junio 2, 2025

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Las paredes nos hablan: el arte indígena novohispano | Columna de Edén Martínez

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arte indígena

Funambulista

 

El Arte Indocristiano

Una de las prioridades de la Corona Española en los primeros años después de la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521, además de la ocupación del territorio, fue la evangelización de los pueblos indígenas. Por lo menos durante todo el siglo XVI, tres fueron las órdenes religiosas encargadas de cristianizara la Nueva España: Los Franciscanos, que llegaron en 1524, los Dominicos que les siguieron en 1526 y los Agustinos, que pisaron suelo novohispano hasta 1533. La tarea de evangelización funcionó a su vez para legitimar la Guerra Justa contra los pueblos chichimecas del norte, que todavía resistían, mientras se daba lugar a uno de los choques culturales más importantes de la historia universal.

Los indios tenían que ser educados en la palabra de Cristo para ser salvados, era el mandato que la providencia le había entregado a la Corona, pero además también debían aprender a escribir, a construir y a pensar como occidentales para que encajaran en la nueva realidad y para que fueran útiles. Esto además de un sincero interés por el pasado y las costumbres indígenas, se cristalizó en el establecimiento de varias escuelas y esfuerzos educativos realizados por las órdenes religiosas, como el proyecto de Pedro de Gante con el Colegio de San José de los Naturales, el Colegio de San Gregorio, o el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, fundado por fray Bernardino de Sahagún.

El sincretismo o la mezcla de estás dos tradiciones puede observarse claramente en la arquitectura y arte mural o pictórico de los conventos fundados en el primer periodo de la Colonia, donde se puede apreciar la combinación de elementos europeos y precolombinos. Hay varias denominaciones para este tipo de expresión artística y cultural, pero entre ellas sobresalen dos, que al mismo tiempo se contraponen: el término arte tequitqui, propuesto por el estudioso del arte mexicano José Moreno Villa, y el concepto de arte indocristiano, propuesto por el investigador Constantino Reyes-Valerio. El primero se define como “el producto que aparece en América al interpretar los indígenas las imágenes de una religión importada, y que aún está sujeto a la superstición indígena”, y el segundo, más acotado, se “concretaría principalmente al estudio del arte creado por los indios en los templos y conventos erigidos por las tres órdenes religiosas de franciscanos, dominicos y agustinos en el siglo XVI”.

El Grutesco

En un artículo para Letras Libres sobre

El Pensamiento mestizo, de Serge Gruzinski, Christopher Domínguez Michael menciona que “los artistas indios dialogaron con el Renacimiento a través de centauros, moros contra cristianos que se vuelven conversos contra chichimecas y con el grutesco, ese adorno caprichoso de bichos, sabandijas, quimeras y follajes que Gruzinski encuentra en Parma y en Ixmiquilpan.” Con la palabra grutesco, Domínguez Michael se refiere a un estilo decorativo predominantemente español. Cuando el estilo artístico del Renacimiento invadía Italia, en España no creían que hubiera ningún motivo por el cuál renunciar a las formas góticas medievales, a las que consideraban, contrariamente, como “modernas”. En esta situación, el estilo artístico gótico permaneció de moda en la península ibérica hasta muy avanzado el siglo XVI, y las influencias renacentistas se adaptaron más como un ornamento que como una estructura.

A este estilo particular se le llamó Plateresco o Gótico Isabelino, y a los elementos decorativos renacentistas de su arquitectura se les denominó como grutescos. Lo grutesco (llamado así por la expresión italiana grotte, de bodega o gruta, en donde se encontraban las pinturas romanas augusteas que las inspiraron) terminó por definir una categoría estética diferenciada de la idea clásica de belleza, en oposición a la categoría de lo sublime. Insisto en lo anterior porque la decoración grutesca es muy común en el arte indocristiano del centro de México, y cobra características importantes al mezclarse con elementos prehispánicos.

Ixmiquilpan y Actopan: el arte como documento para la comprensión del pasado

Ahí, dentro del templo del exconvento agustino de San Miguel Arcángel, en Ixmiquilpan, donde “(las) metamorfosis de Ovidio fueron leídas en el siglo XVI en México (…) dando a luz a Perseos indígenas”, se encuentran algunas de las pinturas murales más antiguas e importantes de este tipo de arte, que son al mismo tiempo uno de los documentos más valiosos para el estudio histórico y antropológico de los procesos de aculturación, sincretismo y mestizaje en México. En los muros del convento podemos observar una gran batalla que para el historiador del arte José Luis Pérez Flores, tiene dos lecturas: el tema es una guerra espiritual que simboliza la psicomaquia (los combates del alma), el combate de los vicios contra las virtudes, y también una representación de la guerra chichimeca, en la que los guerreros indígenas cristianos, que pelean también en nombre de la civilización y la fe, toman el papel de verdaderos conquistadores, decorados con elementos grutescos y fantásticos.

