diciembre 21, 2024

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México

#Crónica | Unos días en un albergue para migrantes

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Por: Carlos López Medrano

Este texto está basado en una serie de visitas realizadas a un albergue para personas migrantes en 2020. Las visitas fueron finalmente suspendidas por la declaración de la pandemia de COVID-19. En todo caso, fue posible recoger en alguna medida cómo es la experiencia desde adentro de estos espacios, además de relatar la historia de un inquilino que en su momento fue parte del grupo guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador. Con el fin de proteger la privacidad y seguridad de los involucrados, todos los nombres fueron cambiados u omitidos, incluyendo los del propio albergue.

 

Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar.
—Vicente Huidobro.

 

Some things never change
And you can never go home again…

—The Motels.

 

 

Primer día

Por fuera no parece la gran cosa. La fachada es tan solo una puerta negra, pero detrás de ella han vivido cientos de personas debatidas entre la angustia y la ilusión. Se trata de un albergue ubicado en una colonia popular como muchas otras. Un espacio que desde 2011 se concentra en dar alojamiento y apoyo a migrantes, en especial centroamericanos y caribeños, que pasan por la Ciudad de México. Antes de eso el lugar funcionaba para propósitos similares, solo que bajo otro esquema y con menor estructura.  El albergue cuenta con treinta camas y al momento de visitarlo tenía treinta huéspedes a los que no se les cobraba nada por estar ahí.

En sentido estricto, solo reciben a migrantes de sexo masculino, aunque hacen excepciones, como una joven con bebé en brazos que estaba ahí junto a su pareja. En sus comienzos, el albergue recibía a más mujeres que hombres; luego directora tomó la determinación de enfocarse solo en hombres, dado que el surgimiento de relaciones sentimentales y el encuentro entre personas de distintos sexos resultaba, a su juicio, problemático. En tiempos de alta demanda, el albergue tiene la capacidad de aceptar a más personas. Los huéspedes excedentes tienen que ser confinados a un cuarto conocido como la «Casa Blanca» que se encuentra en el tejado: un armazón cubierto con láminas de acrílico en dentro del cual que se colocan cobijas, sábanas y bolsas de dormir como recurso de aprovechamiento. Ese cuarto tiene la desventaja de ser en extremo caluroso en días soleados y tremendamente frío con las bajas temperaturas.  

La construcción del albergue es caótica y laberíntica. Empotrada sobre una especie de colina, tiene un diseño arquitectónico a desnivel que le confiere el aspecto de una vecindad. Los cuartos son pequeños y los pasillos estrechos. Sin ser estético ni armonioso, para el visitante externo sí que representa un espectáculo. Para los habitantes significa un refugio y acaso una bendición si se le compara con los lugares de donde provienen y también con las inclemencias que han vivido durante sus trayectos.

Lo primero que llama la atención luego de abrir la puerta principal del albergue son las escaleras que aparecen frente al visitante. Son empinadas y numerosas. Para las personas sin acondicionamiento físico, entrar al albergue representa un pequeño reto, un acercamiento en miniatura a lo que los migrantes tienen que pasar en su travesía por la región. Subir las escaleras se vuelve más llevadero si se hace una pausa para mirar a las dos paredes que hay a los lados, las cuales están decoradas por pinturas y murales alusivos a la libertad de movimiento, a la humanización de aquellos extranjeros que, a distancia, tienden a ser estigmatizados. Lo último que se ve al terminar de subir es el retrato de un cura, ya desgastado por el sol y las lluvias.

Es difícil distinguir si la construcción cuenta con cuatro o cinco pisos. O más. Hay una habitación en una esquina, luego un pasillo sin forma y luego más escaleras que llevan a otra planta donde lo mismo hay salas de 4×4 metros que una cocina sin mucha forma, un consultorio médico y una oficina principal contigua a un espacio breve y multifuncional que disponen como biblioteca, estudio, y sala de juegos. Es en esa oficina donde conocí a la directora del albergue, quien muestra enjundia y carácter, también compromiso con la causa migratoria.

