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Homicidios en México han arrebatado 17 millones de años de vida desde 1990
Un estudio del Inegi demuestra que entre 1992 y 2007, la tasa de asesinatos mantenía bajas constantes; después, con la guerra contra el narco, volvió a crecer
Por: El Saxofón
Los homicidios en México han significado una pérdida total estimada de 17 millones 676 mil 009 años de vida durante el periodo comprendido entre 1990-2017. Medido a través de los Años de Vida Potencialmente Perdidos (AVPP) por homicidios, se estima que tan solo en la última década se perdieron 8 millones 938 mil 430 años, lo que representó un promedio de 40.2 años de vida perdidos por cada víctima de asesinato.
Lo anterior está considerado en el estudio “Patrones y tendencias de los Homicidios en México”, publicado por el Inegi recientemente.
El estudio reviste especial importancia debido al contexto de violencia que sufre el país en la última década y aporta datos muy interesantes sobre esta problemática.
El Inegi destaca que “en resumen, aunado al sufrimiento psicológico y social que el homicidio causa, estos datos evidencian los posibles impactos de corto, mediano y largo plazo que tienen las muertes prematuras de adultos en diversas variables económicas (ingreso, productividad, ahorro, logro educativo, etcétera).
“Por lo tanto, las intervenciones para controlar y prevenir los homicidios tienen efectos que van más allá de atender el problema de violencia e inseguridad, ya que de su éxito dependen las condiciones de desarrollo y bienestar de generaciones futuras”.
El reporte constata que “Durante la última década, en México se registraron 233 mil 219 víctimas de homicidio, cifra 2.5% superior a las 227 mil 434 víctimas registradas de 1990 a 2007. Dicho de otro modo, en tan solo 10 años sucedieron 50.6% de las víctimas documentadas en casi tres décadas, de 1990 a 2017″.
El estudio comprueba que la tasa nacional de homicidios por cada cien mil habitantes durante el periodo de 1990 a 2017 muestra dos tendencias: la primera se observa entre 1992 y 2007 que se caracterizó por una disminución sostenida y paulatina de la tasa. Fue en este periodo cuando se tuvo la tasa más baja registrada de ocho víctimas de homicidio por cada cien mil habitantes (en el año 2007).
La segunda tendencia comenzó al año siguiente con un aumento abrupto en el número de homicidios que duró hasta 2011, cuando se alcanzó un primer máximo con 23.5 víctimas por cada cien mil habitantes.
Destaca que hubo “un descenso significativo entre 2012 y 2014”, pero “a partir de 2015 se registró un crecimiento pronunciado de los homicidios en el país, alcanzando un nuevo máximo en 2017, con 26.0 homicidios por cada cien mil habitantes”.
Concretamente, en 2017 “se registraron 32 mil 79 víctimas de homicidios, equivalentes a 88 víctimas de homicidio por día, con lo que en el trienio de 2015 a 2017”, -durante la segunda mitad del sexenio presidencial de Enrique Peña Nieto- “se observa el mayor registro de víctimas de homicidio en la historia reciente del país”, destaca el Inegi.
¿Quiénes son las víctimas de homicidio?
Según el reporte, “los hombres están en mayor riesgo de ser víctimas de homicidio que las mujeres”, por cada 10 hombres víctimas de homicidio hay una mujer que pierde la vida por esta causa.
Desde 1990, más de la mitad de los hombres víctimas de homicidio en el país, tenían entre 18 y 35 años; a partir de 2010 también más de la mitad de las mujeres víctimas de homicidio estaban en este grupo de edad.
Lo anterior, destaca el Inegi, coloca al homicidio como la principal causa de muerte de jóvenes en el país.
“Con alrededor de 5 mil 702 muertes anuales de hombres y 629 muertes de mujeres, la población de 15 a 29 años es particularmente vulnerable a la violencia homicida. Este grupo de edad concentró en promedio 37.1 por ciento del total de homicidios cometidos en la población, cifra superior en 33.7 puntos porcentuales a la proporción de muertes totales por otras causas en este grupo de edad”, resalta el estudio.
Otros datos interesantes son que siete de cada diez víctimas de homicidio tenían apenas escolaridad básica (primaria y secundaria) y solo el 6.9 por ciento contaba con estudios superiores, sin embargo en los últimos años, aumentó el número de víctimas de homicidio que contaban con escolaridad media superior y superior, y en 2016 alcanzó el 26.4 por ciento del total de víctimas de asesinato.
Cabe destacar también, que según el estudio, 9 de cada 10 hombres y 4 de cada diez mujeres asesinadas, realizaban alguna actividad laboral antes de su deceso.
Sin embargo, en el caso de los hombres, las víctimas que trabajaban decreció de 93.7 por ciento en 1992 a 89.4 por ciento en 2012.