Cuando uno se encuentra parado dentro de la nave del templo de San Miguel Arcángel, la sensación es de extraña fascinación: la arquitectura es occidental y los signos en las paredes intentan serlo, pero los colores y el estilo pictórico expone una fuerte tradición prehispánica. No cabe más que conjeturar cómo aquel mensaje de la guerra, la victoria y el sometimiento, era percibido por los habitantes locales de la región hace 500 años.

También en Hidalgo se encuentra otro importante ejemplo de pintura mural indocristiana: la capilla abierta del exconvento de San Nicolás Tolentino, en Actopan, fundado en 1546.  Las capillas abiertas fueron un recurso arquitectónico frecuentemente utilizado por las órdenes religiosas como estrategia de evangelización, con la intención de acercar a grandes grupos de indios a los cultos católicos, quienes estaban más habituados a las ceremonias al aire libre y que además no se sentían tan cómodos en espacios cerrados como las iglesias.

Ahora imaginen a cientos de indígenas de pie en una esplanada, observando el sacramento de la eucaristía, que está teniendo lugar en una estructura abierta semi circular. Detrás del altar están retratados una serie de sucesos bíblicos que adornan el muro (el diluvio, el pecado original, los jinetes del apocalipsis), coronadas con la imagen del Juicio Final en la parte superior, donde al parecer se está librando una batalla contra seres infernales. Si miran a la izquierda o a la derecha, notarán que una serpiente abre sus fauces a ambos lados, es el Leviatán, tragándose a aquellos que pecan o caen en el vicio, todo dentro de una enorme escena de torturas y suplicios: descuartizamientos, personas dentro de hornos cocinadas vivas y otras atenaceadas con pinzas.

A este tipo de discurso pictórico se le conoce como escatológico, y se refiere las ideas sobre “las últimas cosas”, la vida de ultratumba y el final de los tiempos, muy relacionado con la idea cristiano-medieval del infierno, definido extraordinariamente por George Minois como “la máquina más implacable, la más completa y la más desesperanzadora de triturar a los malvados que el genio humano haya podido jamás inventar”. Estas imágenes, al igual que las de Ixmiquilpan, tienen características indígenas, como la policromía y la ausencia de contornos delineados. Arturo Vergara Hernández, especialista del lugar, menciona que la explicación de su uso es compleja, ya que además de haber sido imágenes auxiliares de la evangelización y una forma de coacción mental, también pudieron responder a otras motivaciones específicas de su contexto y al fuerte choque cultural que dio lugar la llegada del cristianismo a la región: como las frecuentes hambrunas y epidemias interpretadas como castigos divinos, las circunstancias adversas de las misiones agustinas, los conflictos con el clero regular y la lucha contra la idolatría.

El pasado para comprender el presente

La historia del arte en México es un laboratorio extraordinario para comprender los procesos de mestizaje entre las culturas prehispánicas y la europea. Dos formas de comprender el mundo chocaron de frente, y aunque hubo una parte victoriosa, la visión de los sometidos sobrevivió discretamente, adoptando formas irreconocibles, infiltrándose para siempre en las creaciones de aquellos que los subyugaron y dando lugar a expresiones nuevas, que no eran ya ni completamente indígenas ni europeas.

Como estudiante de una licenciatura en historia estoy bastante acostumbrado a que me pregunten para qué sirve mi carrera. De hecho, yo mismo me he planteado la incógnita, e incluso he llevado la cuestión un paso delante preguntándome para qué sirve la historia en general. Me tranquiliza pensar que, como dice Gruzinski, el pasado del mundo nos ayuda a entender las periferias del actual Bombay, Los Ángeles y la Ciudad de México, hace dialogar al Renacimiento con los frailes novohispanos, al viejo mundo con el nuevo, para poder apreciar el presente.

 

*Este trabajo de difusión es el resultado de mi experiencia como estudiante en la práctica de campo del curso “Arte y cultura de los indígenas cristianos del siglo XVI”, perteneciente a la Licenciatura en Historia de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, e impartida por el Dr. José Luis Pérez Flores.

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#4 Tiempos

Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.

El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.

En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.

En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.

En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.

Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.

El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP

un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.

El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.

En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.

En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.

Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.

El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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