octubre 7, 2025

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#4 Tiempos

Del desprecio de sí | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

De creer a los maestros espirituales, el primer estadio que hay que recorrer para subir a la empinada montaña de la fe es la aceptación de uno mismo. ¡Cómo! ¿No es esto exagerado? De ningún modo, y los maestros explican por que: difícilmente una persona que se resista a ver con gratitud su propia vida, verá con gratitud al mundo, a los demás e incluso a Dios. El que se rechaza a sí mismo está a un paso de rechazarlo todo: es un nihilista práctico que tarde o temprano acabará cayendo en un pecado terrible –acaso en el peor de todos- llamado desesperación. «¿Por qué me creó Dios de tal manera?», se pregunta éste lleno de rabia. Y continúa, indignado: «A decir verdad, pudo haberme hecho diferente: más atractivo, con otra nariz, con otro color de piel: en fin, un poco menos despreciable. Pero como me odia»… ¡Llega a hablar en sus monólogos interiores hasta de odio de Dios, lo cual, por supuesto, ya es demasiado!

Un amigo que no se resignaba a su ya nada discreta calvicie me dijo un día: «Mire usted a aquel muchacho de pelo ondulado que va allá. ¡Hasta trenzas se hace el muy cretino! ¡Con lo que le quiten a ése en su próxima ida a la peluquería, yo sería más que feliz! ¿Y me dice usted que Dios no quiere que haya ricos y pobres en este mundo, cuando Él mismo da a unos mucho y a otros poco?». Y agregó: «Si en nuestras cabezas hay tantas diferencias, ¿cómo no va a haberlas en la sociedad?».

Su argumento –debo confesarlo- era ingenioso y difícil de rebatir. Pero por ahora no se trata de eso, sino del odio que este hombre se tenía a sí mismo a causa de su poco pelo.

Para evitar semejantes caídas, los maestros espirituales aconsejan ante todo el aprecio de sí como una de las virtudes más necesarias e importantes: «La raíz de la desesperación –dice, por ejemplo, Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés- está en el no querer aceptarse de las manos de Dios; cuando los hombres prefieren ser como los otros en vez de ser ellos mismos, cometen un pecado de lesa majestad contra el Señor».

Por su parte, Romano Guardini (1885-1968) escribe así en La aceptación de sí mismo, un opúsculo que sería necesario leer por lo menos una vez en la vida: «No puedo evadirme de lo malo que hay en mí: malas disposiciones, costumbres consolidadas, culpa acumulada. Debo aceptarlo y hacer frente a ello -así soy, esto he hecho-, y no con rebeldía: eso no es aceptación, sino endurecimiento… La suprema forma de evasión es el suicidio. No es ocioso hablar de él, pues cada vez se convierte más en uno de los grandes peligros de nuestra época. Mengua la fidelidad: también y precisamente como fidelidad al propio ser. La sensación de que ser yo sea un deber se debilita cada vez más, porque desaparece la conciencia de estar dado a sí mismo. Y como los modos de quistarse la vida se hacen más sencillos, el suicidio se vuelve cada vez más fácil y banal».

Cuando el gran poeta español José María Pemán (1897-1981) adaptó para el teatro El abogado del diablo, la novela de Morris West (1916-1999), introdujo en la pieza este pequeño diálogo entre el padre Anselmo y monseñor Meredith, el investigador de la causa de Giacomo Nerone:

«Padre Anselmo: Me odio a mí mismo.
»Monseñor Meredith: Eso es mayor pecado que todo».

Dos textos de Georges Bernanos (1888-1948), el escritor francés, reafirman esta misma idea. Dice uno de los personajes de Diálogos de carmelitas, la última obra salida de su pluma: «Los santos no se endurecían ante la tentación, no se rebelaban contra sí mismos: la rebelión es siempre obra del demonio. Y, sobre todo, no os despreciéis nunca. Es extremadamente difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros. Aun en este punto debemos guardarnos bien de tomar a la letra ciertas palabras de los santos; el desprecio de usted misma la llevaría pronto a la desesperación».

