#4 Tiempos
Demonización de la crítica al gobierno | Columna de Carlos López Medrano
Luces de variedad
Nunca te rindas, nunca, nunca. Nunca, en ninguna circunstancia, sea grande o pequeña, valiosa o insignificante: nunca te rindas, excepto a las convicciones del honor y el sentido común. Nunca te sometas a la fuerza, nunca cedas a la aparente superioridad impresionante de tu rival.
—Winston Churchill en la Harrow School, 29 de octubre de 1941.
Golpistas, politiqueros, hipócritas, fachas, provocadores, la reacción, mezquinos, zopilotes, vendidos, neoliberales, pejefóbicos, bots, ignorantes, conservadores, traidores, comentócratas, moralmente derrotados, ahijados de Felipe Calderón. La creatividad es amplia cuando se trata de atajar la crítica al gobierno. Las etiquetas forman la barricada con la que se defiende a la desesperada, no vaya a ser que lo que apenas y se sostiene por retórica pueda ser evidenciado también por la palabra. Los adjetivos no supondrían mayor dramatismo (somos dados a catalogar, aquí otra muestra) si no fuera por lo que yace detrás de tal estrategia: una negación del escrutinio, la de brindar inmunidad a figuras que, por lo demás, deberían estar sujetas a la rendición de cuentas. Fuera de eso, poco más. El ataque personal es la norma en un país poco acostumbrado al debate, no se diga a la crítica. La andanada va lo mismo contra periodistas que a celebridades o ciudadanos comunes y corrientes. La virulencia, la burla, el señalamiento va contra el que alza la voz, sea el reportero que no encuadra bien las ideas o algún señor que por tener auto con calcomanía cero debería ahorrarse la protesta. El puchero es permisible para el que está de acuerdo con el régimen, para él es posible la estridencia contra los adversarios. Si no estás de acuerdo, en cambio, no opines, no cuestiones, no dudes. Atiende, agacha la cabeza, guarda silencio: estás ante la transformación, qué no ves, no seas necio. Los servidores públicos ya no son tal, no están a disposición de ser evaluados. México ya cambió, se acabaron los privilegios de la lengua, toca joderse.
Ya ni siquiera es necesario que los funcionarios se ensucien las manos, que exhiban su intolerancia, la piel fina (aunque de vez en cuando todavía caen en el estrépito); dentro del circuito ciudadano que está a merced de sus traspiés surgen escuderos (vaya, otra etiqueta, qué fácil es…) que ponen el pecho a las balas, personas de fe con amplia habilidad para la pirueta, para encontrar un nuevo escondrijo que permita que el fracaso coja un poco de aire. En la misma vena se mueven algunos académicos, gente de medios, intelectuales. Los Gibranes Ramírez, los Hernán Gómez Bruera, Jorges Zepeda Patterson, los Abrahames Mendienta, guaruras ideológicos que revisten de niebla al auditorio. En ellos no hay siquiera la nobleza del lamebotas consumado, ese que asume la adulación frontal que le redime alguna (lord) molécula. Acuden a las mesas de análisis no para analizar, sino como defensores de dogmas, más preocupados por justificar el sinsentido que por enriquecer la discusión. Que gente de tal nivel esté mercando el pulso de muchas personas da cuenta del rezago cultural en los que estamos inmersos. Más cercanos a las altas esferas son los Epigmenio Ibarra, los Federico Arreola. El primero, un propagandista que sobreestima su inteligencia (y subestima la de los demás), y que es tomado demasiado en serio por quienes le conocen. El daño, la distorsión que provoca no es menor, pero a la posteridad lega menos que la telenovela caduca de las nueve. Arreola, más simpático y listo, aunque usted no lo crea, no escatima en lo de las etiquetas; ya no solo contra el pobre diablo que hace de crítico, sino contra organismos autónomos como el INEGI que se atreven a informar, lo cual contraviene al relato. A tal instituto además del consabido golpista (la palabra que hermana a quienes alzan la voz contra los gobiernos progresistas de la Patria Grande), lo acusó de llevar una metodología criminal y de cometer un verdadero acto de terrorismo (ahí nomás) por dar a conocer los resultados de una encuesta que evidenció la crudeza del desempleo en México a propósito de lo que ocurre con la COVID-19. Demonizar a quienes ponen en tela de juicio el vamosbien, el anillo al dedo, es una práctica recurrente que, por desgracia, no proviene solo de quienes están conectados al aparato gubernamental, sino de personas que, sin estarlo, han terminado por sentir que son parte de él, bajo la garantía de una quimera que es lo que es.
