junio 23, 2025

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#4 Tiempos

Monólogo de un árbol | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

Tengo plantado aquí, en este pedazo de tierra que el pavimento de la nueva avenida alcanzó a respetar, unos cuarenta y cinco años, más o menos. Soy el único sobreviviente de un modesto huerto engullido por la ciudad y, aunque no sea capaz de recordarlo, sé por fuentes fidedignas que me plantó un niño a la hora de sus juegos vespertinos. Sí, a la hora sus juegos vespertinos, pues aunque usted no lo crea en aquel tiempo los niños jugaban.

Ignoro lo que será de aquel niño, ni si se acordará todavía de mí. Por lo demás, en cuarenta y cinco años pasan muchas cosas; tantas, que hasta es legítimo preguntarse si ese chico vive aún. ¡Ah, los cánceres, las anginas de pecho, los infartos fulminantes, los accidentes de tráfico!… Cuando está vivo, uno se muere de todo, literalmente de todo.

Si tuviera un árbol cercano, un hermano junto a mí, seguro que no monologaría como lo hago hoy, pero tuve la desdicha de ser un árbol de ciudad y, así, me veo obligado a vivir mi vida solo y callado.

Los demás ni siquiera me ven. No hablo de los demás árboles, no, pues éstos están muy lejos de mí: ¡mis ramas no los alcanzan!; hablo de esos otros seres callados y solos que transitan por la avenida. Jamás un guiño, una mirada de agradecimiento, de saludo o de complicidad. ¡Con decir que ni siquiera un triste bachiller, en los últimos cuarenta años, se ha acercado para grabar en mi pecho –quiero decir, en mi corteza- un corazón a punta de navaja! Pareciera que los jóvenes se enamoran menos que antes, o que son menos románticos de lo que fueron en otro tiempo. El amor ya no los hace soñar, ni trazar garabatos, ni pintar corazones. 

Para los transeúntes de la avenida, mis ramas no significan nada. ¡Pasan tan deprisa! No se preguntan: «¿Qué es lo que hace este árbol aquí? ¿Quién lo plantaría, y hace cuánto? ¡Contemplémoslo tan siquiera un momento, refugiémonos cabe su sombra durante unos minutos!». ¡Nada de eso! Incluso los pájaros han tenido poco a poco que irse a vivir a otro lugar, pues el ruido de los cláxones los hacía trinar tan fuerte que algunos acababan muriéndose de ahogo y de pena. Sí, es un hecho comprobado: el ruido mata a estas criaturas aladas como ángeles: las mata porque ellas también quieren hacerse notar, hacerse oír, y para conseguirlo tienen que trinar más fuerte. Y lo hacen, claro está, pero al precio de morirse en el esfuerzo.

¡Ah, y pensar que es precisamente de árboles de lo que hablan las primeras páginas de la Biblia! «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida en mitad del parque, y el árbol de conocer el bien y el mal» (Génesis 2,9).

¡El paraíso estaba lleno de árboles, pero esto parece no hacer a los transeúntes maldita la gracia! ¿Es que no se dan cuenta de que allí donde hay árboles allí está, de alguna manera, el Edén? El hombre no ha sido expulsado completamente del paraíso, y nosotros estamos en el mundo para recordárselo

: tal es nuestra misión.

Y cuando el salmista se pone a cantar la providencia de Dios, ¿no habla de nosotros los árboles? «Haces brotar la hierba para el ganado y forraje para las tareas del hombre: para que saque pan de los campos y vino que le alegra el ánimo, y aceite que da vida a su rostro, y alimento que lo fortalece. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña» (Salmo

104, 14-17).

Somos compañeros del hombre en su exilio; Dios nos puso en el mundo como señales de tráfico para que, al vernos éste, no se olvide de su verdadera patria, es decir, de su destino o punto de llegada. ¡Ah, si los caminantes nos contemplaran con más detenimiento, les revelaríamos muchas cosas secretas! Por ejemplo, a estar de pie. ¿No comparó Jesús el reino de los cielos a un árbol en el que los pájaros hacen sus nidos? Y, en la liturgia del Viernes Santo, ¿no canta el ministro sagrado: Mirad el árbol de la cruz? Bajo un árbol perdió Adán la gracia primera y crucificado en otro árbol Jesucristo se la devolvió.

