julio 14, 2025

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#4 Tiempos

El retardo de San Demetrio | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

En Los justos, una de sus más representadas y representativas piezas teatrales, Albert Camus (1913-1960), el famoso escritor francés, cuenta la historia de un santo ruso llamado Demetrio; la cuenta en pocos renglones y poniéndola en boca de Kaliayev, un revolucionario que no ve la hora de hacer volar el mundo en pedazos. Le pregunta a Foka, uno de sus compañeros: «¿Conoces la historia de San Demetrio?». Como éste le responde que no, Kaliayev inicia su relato de la siguiente manera:

«Tenía cita en la estepa con el mismo Dios y allá iba de prisa cuando encontró a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó. El barro era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Al terminar, San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba».

¡Cómo! ¿Es que se había impacientado Dios? ¡Pero si para Él mil años son como un día! ¿Por qué se había marchado? Foka está impaciente por escuchar el final de la historia:

-«¿Y entonces?» -pregunta sinceramente intrigado.

-»Y entonces –concluye Kaliayev- están los que siempre llegarán tarde a la cita porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados hermanos que socorrer».

¿Se trata de una historia verdadera o no es más que un relato adaptado a las conveniencias? Y si es una historia verdadera, ¿por qué se alejó Dios del lugar en el que había citado a su siervo? ¿Es que se impacientó al ver que éste no llegaba? ¿No soportó que por una hora lo hubieran dejado en segundo lugar? ¿A Dios, pues, le importan mucho su majestad y su gloria? ¿Hasta qué punto le importan: hasta el de no comprender que hay un mandamiento que dice que al prójimo hay que amarlo con todo el corazón, es decir, como a uno mismo? La verdad es que se me hacía injusto que Dios se hubiera marchado: ¡como si Él, que todo lo sabe, no hubiese previsto que las carretas se atascan y los santos son siempre comedidos!

Cuando leí por primera vez esta pieza de Camus tenía yo alrededor de veinte años de edad y era demasiado susceptible, de modo que hacerme estas preguntas (y muchas otras del mismo jaez) fue casi inevitable. Pero por más que imaginaba soluciones y avanzaba hipótesis, no había manera de salir del paso: no lograba encontrar un solo argumento de peso que justificara la desaparición de Dios. En síntesis, Si Dios era como lo pintaba esta leyenda, no había otra opción que hacerse ateo, y por lo tanto Kaliayev tenía razón.

¿Quién está primero en el orden del deber: Dios o el hombre? En el fondo, la historia de San Demetrio no quiere sino responder a esta pregunta: ¿es necesario amar a los hombres hasta olvidarse de Dios, o bien es necesario amar a Dios hasta olvidarse de los hombres? Por demás está decir que los personajes de casi todas las obras de Camus optan siempre por lo primero (por ejemplo, el doctor Rieux, en La peste, era del mismo parecer que Kaliayev: también él decía ayudar a los hombres precisamente porque era ateo, pues de creer «le dejaría a Dios ese cuidado»).

Pero, ¿por qué había que optar por uno solo de estos dos amores? ¿De cuándo acá el amor a Dios y el amor al prójimo son dos cosas distintas y contrapuestas? «Si alguien dijera: Amo a Dios

y aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues quien no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Este mandamiento tenemos de Él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Juan 4,20-21). Definitivamente: no se puede amar sólo a Dios, y el que pretenda hacerlo, olvidándose de su prójimo, se las verá con Él…

Con el tiempo y las lecturas mi inquietud fue amainando al descubrir que la tradición cristiana jamás se olvidó del pobre, ni del huérfano, ni de la viuda –prototipos éstos del desamparo absoluto- . He aquí tres textos breves que calmaron mi angustia, esa angustia nacida de tener una equivocada idea de Dios. El primero de ellos es del Maestro Eckhart (1260-1327), uno de los místicos más apreciados del catolicismo alemán:

«Si estando en éxtasis como San Pablo –enseña- oyeras que un enfermo necesita una sopita (sic), yo considero preferible que renuncies al éxtasis y sirvas al necesitado con gran amor» [Tratados y sermones, Barcelona, Edhasa, 1983, p. 106].

El segundo texto pertenece a Santa Teresa de Jesús (1515-1582), mística también ella, y no de las menores:

«Cuando veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parece no se osan bullir  ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), háceme ver cuán poco entienden el camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella» (Morada quinta).

El último texto tiene como autor a San Vicente de Paul (1581-1660), hombre caritativo de entre los más caritativos que han existido nunca, y dice así: «Si fuera voluntad de Dios que tuvieseis que asistir a un enfermo en domingo, en vez de ir a oír misa, aunque fuera obligación, habría que hacerlo. A eso se llama dejar a Dios por Dios».

Sí, cada vez lo creo más: Dios jamás habría faltado a la cita, jamás se habría ido; en todo caso, se habría adelantado a San Demetrio haciéndose pasar por uno a quien se le atasca la carreta…

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#4 Tiempos

La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS mínúsculas

Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».

Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.

Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».

La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.

«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».

Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.

Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:

«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».

¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…

¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».

Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…

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#4 Tiempos

El tormentoso futuro y sus pronósticos | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

Se llega al inicio del torneo y como siempre, la ilusión, el deseo y un poco de esperanza regresan a los campamentos del fútbol mexicano.
Ya con algunas semanas de partidos amistosos, preparación de pretemporada y contrataciones interesantes, arrancamos con la idea de pronosticar el futuro de San Luis en la liga.