La primera visita fue incómoda. La puerta de entrada tiene un interfono y una cámara, ante la que me presenté. Tardaron unos pocos minutos en abrirme, tiempo en el que fui observado con cierta severidad por unos vecinos que estaban en la calle. La recepción adentro no fue mucho mejor. Antes de llegar con la directora, topé con algunos de los huéspedes. Si bien correspondieron a mis saludos, lo hacían de forma seca, y lanzando miradas para congelar.

Durante aquel día tuve la impresión de que la gente de ahí me veía no como un estudiante de posgrado, sino como un ente sospechoso, quizás algún agente encubierto del que no era pertinente fiarse. Lo anterior es compresible. La mayor parte de esas personas se están jugando su última carta para hacerse de un espacio lejano del contexto infernal que les hizo salir pirados, pese a que ello implicara dejar a sus seres queridos atrás por tiempo indefinido. Ese tipo de desconfianza proviene de quienes han sufrido malos tratos en su historial.

 

Trátese con cuidado  

Obtener la confianza de las personas migrantes no parece un asunto sencillo. Incluso en un espacio seguro como el albergue, es notable su reticencia a interactuar con alguien que viene de fuera y del que tienen pocas referencias. Hay cuchicheos, silencios, sonrisas tímidas de los adolescentes. En la primera visita le hice plática a un hombre cubano de aproximadamente cuarenta años que era un recién ingresado al albergue. Se trataba de una de las excepciones a la norma: un caribeño, no un centroamericano, que había llegado ahí.

Me acerqué a él porque era sonriente, el único con una actitud más abierta que el resto, fue él quien me empezó a hablar: del calor que había y con el que mantuve un tono de charla casual durante un par de minutos. Cuando le pregunté su nombre noté algo extraño. Después de guardar un breve silencio me dijo que se llamaba Fidel. De inmediato lanzó una especie de mirada cómplice a un muchacho que estaba ahí. Ambos se rieron, como si me estuvieran tomando el pelo, o bromeando por mi ingenuidad. No me lo tomé personal y lo comprendí. Los individuos en situación irregular prefieren no revelar sus cartas y está bien que así sea.

Una experiencia similar me ocurrió en otra visita, cuando entrevisté a Rigo, un exguerrillero del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Al principio de la entrevista le pedí que dijera su nombre y edad para dejar constancia en la grabación. Dijo que se llamaba Omar Alejandro y prefirió omitir su edad. El nombre oficial, que yo sabía de antemano gracias a una de las voluntarias, fue delatado por sí mismo durante la entrevista en la que, de vez en vez, se le escapaba contar que los demás se referían a él como don Rigo. Aun así, no me queda claro cuál era su nombre verdadero, tal vez Rigo fuera su nombre de pantalla y conmigo se sinceró con el real.

Interpretar la cerrazón como un signo de mera hostilidad sería un error. Tales actitudes podrían ser síntomas de algo más profundo: una desconfianza sistemática del otro, de lo distinto, una inseguridad ante las intenciones ajenas. Sean las de un estudiante o las de un posible infiltrado de las autoridades, como a veces sentí que algunos ahí me percibían. Es claro que los representantes de instituciones son para los migrantes lo mismo una necesidad instrumental que entes que despiertan alarmas. Hay un temor permanente de ser deportados o sufrir vejaciones.

 

El sostén del lugar

A decir de la administradora, nadie en el albergue recibe un sueldo. El lugar funciona a través del voluntariado y las donaciones, principalmente de universidades y otras organizaciones sociales, también de pequeños filántropos. Recién en 2020 el albergue empezó a concretar su conversión a Asociación Civil, lo que permite a empresas privadas hacerle donaciones deducibles de impuestos. El trámite se retrasó por la pandemia. Quienes integran el albergue están sujetos a las donaciones para tener una mayor estabilidad. Si bien se las han ingeniado desde su surgimiento, han tenido altibajos, periodos en los que las donaciones no fluyen con la suficiente celeridad.