La intensidad de los ataques y la presión social es tan grande que el resultado puede ser el silencio, la claudicación. La voz crítica contempla rendirse. Parece que no tiene caso continuar. Los convencidos aplastan en número. Las explicaciones no funcionan con ellos. Los argumentos lógicos son derrotados por la simple negativa a razonar lógicamente, dice Steven Weinberg. Da la impresión de que el desgaste es en vano. Encima se pierden amistades, se gana el encono en el círculo familiar. El relativismo está en pleno extendido. La labia de los expertos parece imbatible, su rabia carece de fin. Eres acusado de ser amargado, pesimista, aguafiestas, el que le hace hoyos a la balsa como decía la mala analogía de un columnista que ganó el jodido premio Planeta. Muchos deciden así tirar la toalla, no tiene sentido continuar.
Craso error. Es en momentos así donde uno debe hacerse de valor, de no dejar que el embuste salga con la suya. No estás atentando contra él país, al contrario; el cuestionamiento contribuye a la enmienda, a que se hagan las cosas mejor. Con ello no se busca derrocar: es un contrapeso, pone límites. Hay apreciaciones, claro, que son lamentables, siniestras, lo injusto es condenar en lo general a la crítica. Habrá cosas en las que el gobierno acierte, está muy bien, pero a su enorme poder corresponde el señalamiento de lo que atente contra los intereses nacionales (y personales, por qué no), no el aplauso, la pleitesía y el cheque en blanco perpetuo. Lo indigno es permanecer callado ante los atropellos. Guardar silencio mientras otro sufre, mientras algo va mal. Si lo haces, estarás dándole la victoria a la guardia pretoriana. Esos que buscan desincentivar tu muy válido alzamiento de voz. Habla, aunque te quedes solo. No dejes que te coman la moral ni te apantalles por su número de seguidores, bagaje teórico o presencia mediática. Que te llamen como quieran, pero no seas nunca sumiso ni cómplice del equívoco y la deshonra. Quizás eventualmente animes a alguien más. A los que tienen miedo de dar su opinión. Todos esos silenciosos que están a la espera de una señal para manifestarse también.
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#4 Tiempos
Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…
Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».
Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!
Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».
Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…
Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».
Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.
¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída , el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».
¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».
Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!
Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.
Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».
Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.
También lee: Jesús duerme en la popa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
#4 Tiempos
“México, esta niebla que arde” | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Culto Público, si no han leído la novela “Niebla Ardiente” de la muy joven escritora, Laura Baeza, les recomiendo hacerlo como desde ayer
Tuve la oportunidad de conocer a Laura personalmente hará unos cuatro años, ¿Qué les digo? Una de esas circunstancias alineadas que convergieron en el segundo piso de la librería Gandhi del centro, la de los Arcos Ipiña.
Fue en un taller breve de escritura creativa previo a la presentación formal de su libro, el que les recomiendo. Si conocerla fue una circunstancia, convivir con ella e intercambiar casualidades fue de plano como regalo de estrella fugaz.
Fui de los selectos y afortunados que en grupo terminamos sentados con ella en “La Oruga y la Cebada” en el Callejón San Francisco, conversando sobre lo que duele y lo que salva, entre un par de cervezas y una cena sencilla.
Ella me firmó su libro con una frase que ahora, en este 25 de noviembre, regresó a mi atormentada cabeza: “A Jorge, que siempre nos una el deseo por hallar algo más en esta realidad tan rara…con todo cariño, Laura Baeza”. El momento de por sí, ya era una realidad rara.
A la distancia, empiezo a creer que su frase fue más que optimismo, y es más un deber moral, y es que su ficción (vuelta a releer en estos días) se parece demasiado a México.