En el caso de las mujeres, las víctimas de homicidio que laboraban aumentó de 35.2 por ciento en 1990 a 45.2 por ciento en 2012.
Cómo se cometen los homicidios
La agresión con arma de fuego es el método más frecuente para asesinar personas en el país. Se calcula que siete de cada 10 víctimas hombres fueron atacadas a balazos.
En contraste, cinco de cada diez mujeres asesinadas fueron muertas por disparos.
“El grupo más afectado por este tipo de agresión fue la población de 18 a 29 años, ya que en promedio 72.3% de los hombres y 51.5% de las mujeres víctimas en esas edades fallecieron por disparo con arma de fuego”.
En el caso de las mujeres también resalta que al menos una de cada cinco víctimas de asesinato fueron muertas por ahorcamiento, estrangulamiento y sofocación. También una de cada cinco fue víctima de heridas punzocortantes.
“Estos resultados sugieren que, si los medios que causan los homicidios de hombres y mujeres son distintos, entonces las motivaciones y dinámicas por la que ocurren estas defunciones también podrían ser diferentes”, explica el estudio.
“Adicionalmente, en el caso de niños, niñas y adolescentes, resalta que uno de los principales medios de homicidio contra estos fue la agresión por ahorcamiento, estrangulación y sofocación. En promedio, este tipo de agresión representó 12.4 por ciento de los homicidios de niños y 30.9 por ciento de niñas de entre 0 y 17 años; incluso del año 1990 a 2009 fue la principal causa de homicidio de niñas menores de 11 años”.
Morir en domingo
La incidencia de homicidios en México “tiende a incrementarse los fines de semana, principalmente los días domingo. Por ejemplo, en 2017, 17.2 por ciento de los homicidios fueron cometidos en domingo y 15.5 por ciento los días sábado
En cuanto a la hora de ocurrencia, los datos revelan que 61.4 por ciento de los homicidios registrados en el último año se cometieron entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, observándose un patrón similar para ambos sexos. Estas tendencias se mantuvieron sin cambios importantes durante el periodo de análisis.
Homicidios se desplazan a las ciudades
Los hombres suelen ser asesinados en la calle, las mujeres en el hogar o en viviendas particulares. Según el estudio, más del 60 por ciento de los homicidios de los hombres ocurrió en la vía pública y el 15 por ciento en hogares o viviendas particulares.
En contraste el 40 por ciento de las mujeres tuvo lugar en el hogar o en una vivienda particular.
“El análisis también reveló que, en promedio, 18.3 por ciento de los homicidios de hombres y 53.6 por ciento de homicidios de mujeres ocurridos en la vivienda fueron perpetrados con objeto punzocortante, proporción mayor a los homicidios cometidos con este medio en otros espacios”.
Cabe destacar que según el estudio, más del 70 por ciento de los homicidios ocurrieron en zonas urbanas, particularmente en municipios que tienen 100 mil habitantes o más, mientras que en los municipios rurales, con menos de 2 mil 500 habitantes, ocurrieron menos de 1 mil de los homicidios registrados en el país.
El estudio subraya que “Los resultados muestran que en los últimos años los homicidios se han desplazado hacia zonas urbanas, que son también las de menor rezago social en términos de carencias de servicios de salud, educación y vivienda”.
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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Reforma educativa abre paso para que 30 docentes regresen a aula en SLP
La medida deriva de una reciente reforma legislativa que busca proteger a quienes enfrentan acusaciones sin fundamento
Por: Redacción
La Secretaría de Educación del Gobierno del Estado (SEGE) estima la reincorporación de 30 docentes que habían sido separados temporalmente de sus funciones tras enfrentar diversas denuncias. Según varios medios de comunicación, esta medida deriva de la reciente aprobación de una reforma legislativa diseñada para salvaguardar al personal docente.
El titular de la SEGE, Juan Carlos Torres Cedillo, explicó que el objetivo de esta nueva legislación es defender a las y los catedráticos que son señalados sin fundamento por parte de padres de familia o tutores. Si bien los 30 docentes aún no han sido exonerados de manera definitiva, su reincorporación es un paso que se prevé gracias al nuevo marco legal.
El funcionario estatal detalló que cuando existe una acusación contra un maestro, ya sea ante la SEGE o la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), se procede a su separación parcial de la impartición de clases. Torres Cedillo reconoció que este proceso administrativo provoca una carencia de maestros frente a grupo, lo que a su vez genera afectaciones directas a los escolares, quienes pierden continuidad en sus clases.
La reforma legislativa, de acuerdo con las declaraciones del titular de la SEGE, busca mitigar estas afectaciones al proporcionar un mecanismo legal que defiende a los docentes de acusaciones infundadas, permitiendo que la mayoría regrese a sus aulas para continuar con su labor educativa.
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