Así me lo explicó una de las voluntarias al mostrarme la habitación donde guardan parte de la despensa y productos de limpieza. En ese momento disponían de cantidades más que suficientes de arroz, frijol, aceite, habas, galletas, alimentos enlatados y verduras varias, entre otras provisiones; sin embargo, me recalcó que no se confiaban y que debían andar con cautela, ya que, así como en ese momento el cuarto estaba lleno, han tenido periodos en el que sufren ante la escasez de productos. El albergue también gestiona papel higiénico y artículos de higiene personal que usan quienes viven ahí. Todos es compartido. Una parte de la ropa que les donan es destinada para el uso de los migrantes y la otra se vende para obtener recursos destinados a gastos regulares.

 

Los voluntarios

Los voluntarios que acuden al albergue pueden dividirse en dos grupos: los que provienen del ámbito nacional y los que provienen del extranjero, estos últimos como parte de los convenios con asociaciones civiles que ayudan a tener un respaldo. La labor de los voluntarios es loable, aunque limitada. Algunos de ellos no conocen a fondo la historia del lugar ni entran de lleno en cuestiones administrativas. Al platicar con ellos es evidente su buena voluntad, aunque carezcan de formación relativa a la normativa de migración en México y a procedimientos legales en general.

Las tareas de oficina son absorbidas en su mayoría por la directora, quien delega instrucciones precisas a algunos de los muchachos que trabajan desde la computadora o el teléfono. Las responsabilidades de los voluntarios son más bien diversas, la mayor parte de ellas de carácter práctico como ayudar con cuestiones domésticas, en la cocina, dar asesoría o clases a los migrantes en materias como matemáticas o inglés (algunos fines de semana reciben a profesores que les dejan tareas para el resto de los días, también acuden abogados a realizar su servicio social).

Conocí a los dos voluntarios extranjeros. Una era Tina, una chica rubia proveniente de una iglesia luterana en Estados Unidos y el otro un joven alemán llamado Leonard, alto y atlético, quien se encontraba ahí como parte de su labor vinculada al programa intercultural AFS que lo trajo a nuestro país. Ambos sabían hablar español, aunque Tina de forma más reducida. Su estatus en el albergue era especial, era evidente que al provenir de instancias internacionales se les trataba con mayor deferencia; eso, sumado a la gentileza que los dos mostraban les hacía resaltar en el ambiente. Ambos trabajaban muy de cerca, como una pequeña tribu aparte de los demás.

Durante una de mis visitas me tocó coincidir con los padres de Tina, dos estadounidenses de alrededor de 45 y 50 años que iban vestidos con una elegancia atípica para el vecindario. Su hija les estaba dando un tour por el albergue cuando yo llegué. Ambos iban cruzados de brazos y guardaban silencio mientras su hija, una muchacha menudita y con cara llena de pecas, les describía con entusiasmo lo que había ahí. Sus padres se miraban el uno al otro sin decir nada. Al pasar cerca de mí los saludé con un «good afternoon» al que respondieron de una manera apenas audible. Su cabeza estaba en otra parte. El albergue y la zona en la que está ubicado no parecen el sitio más seguro para dejar a una hija.

Las reglas son estrictas para la relación entre huéspedes y los voluntarios. Una falta de respeto de los primeros a los segundos supone la expulsión del lugar. Esta medida quizás sea la causante de que no haya habido mayores incidentes salvo una ocasión, hace años, en la que un migrante cubano entró al consultorio donde se hallaba una voluntaria estadounidense que trabajaba desde su computadora. Rigo me contó que aquella vez el huésped se acercó y empezó a lanzar piropos a la chica. La situación subió a más cuando él se acercó a acariciar a la voluntaria que finalmente se puso de pie y reprendió en inglés al sujeto antes de ir a reportar el incidente con la directora que corrió al hombre del albergue.

