiene encerrado aquí, por alguna razón será. ¿Iba hoy a atropellar a un caminante distraído en la avenida, o es que un camión carguero iba a arrollarme a mí? En efecto, tal vez sea éste el motivo por el que no debo salir. Después de todo, es muy posible…

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#4 Tiempos

Las dos mujeres de Truman. Palabras con cicuta

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Apuntes

Hay autores que escriben un solo amor con distintos nombres. Truman Capote lo hizo con los de Nancy Clutter y Holly Golightly: la muchacha asesinada y la mujer que huye. Dos rostros de la misma herida.

Nancy era todo lo que el mundo aprueba: pureza, promesa, familia. Una adolescente que hacía listas, organizaba fiestas y creía que el bien era una costumbre diaria. Holly, en cambio, era todo lo que el mundo juzga: libre, contradictoria, caprichosa, superviviente. Todo sinónimo de “libre y espontánea”.

Ambas están solas frente a una sociedad que las define, una desde la muerte y otra desde el deseo.

Yo creo que Capote estuvo enamorado de una mujer que fue las dos. Una que lo deslumbró por su bondad y lo desarmó por su caos. En Nancy encontró la integridad que él nunca tuvo; en Holly, la libertad que siempre le fue negada. Una mujer que cocinaba con delantal los domingos, pero que podía desaparecer una semana sin explicar por qué. La amaba por lo que lo salvaba y por lo que lo destruía.

En A sangre fría, Capote mira a Nancy como si aún pudiera rescatarla. La describe con ternura casi maternal, pero también con una envidia melancólica: ella no sabía lo que era la vergüenza ni el exceso. En Desayuno en Tiffany’s, en cambio, elige no salvar a Holly. La deja ir. Le permite el privilegio que Nancy nunca tuvo: seguir viva aunque nadie la entienda.

Quizá esa fue la forma en que Truman se reconcilió con su propia culpa. Escribir a la que murió como víctima y a la que se fue como promesa. Una purificada por la muerte, la otra condenada a vivir

. Entre ambas, Capote puso su propia alma: la de un niño que soñaba con el orden de Nancy y despertaba con el desorden de Holly.

No se puede amar a dos mujeres tan distintas sin romperse un poco. Pero Capote lo hizo. Amó la pureza que se deja matar y la libertad que se mata sola.

Y quizá, como tantos de nosotros, entendió demasiado tarde que una y otra eran la misma. Que la vida te puede matar por ser buena o por querer ser libre. Y que entre esas dos muertes —la literal y la simbólica— se esconde el precio de vivir como uno quiere.

Punto.

Y aquí estoy yo, leyendo a Truman y sintiendo que me contó la historia antes de que ocurriera. Porque yo también quise que Holly fuera Nancy: que se quedara, que colgara su vestido brillante y se sentara a esperar el desayuno. Pero ella eligió la noche, otro hombre, otra ciudad.

Yo sigo aquí, recogiendo los platos, preguntándome si alguna vez alguien puede amar a una mujer así sin terminar escribiendo sobre su ausencia.

Quizá eso somos los que escribimos: los que convertimos el abandono en literatura.
Los que seguimos hablando con las Holly que quisimos que fueran Nancy, aun sabiendo que la vida —como en Capote— siempre acaba a sangre fría.

Yo soy Jorge Saldaña.

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