¿No se ha dicho que hay que ser pacientes con los demás? Bien, pues también con nosotros mismos es necesario serlo.

Una vez conocí a un muchacho noble y bueno que, en los momentos de desesperación, se abofeteaba a sí mismo y se jalaba de los cabellos con una violencia que causaba espanto. Le pregunté en cierta ocasión:

-¿Le pegarías así a tu mejor amigo?
-No –me dijo- A él no.
-¿Y a un enemigo?
-Tampoco. No soy tan malo.
-Y lo que no harías con un amigo, y ni siquiera con un enemigo, ¿te atreves a hacerlo contigo? Con todos eres bueno, pero contigo mismo eres malo, y eso no es virtud.

En La alegría –otra de sus obras-, Bernanos vuelve al mismo asunto: «Oh –dice uno de los personajes-, yo no desprecio a nadie, haga lo que haga, y ni siquiera podría despreciarme a mí misma. El desprecio es el veneno de la tristeza.

Por más infeliz que pueda llegar a ser, nunca encontrará lugar en mí. No me da usted miedo, señor La Perouse, ni usted ni los otros. Durante mucho tiempo temí el mal, pero no como se debe: le tenía horror. Ahora sé que uno no se debe horrorizar por nada».

Un famoso autor de obras espirituales de principios de siglo, el padre Faber, resumía con estas sencillas palabras el secreto la vida espiritual: «La alegría es lo que más honra al Creador, porque demuestra que estamos contentos con El».

Pero, ¿cómo podremos estar contentos con Dios si estamos eternamente descontentos con nosotros mismos? ¿Me lo podría usted decir?

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#4 Tiempos

Antonio Castro Leal, su papel por la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En los movimientos y propuestas por la autonomía universitaria en el país, son varios los potosinos que figuran como pioneros, algunos no muy mencionados en este proceso. Entre estas figuras encontramos a Valentín Gama y Cruz, Rafael Nieto Compeán, Manuel Nava Martínez y Antonio Castro Leal quien estaría involucrado en los dos más importantes movimientos por la autonomía universitaria, el caso potosino y el de la universidad nacional.

Antonio Castro leal, abogado de formación y literato por vocación nació en San Luis Potosí en la última década del siglo XIX, el 2 de abril de 1896 y como varios potosinos iría a la Ciudad de México a continuar sus estudios a principios del siglo XX, donde fincaría su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria adquiriendo una formación humanística que guiaría su vida profesional. Fue uno de los fundadores del proyecto conocido como Ateneo de la Juventud y la fundación de la Preparatoria Libre.

Ingresa a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y cofundaría la Sociedad de Conferencias y Conciertos en 1916, a cuyos siete fundadores se les llamaría “los siete sabios”, junto a Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva, Jesús Moreno Baca, Alfonso Caso y Alberto Vázquez del Mercado. “Los siete sabios”, nombre que nació mas en tono de burla que de reconocimiento, se caracterizaban por ser un grupo lleno de inquietudes culturales y políticas, aficionados a la música, la literatura y cultura en general; jóvenes precoces de 19 y 20 años de edad que ya eran profesores universitarios.

El papel pionero de Valentín Gama, por la autonomía universitaria cuando asumió el rectorado de la entonces Universidad Nacional de México, ya lo hemos tratado en esta columna, pero por aquella época revolucionaria Antonio Castro Leal, figuraría entre los primeros mexicanos que impulsarían los proyectos de autonomía universitaria.

Su interés político se manifestaría en 1917, cuando con sus compañeros universitarios que integraban “los siete sabios” extendieron al Congreso de la Unión la primera solicitud de autonomía universitaria, como protesta ante la Constitución de ese año, que suprimía a la Secretaría de Educación Pública creando a cambio un Departamento Universitario que el Senado integró a la Secretaría de Gobernación; determinación que molestó a estudiantes y profesores y como parte de la protesta, Castro Leal y sus amigos de los siete sabios enviaban la solicitud de autonomía universitaria al Congreso de la Unión, de la cual nunca hubo respuesta.