Llama la atención que la mayor parte de los voluntarios (incluyendo su directora) sean mujeres. Sin haber realizado un censo a profundidad, la proporción aproximada era de dos hombres (Leonard y un chico mexicano con el que no pude platicar) por seis o siete mujeres, al menos en los días en que estuve presente. La mayor parte de los voluntarios tan solo asiste una o dos veces por semana; el sistema de rotación es el que permite que haya siempre un equipo para atender cualquier tarea que se ofrezca.

En cambio, como referí antes, los huéspedes son casi todos hombres. Pese a ello, las voluntarias actuales dicen sentirse cómodas y que no hay actitudes de acoso ni problemáticas en el lugar. En ese sentido, es un lugar que está bien regulado, acaso por lo estricto de las reglas y porque es difícil que alguien tire por la borda una de sus pocas oportunidades para subsistir en un nuevo país. Beatriz, una de las voluntarias, señala que la situación es distinta en otros albergues, como uno en el que trabajó antes. Ahí sí llegó a ser víctima de faltas de respeto e insinuaciones por parte de los migrantes, esto ante una falta de cuidado de los administradores.

La diferencia en este espacio es la directora, una mujer de aproximadamente sesenta años y largo recorrido en la lucha social. Es una figura dominante. Los huéspedes, algunos del doble tamaño que ella, y con aspecto de gran vigor, se cuadran ante su presencia, como si fuera una mezcla entre una madre y una jefa para todos. Es a ella a quien se dirigen cuando necesitan algo particular, sea ayuda con un trámite, cuando requieren unos zapatos o una camisa nueva para el trabajo.  Le guardan respeto y no saltan en ningún modo sus designios.

Ninguno de los voluntarios duerme en el albergue, ni siquiera la directora. Llegan por la mañana y se van antes de que anochezca. Son horas en los que los migrantes quedan a la merced el uno del otro. Rigo es el único que se queda ahí de forma permanente, los demás huéspedes son recibidos por un máximo de tres meses, aunque pueden ampliar su estancia por circunstancias especiales.

 

Tarde

A cada migrante se le asigna una tarea doméstica. Algunos barren, otros trapean el piso o pintan paredes, algunos más cocinan. Cada uno tiende su propia cama. Pese a las características modestas del lugar y la falta de espacio que le caracteriza, se puede decir que en general es un lugar ordenado y que existe una autorregulación para mantenerlo limpio.

Como he dicho, no hay muchas áreas comunes en el albergue. El margen de maniobra es reducido, casi claustrofóbico. Pero hay dos espacios que sirven como punto de reunión. Uno es un pequeñísimo gimnasio de aproximadamente de 6×6 metros adjuntos a un pasillo en el que están dispuestas algunas pesas y mancuernas, además de un banco. Los huéspedes usan ese rincón para ejercitar los brazos y platicar.

El consumo de alcohol y cualquier droga está prohibido (no así el tabaco), igual que llegar bajo los efectos de cualquier sustancia. Violar esa regla supone también la expulsión del lugar. No obstante, Rigo, quien se convirtió en mi mayor informante dentro del albergue, me contó que varias veces ha descubierto a algunos de los huéspedes fumando marihuana por la noche en la azotea. Tomo con reservas estos trascendidos ya que de la impresión de que Rigo, un hombre de aproximadamente sesenta y cinco años, es un ser huraño e incluso alguien a disgusto con el resto de los huéspedes a quienes ve, me dijo, como chicos arrogantes y poco higiénicos.