Y vea usted, por lo demás, lo que escribe Thomas Moore en uno de sus libros. Por si no lo sabe, Thomas Moore es un importante psicólogo cuyo método terapéutico, más que insistir en la toma del Prozac, consiste en hacer que sus pacientes logren reencantar sus vidas y mediante este reencantamiento dejen a un lado sus  neurosis y depresiones. «Podemos sentarnos en la rama de un árbol -dice-, descansar contra el tronco, disfrutar de sus frutos, sentarnos a su sombra y ver cómo se balancea a merced del viento. Las lecciones que podemos aprender de un árbol son infinitas, y sus placeres indescriptibles. Hay momentos en la vida de todos en las que convertirse en árbol sería la terapia más efectiva: alto, erguido, fértil, bien enraizado, ramificado, expresivo y sólido».

¡A cuántos he visto andar jorobados a fuerza de doblegarse ante sus problemas! Caminan mirando constantemente al suelo, como los cerdos, cuando lo que debían hacer es mirar al cielo, como nosotros. ¡Estar de pie, a pesar de todo! ¿No es ésta una excelente terapia? Romano Guardini (1885-1968), maestro indiscutible en el complicado arte de vivir, daba siempre a los hombres abatidos el siguiente consejo:

«Por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré mañana todo el día!”. Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma bajito, pero firme, como los duendes de los cuentos».

Alegres, erguidos: como nosotros los árboles que, cuando vemos venir al campesino con su hacha, lloramos, sí, con lágrimas de savia, pero morimos siempre de pie –según la aguda observación de Alejandro Casona, mi dramaturgo favorito-.

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#4 Tiempos

La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».

Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.

Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».

La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.

«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».

Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.

Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:

«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».

¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…

¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».

Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…

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#4 Tiempos

El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.

Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.

Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.

Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.

El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.

Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.

En su romance, los últimos versos dicen:

la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.

Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.

Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.

Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.

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#4 Tiempos

La miseria del sexo | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Sucede en un cuento de Arthur Schnitzler (1862-1931), el escritor austriaco. Una vez, un joven fue invitado a asistir a un duelo en calidad de padrino de un militar de cierto rango que, al ver ofendido su honor, retó a muerte a un caballero de la alta sociedad vienesa abofeteándolo con su guante. Qué razones había para lavar con sangre esa mancha real o imaginaria, no lo sabemos, pues éstas no quedan muy claras en el relato, aunque todo parece indicar que había unas faldas de por medio, y que estas faldas eran nada menos que las de la esposa del militar.

Como decimos, el padrino nada sabía de los motivos que impulsaron al teniente Loiberger a tomar tan drástica determinación, pero tampoco quiso averiguarlas. ¿Para qué? Como se dice, cada uno sabe dónde le aprieta el zapato; y, además, ¿para qué negar que en aquellos tiempos remotos la gente se mataba entre ella por los motivos más banales y fútiles? «El hecho –dice el narrador de esta historia, es decir, el padrino- de que en ciertos círculos tuviera que contarse con la posibilidad o incluso con la inevitabilidad de los duelos, ya sólo esto, créame, daba a la vida social una cierta dignidad o, al menos, un cierto estilo. Y a las personas de estos círculos, incluso a las más insignificantes o ridículas, les prestaba la apariencia de una continua disposición a la muerte, aun cuando a usted esta expresión le parezca, utilizada en este contexto, demasiado rimbombante».

Digámoslo ahora con nuestras palabras: en aquellos tiempos, batirse a muerte con adversarios verdadero o ficticios era una moda tan extendida, sobre todo entre las clases superiores, que nuestro joven narrador ni siquiera se extrañó cuando el teniente Loiberger solicitó amablemente su padrinazgo. Además, ¿no era ésta la séptima u octava vez que un caballero ofendido le pedía exactamente la misma cosa? Sin embargo, es necesario abreviar, y lo haremos diciendo cuanto antes que el muerto, allí, fue precisamente el señor Loiberger, que cayó al suelo con cierta elegancia y sin demasiados aspavientos a causa de una bala que vino a incrustársele a la altura del corazón. Se llevó la mano al pecho, lanzó un suspiro hondo, se tendió en la hierba como quien se dispone a permanecer en esa postura un tiempo muy largo y murió en el acto.