No es “spoiler” (o como se diga) pero “Niebla Ardiente” detalla el regreso de su protagonista Esther a México pensando en encontrar a su hermana Irene, quien había desaparecido hace años, y a quien creía muerta, cuando de la nada, un primero de enero en un reportaje que vio en la televisión, Esther la reconoce en una marcha y se lanza en su búsqueda.
Pero la novela, la primera de Laura (y creo que premiada) realmente no comienza allí. Comienza donde casi todas las historias de violencia en este país empiezan: en los pasillos de la burocracia, en los que los papeles cuentan más que las personas.
Esther aparece en un México reconocible para cualquiera: expedientes mutilados, archivos “perdidos”, oficinas donde la verdad siempre llega después de que las secretarias coman sus gorditas grasosas y funcionarios que usan el futuro para encubrir lo que nunca harán.
Es en esa atmósfera donde la desaparición deja de ser un crimen y se convierte en un proceso. Como alguien escribió: los países se definen por cómo recuerdan; México, al parecer, se define en cómo olvida.
En medio de esa maquinaria oxidada, Esther descubre a un policía. No es un héroe: es un hombre cansado que simplemente no rompe las reglas pero las dobla para que la realidad duela un poco menos. Ese personaje era como algo que escribió una pensadora feminista de la que en este momento no recuerdo su nombre “la dignidad aparece cuando alguien no mira hacia otro lado”.
En fin, siguiendo con la novela y nuestra realidad, este policía mira. Acompaña. Abre una grieta. Y sin embargo, ni siquiera es lo suficientemente poderoso para luchar contra un país donde las fosas clandestinas actúan como el archivo nacional.
La comparativa y reflexión con la novela va porque hoy es 25 de noviembre y México sigue siendo esa tierra donde la violencia parece que no importa, sino que se repite. Casi 2 feminicidios cada día. 3,284 mujeres asesinadas en 2024. 89% de impunidad. Una agresión física cada siete minutos. Más de 10 millones de mujeres violentadas digitalmente. En San Luis Potosí, 24,000 víctimas por cada 100,000 mujeres.
Uno quisiera creer que estos números son de un país lejano, pero no. Están aquí, sobre las mismas banquetas que caminamos todos los días. Ese es el verdadero crimen de México: haber entrenado a la gente para no sorprenderse.
Sí, no se debe negar que mucho se ha hecho pero poco alivia (hoy casi todos los gobiernos e instituciones hablan de esto, pero mañana la rutina sigue).
Sí, con la llegada de Claudia Sheinbaum como la primera presidenta de México, llegaron todas…excepto las que no alcanzaron a llegar porque les truncaron la vida.
El nuestro, es un país donde buscar es amor—y protesta.
Igual que como ocurre en la novela de Laura, que no describe un país imaginado sino nuestro México. Uno donde las hermanas encuentran hermanas, donde las madres encuentran hijas, donde las mujeres salvan mujeres. Un país donde todavía hay justicia, pero casi siempre fuera de los edificios públicos.
Y así como Esther enfrenta la niebla, miles enfrentan la opacidad del Estado día tras día: ventanas cerradas, sistemas incompatibles, versiones contradictorias, funcionarios que deletrean la palabra “protocolo” como si lanzaran un hechizo contra la verdad.
México es hogar de una burocracia tan grande que hasta la violencia tiene formularios que completar.
Tras varios años de no recordar la anécdota con la escritora, hoy vuelvo a esa dedicatoria: “encontrar algo más en esta extraña realidad…”
Ese “algo más” no es una esperanza ingenua. Es algo que se parece más a la obligación de nunca acostumbrarse, “la memoria es la única defensa contra la repetición del horror”.
Por esa razón, espero, que por cada mujer desaparecida o mujer luchando por no desaparecer, o lidiando contra cualquier tipo de violencia, recordemos que la niebla espesa arde. Y que si arde, es porque la herida está abierta.
Hasta la próxima. Jorge Saldaña.
También lee: La IA, periodismo, y la coartada perfecta | Apuntes de Jorge Saldaña
#4 Tiempos
Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.
La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.
Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus , sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.
Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas . En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.
Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.
Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.


Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.
Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:
También lee: Francisco Gándara, primer ingeniero higromensor potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
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