El otro lugar que sirve como punto de reunión es la azotea que es de un tamaño considerable (tiene dos niveles) y en el que se desarrollan el grueso de los eventos grupales del albergue. El área es adaptada con una mesa larga cuando se desarrolla un convivio (un cumpleaños, por ejemplo) o sirve como foro para realizar juntas con todos los huéspedes e invitados. Ahí se realizan sesiones de ejercicio los fines de semana y es adaptado también como un taller al aire libre para que los migrantes realicen tareas de carpintería o de arte. Es el único espacio en toda la construcción donde uno no se siente encerrado. Dado que la casa se encuentra ya de por sí en una elevación, la vista desde ahí es panorámica. Como la zona es marginada y presenta altos niveles de descuido y pobreza, lo que se alcanza a ver es tan llamativo como desolador.

Varios de los huéspedes hacen trabajos manuales. Pintan, hacen artesanías, decoran playeras. El color y la creación son habituales en el lugar, si bien el objetivo de fondo es el comercial: las piezas que elaboran son vendidas a los visitantes y al público exterior para hacerse de un poco de dinero que les sirva para sobrellevar los gastos personales.

 

Una solidaridad relativa

Entre los habitantes del albergue hay un ambiente cordial. Dado el estricto reglamento, nadie quiere meterse en (más) problemas. Entre ellos se forman pequeños grupos. Sobre todo, un patrón de edad. Los más jóvenes se juntan con los más jóvenes y los más adultos con los más adultos. No hay muchos que pasen de los 40 años. En los días que acudí también noté agotamiento. Huéspedes acostados o recluidos en su habitación a las tres, cinco de la tarde, sin ganas de mucho más que disfrutar del consuelo de una cama.

Si bien hay armonía interna, la solidaridad entre migrantes centroamericanos tiene claroscuros. Hay un apoyo mutuo de tipo funcional. Identificarse como un colectivo les brinda una pizca de pertenencia en un océano de abandono. Pero incluso entre ellos hay críticas a las prácticas de algunos de sus paisanos. Entre aquellos con los que platiqué, por ejemplo, no había una opinión favorable de las caravanas, esos éxodos centroamericanos iniciados en 2018, a los que culpan del aumento de severidad de las autoridades, así como la mala fama que se les ha hecho a los migrantes entre la población mexicana. También escuché críticas contra la insistencia (o empecinamiento) que algunos migrantes tienen por dirigirse a Estados Unidos: argumentan que eso ya no tiene caso y que solo afecta el panorama para quienes intentan hacerse un espacio en México.

Una de las voluntarias refirió que los vecinos de la colonia a veces tienen razón en sentirse a disgusto con la actitud de algunos de los huéspedes, sugiriendo que no siempre su comportamiento es el más adecuado. Lo anterior delata que en la diáspora centroamericana existen diferencias significativas entre los modos de ver la migración; algunos de ellos lamentan que el fenómeno haya adquirido tanta notoriedad cuando lo que acaso más convenía era seguir con el perfil bajo y la clandestinidad que antes guardaba su condición. Con los reflectores encima y con la presión internacional el cuadro se les ha hecho aún más difícil de sobrellevar. 

 

Un aura de religiosidad

El voluntariado es un tema que merece una mención aparte.  ¿Qué es lo que impulsa a algunas personas a entregar su tiempo y esfuerzo en tareas que no les traen ninguna retribución económica? Algunos dedican a ello toda su vida. Es evidente que detrás de ello hay una enorme generosidad y una forma plausible de entender la existencia. Y aun así la explicación no queda del todo clara y acaso deba estudiarse caso por caso. En lo que respecta a este albergue, resulta llamativa una religiosidad que permea entre sus integrantes. Sin ser un núcleo de propaganda o militancia eclesiástica, sí que cuenta con numerosos elementos anclados a un sentido espiritual.

Además de ser un albergue heredero de un comité que alude a un sacerdote católico, quienes manejan el lugar tienden (aunque no todos) a pertenecer a iglesias o al menos son altamente religiosos. La directora lo es. Así lo manifiestan las publicaciones que realiza en las redes sociales del albergue en las que constantemente alude a Dios. Varias de las voluntarias también son religiosas, aunque los mismo son protestantes que católicas. Beatriz, en sus tempranos treinta, expresa abiertamente la manera en que su relación con Dios la ha impulsado a dedicarse al voluntariado desde hace alrededor de 10 años.