Años después, Antonio Castro Leal, sería rector de la Universidad Nacional de México, siendo el segundo potosino en ocupar ese puesto y durante su rectorado se conseguiría como un gran triunfo histórico la autonomía universitaria transformándose la Universidad Nacional en Universidad Nacional Autónoma de México.

Por ese entonces la autonomía de la universidad potosina, que se considera la primera a nivel nacional en haber obtenido ese carácter con la iniciativa de Rafael Nieto, le había sido retirada y la recuperaría en parcialmente en 1935 siendo gobernador Idelfonso Turrubiartes. La completa autonomía y formación estructural académica de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, la lograría el Dr. Manuel Nava con el apoyo del gobernador Ismael Salas en la década de los cincuenta del siglo XX, como apuntamos en la entrega anterior de esta columna. En este movimiento académico en San Luis, estaría participando de manera indirecta también Antonio Castro Leal como miembro de la Academia Potosina de Ciencias y Artes que impulsó el movimiento renovador de alta cultura que incidió en la moderna formación de la UASLP.

Antonio Castro Leal obtuvo los grados de licenciado y doctor en derecho por la UNAM y doctor en filosofía por la Universidad Georgetown en Washington, Estados Unidos. Durante algún tiempo se dedicó a la docencia como actividad principal dictando cátedra de literatura en la Escuela de Altos Estudios, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, también impartió la cátedra de derecho internacional en la Escuela Nacional de Jurisprudencia.

Su papel en las instituciones educativas y culturales mexicanas fue muy importante teniendo un destacado papel protagónico, entre ellas la dirección del Instituto Nacional de Bellas Artes, entre muchas otras.

Su actividad literaria, otra de sus pasiones, la inicia en 1914 distinguiéndose como escritor, ensayista y crítico de las letras mexicanas. Escribió poesía usando el pseudónimo de “Miguel Potosí”. Castro Leal es uno de los muchos potosinos que escribieron su historia en el mundo de las letras y que figura como un protagonista por la autonomía universitaria en el país.

Antonio Castro Leal murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1981.

También lee: Manuel Nava, médico, humanista impulsor de la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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#4 Tiempos

Siempre Autónoma… ¿o hasta la victoria siempre?

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APUNTES

 

Así “sin querer queriendo” me encontré una película que para mí es fabulosa: “13 días”. John Efe, era encantador… Fidel, un hombre que jamás se hincó ante el “imperio” mmmm… ¿De qué lado están ustedes? ¿“Team Fidel, que no se rinde pero tampoco se alinea”, o “Team John”?

La UASLP es como la Cuba de Fidel: No, ¿cómo cree presidente? Nosotros no tenemos nada en su contra, pero pues la hermana República de Rusia nos regaló unos misiles… ¿Qué haría usted?

Presidente… nuestra patria es autónoma, libre, independiente… no se meta, pero queremos el mismo derecho que usted a meternos en lo que nos dé la gana y golpearlo a contentillo… métase cuando a nosotros nos convenga… es nuestro derecho y hasta deber.

Presidente: vamos a lanzar nuestros misiles, pero no queremos hacerles daño… solo que usted nos hace daño y nos comportamos IGUAL que usted.

¿Autonomía? Claro. Que hermosa palabra. Caperucita pudo ser la más puta con el lobo, pero… fue decisión de ella (muy autónoma) señalar a quien ella consideró culpable… y mataron al lobo.

Deme una salida, presidente…

— Ok.

Eres a partir de hoy, autónomo. Pero bloqueado. Aceptas lo que te diga, pero dirás que no aceptaste. Hablo yo. No tú

… y te tienes que agachar, aunque tú tengas los misiles.

—Ganamos.

Hasta la próxima.

Yo soy Jorge Saldaña

También lee: Gobierno y UASLP: sus enemigos se saborean los bigotes | Apuntes de Jorge Saldaña

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#4 Tiempos

Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?

Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?

Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…

¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?

Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan?

Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…

«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…

La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.

Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…

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