Una autoridad municipal dio fe del deceso –también sin demasiados aspavientos- y el día transcurrió como de costumbre, cual si en realidad nada grave hubiese acontecido. Sin embargo, un problema quedaba sin resolver, y era que la viuda, que vivía en la capital, es decir, en Viena, debía enterarse de la muerte de su marido. ¡Claro, era necesario decírselo, y cuanto antes mejor! ¿Y quién iba a encargarse de tan desagradable tarea? El padrino, naturalmente, que para eso estaba. Y allá va nuestro narrador. Frau Agathe, la esposa del señor Loiberger, lo recibe amablemente y lo hace pasar al recibidor. En realidad nunca en su vida había visto ella a este hombre, pero no le parece feo y hasta le invita una copa…

¡Dios mío, qué bella era Frau Agathe! Su rostro resplandecía como una hoguera encendida. Ahora bien, ¿para qué ponerse a hablar ahora, precisamente ahora, de cosas tan tristes como son las que se refieren a la muerte? Ya lo haría después; por el momento era preciso beber otra copa y disfrutar el momento. Frau Agathe se veía incluso feliz. ¿Para qué romper el hechizo? Entonces el visitante se puso a hablar con la joven viuda –ella aún no sabía que lo era- de cosas que nunca sabremos. Y tanto hablaron y hablaron, y tanto se gustaron el uno al otro que pronto, sin que nadie supiera cómo ni cuándo, ya estaban los dos tomados de la mano en la alcoba de ella. ¡Oh, no se habían reunido allí para entregarse a la práctica de ejercicios piadosos! Y pasó el tiempo. Cuando el visitante despertó por fin, pudo recordar como entre sueños que había venido a esta casa a cumplir una misión. ¿Cuál era ésta? Trataba de recordarlo. ¡Ah, sí, decirle a Frau Agathe que su marido había muerto en la vecina ciudad de Ischl, en el transcurso de un duelo, precisamente!… Aún no salía completamente de su modorra cuando oyeron ambos a lo lejos un ruido de pasos. Quien llegaba era el doctor Mülling, amigo de la familia, para preguntar a la señora si ya se había enterado de la triste noticia. Cuando la supo, la mujer se deshizo en llanto y pidió ver cuanto antes el cuerpo de su marido.

«Desde entonces –cuenta el narrador- no me dirigió ni una palabra… Efectivamente, aquella misma tarde partió sola y a la mañana siguiente condujo el cadáver a Viena. Al otro día tuvo lugar el entierro al que, por supuesto, asistí… Muchos años después nos encontramos en una reunión social. Mientras tanto se había casado de nuevo. Nadie que nos hubiera visto hablar habría adivinado que nos unía una profunda vivencia común. Pero, ¿realmente nos unía? Yo mismo habría podido considerar aquella estival y tranquila, misteriosa y, con todo, feliz hora como un sueño que sólo yo había soñado: tan clara, tan sin recuerdos, tan inocentemente profundizó su mirada en la mía».

Y así acaba esta historia, que no ha hecho más que confirmar mis sospechas, a saber: que la relación sexual, por sí sola, no puede unir a dos seres que no se aman. Hoy es común, o casi, afirmar que las relaciones sexuales son como el termómetro del amor, de manera que nada puede esperarse de dos seres que no saben -o no pueden- hacerse gozar el uno al otro. Hay quien dice, además, que para enamorarse de una persona antes hay que haberse acostado con ella. Pero esto es falso, pues las cosas, por lo regular, suceden exactamente al revés. Así como los milagros no producen la fe, sino que es más bien la fe la que produce los milagros, así habría que decir también que las relaciones sexuales no producen el amor, sino que, a lo más, cuando éste ya existe sólo lo alimentan. Los que no se amaban antes de ir juntos a la cama, no se amarán más cuando hayan regresado de ella, y hasta es posible en algunos casos que terminen queriéndose menos. Los cuerpos podrán acoplarse todo lo que quieran, pero, si las almas están lejos, entonces no hay nada que hacer.

Me decía hace poco un joven hablándome de su novia, con la que tenía ya estas relaciones y con quien acababa de romper: «Quizá deje más material para el recuerdo una tarde viendo juntos el crepúsculo que una relación sexual». Claro, claro. ¿Podría decirse mejor? He aquí la miseria del sexo.

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