En una plática me comentó que no le importa que su función sea anónima y que su modo de vida le traiga poca estabilidad. Para ella lo valioso es transmitir un sentido del amor, una sensación que a ella le fue transmitida a su vez por otras personas que la acercaron a Dios. No obstante, en su trato a los migrantes no hay una actitud por convertirlos al cristianismo. En su entrega parece haber más bien una cruzada personal, ve lo suyo como un acto de resistencia ante un mundo hostil que ella, con humildad, intenta componer.

 

Relación con los vecinos

El albergue tiene dos entradas. La principal y la secundaria que da a la calle trasera. La mayoría de los huéspedes ya no usan la entrada principal (por la que yo entré en todas mis visitas). De esto me enteré la última vez que fui. Varios de los huéspedes han sido asaltados en esa zona y ya les da miedo pasar por ahí. Pese a su aspecto de tipos duros y de no contar apenas con dinero, son víctimas de la delincuencia que existe en la colonia. Cuando le conté a la directora, ella me dijo que no tenía que preocuparme de un atraco. Que más que asaltos, aquello eran amedrentamientos que los vecinos tenían contra los migrantes a quienes ven de mala forma y a los que rechazan.

Algunos huéspedes comentaron que en la colonia abunda el narcomenudeo y que ha habido conflicto entre quienes se dedican a ello y algunos de los habitantes del albergue. Esto no siempre fue así. Cuando el albergue surgió, los huéspedes solían salir a la calle para jugar futbol, e incluso juntaban a niños de la colonia. En los primeros años, la puerta principal solo estaba amarrada con mecate y nunca hubo mayor problema de seguridad. En cierto momento la relación con los vecinos se rompió.

De acuerdo con la directora, los huéspedes que tienen alguna adicción son los que tienden a tener problemas con los habitantes de otras viviendas. Especula que hay venta de marihuana y que cuando algún muchacho contrae una deuda o algo parecido, empiezan los problemas con “los de abajo”. Los administradores del albergue realizan posadas y festejos a los que invitan a los vecinos con el fin de llevar el ambiente en paz. Aun así, la relación es ríspida.

Hace años, un camión de la ya extinta PGR dejó en el albergue a unos migrantes que habían sido rescatados de un secuestro. Eso hizo que un vecino se pusiera paranoico y reclamara a la directora, preguntándole por qué había llevado a las autoridades ahí, cuestionándola sobre qué andaban buscando. Después de que ella le explicara que la PGR solo había hecho una visita fugaz para llevar a unos jóvenes, el señor se calmó y desde entonces se volvió el «protector» de los migrantes en la colonia. Cada que alguno de ellos era molestado, la directora le decía a ese señor y él remediaba cualquier controversia. Meses después el señor acabó en la cárcel por motivos que no vienen a cuento y surgieron nuevos liderazgos en el barrio. La animadversión hacia los huéspedes aumentó, si bien ningún incidente ha pasado a mayores.

 

Otro día

Lejos de las versiones oficiales del gobierno, resulta importante conocer la perspectiva de que los migrantes y los directores de albergues tienen sobre la situación que ocurre en el país.

Debido al contraste que existe entre lo que dicen las autoridades y lo que se puede ver en fuentes periodísticas y redes sociales, es pertinente escuchar a quienes han pasado por la experiencia en carne propia.

Para la directora del albergue, siempre ha habido un pleito con las autoridades ya que estas no cuidan a los migrantes que «solo quieren cruzar por el país». Las fricciones se agudizaron a partir de los últimos meses de la administración de Enrique Peña Nieto, cuando empezó una dinámica más restrictiva y cuando surgió el fenómeno de las caravanas de migrantes.  Lo que antes no se veía por estar repartido e ir a cuentagotas, se reveló al fin en todo su esplendor. Los grandes flujos ya estaban, solo que eran invisibles y ahora eran explícitos en su disposición.