La mecánica es simple, ir jornada tras jornada sumando (cuando lo amerite) los puntos que puede obtener el equipo, para al final hacer una suma e intentar predecir si es suficiente como para pelear por un lugar en la liguilla o no, así que comencemos.

Jornada 1: León (Derrota) 0 puntos
Jornada 2: Monterrey (Derrota) 0 puntos
Jornada 3: Chivas (Derrota) 0 puntos
Jornada 4: Cruz Azul (Derrota) 0 puntos
Jornada 5: Puebla (Empate) 1 punto
Jornada 6: Querétaro (Victoria) 4 puntos
Jornada 7: Toluca (Empate) 5 puntos
Jornada 8: Tijuana (Victoria) 8 puntos
Jornada 9: Santos (Victoria) 11 puntos
Jornada 10: América (Empate) 12 puntos
Jornada 11: Pachuca (Empate) 13 puntos
Jornada 12: Mazatlán (Victoria) 15 puntos
Jornada 13: Atlas (Victoria) 18 puntos
Jornada 14: Pumas (Derrota) 18 puntos
Jornada 15: Necaxa (Victoria) 21 puntos
Jornada 16: Juárez (Victoria) 24 puntos
Jornada 17: Tigres (Derrota) 24 puntos

24 puntos representan una real posibilidad de jugar play in y con ello pensar en llegar a la liguilla. Sin embargo, el pronóstico habla de un arranque muy complicado llegando a sumar alguna unidad hasta la jornada 5, lo cual preocupa para la estabilidad del equipo y su nuevo cuerpo técnico. Un torneo que luce complicado y de adaptación para el director técnico y una base muy consolidada de jugadores que conocen muy bien la liga.

Por el bien del fútbol en San Luis, esperemos que la bola ruede a su favor, que renazca el buen toque de balón y se demuestre que con poco se puede competir, no queda más que esperar y en unos meses hacemos el recuento de lo logrado contra este complicado pronóstico, que comience la fiesta del fútbol mexicano, una vez más.

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#4 Tiempos

Personas como espejos | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

 

Los pasos dados en una mañana cualquiera conducen a uno de esos espejos piadosos en los que uno aparece más guapo de lo habitual, más limpio, más esbelto, casi heroico. La imagen llega como ráfaga: ese instante fugaz en que parecemos la mejor versión de nosotros mismos. Al siguiente paso, otro espejo devuelve ya el reflejo habitual: el rostro cansado, la camisa con esa arruga que antes no estaba, el pelo que ya no da. Así son los espejos: unos nos bendicen con la gracia de un tenista que acaba de salvar un set y lanza un guiño a la muchacha de la tercera fila; otros nos exhiben hasta el patetismo, y no hay ángulo que salve esas ojeras de un sueño perdido o la mancha que jurábamos no llevar puesta.

Entre uno y otro reflejo, se instala la duda: saber si somos el mal reflejo o la estampa bella de aquel aparador, si somos lo que vimos primero o lo que vemos ahora. Si somos el destello o la derrota.

En las relaciones humanas ocurre un duelo parecido. Hay personas que funcionan como espejos benévolos y nos devuelven lo mejor de nosotros mismos, iluminando lo que tenemos de amable, de inteligente, de vivo. Con ellas todo fluye: la conversación, el silencio, el juego de miradas. Traen de vuelta nuestro humor. Su sola presencia aligera la carga del día y perdonamos así el paso de las moscas.

En el ámbito de las relaciones es preciso rodearse de personas que son como los espejos en los que uno se ve bien y que nada complican. Gente que con su paciencia y simpatía ponen en bandeja las sonrisas y alumbran los más elevados sentimientos.

Pero también hay espejos rotos con forma de persona. Espejos manchados que te reducen y desaniman, cual les marca su hebra cochambrosa y su afán por ensuciar lo que les rodea. Sujetos cuya sola cercanía oscurece, reduce. Imanes del infortunio, empeñados en arrastrar a los demás a su fango personal. Su forma inmunda de consuelo.

Famosa es la frase en la que John Keats contaba que la poesía ha de acontecer con la misma naturaleza y espontaneidad con la que una hoja cae del árbol,

y no forzada ni sostenida por andamios y tornillos. Las relaciones humanas de mayor calado fluyen sin tener que desgañitarse. No se gritan, no se empujan: florecen. Como esas novelas que uno lee sin darse cuenta, y al mirar la página ya vamos por la mitad. Tenemos libros que se arrastran (uno nomás no ve la luz al final del túnel) y otros que vuelan.

Vuelvo a mi maestro Jardiel Poncela: aquellas mujeres que no se acomodan a nosotros valen menos que un lavafrutas, aunque sea la resurrección de Friné envuelta en perfume de Le Galion. 

Hay personas que te jalan consigo a su piscina de indecencia; y están otras, las que valen su peso en azafrán, que elevan y de la mano te guían a lo que has anhelado para ti en ratos de dulce vanidad. Son los rayos de sol que se cuelan entre las hojas en la última hora de la tarde.

Los buenos modales siguen siendo la pauta a la hora de definir a la gente de la que me quiero rodear. Aquellos que te alientan, saben escuchar y con los que aún puedes platicar de viejos álbumes.

Recordar, por ejemplo, aquella canción de The Velvet Underground cantada por Nico:

 

Seré tu espejo
Reflejaré lo que eres, por si acaso no lo sabes.
Déjame estar de pie para mostrarte que estás ciego.
Por favor, baja las manos,
Porque yo te veo.
Me cuesta creer que no sepas
La belleza que eres.
Pero si no lo sabes, déjame ser tus ojos,
Una mano en tu oscuridad para que no tengas miedo…

 

 

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