La directora lamenta que con la llegada de un nuevo gobierno en diciembre de 2018 el panorama haya empeorado. Para Gabriela el gobierno está «de rodillas» ante Estados Unidos, permitiendo que le regresen migrantes centroamericanos a México. También dijo que las estaciones migratorias están repletas y que en ellas no se toman las medidas adecuadas de higiene y seguridad. En general, la directora se dijo decepcionada de un gobierno supuestamente progresista que finalmente no se comportó como tal.

 

Ni de aquí ni de allá

Hay una atmósfera que se respira en el albergue. Dista de ser una cuestión específica o que se pueda definir con tecnicismos, es más bien una sensación de fragilidad que se cierne sobre cada uno de los migrantes. No es que haya un ambiente solemne o serio en exceso. Se observan algunas sonrisas, agradecimientos, bromas, camaradería, historias de éxito. Pero hay también repentinos silencios, juegos de miradas al vacío, quejas, relatos de sucesos traumáticos y de muerte. Una clase de orfandad, propia de personas que a las que su país les ha fallado y que al llegar a un nuevo destino no encuentran propiamente un salvamento, ni en los consulados y embajadas que se supone los representan. Ninguna ayuda digna de lo que se podría esperar de un supuesto país civilizado.

El albergue es tan reconfortante como ilusorio: quienes están ahí saben que van a contrarreloj. Disponen apenas de tres meses para buscar un nuevo oasis, sea un trabajo o un permiso para permanecer en México. Hay oportunidades, sí, también más complicaciones que igualmente les afligen, con el añadido de que esta vez carecen de la compañía de sus familiares. Que alguien acceda a separarse (de forma a veces definitiva) de los padres, los hijos, los hermanos, la pareja… da una dimensión de la desesperación que cargan sobre las espaldas.

Platicar con migrantes pone en perspectiva lo circunstancial que es todo en la vida. Varios de aquellos personajes me parecieron inteligentes, brillantes, ocurrentes. De haber nacido en otro contexto acaso su destino hubiera sido completamente distinto; simplemente les tocó crecer en sectores en los que el talento no era suficiente para prosperar.

El problema de atención a la migración no es exclusivo de México, sino un drama que la comunidad internacional ha tardado en atender con suficiencia. Un paso imprescindible es ir a las bases, acercarse a los migrantes. Conocer sus historias, sus necesidades, sus urgencias. Ver la complejidad, no estereotipos sin alcance. Notar las similitudes que tenemos con ellos.

 

La tarde con Rigo/Omar Alejandro, exguerrillero del FMLN

Omar Alejandro o don Rigo salió de El Salvador en 1990 con destino a México. Huía de los escuadrones de la muerte que lo buscaban por pertenecer al FMLN. Él y varios de sus compañeros eran perseguidos. Los querían matar. Él fue uno de los que vivió para contarlo. Lleva ya años habitando con estatus especial en el albergue: es el único huésped que tiene el derecho de permanecer ahí de manera vitalicia. En abril de ese año, 1990, llegó a Ciudad de México para trabajar con algunos cabecillas del antiguo grupo guerrillero que, poco después, se institucionalizaría bajo el auspicio internacional en el que destacó la intervención de México y Francia.

Rigo era un ayudante de los comandantes que instalaron oficinas en la capital mexicana. Tenían dos carros en los que se movían. Hacían reuniones que, en ocasiones, se prolongaban hasta las tres de la mañana, aunque después tuvieran que levantarse temprano. Eran tiempos ríspidos, de planeación, encuentros y desencuentros. La oficina central de los remanentes del FMLN en Ciudad de México se encontraba entre las calles de Nuevo León y la avenida Benjamin Franklin en la colonia Condesa. Ahí solo accedían los comandantes, y fue donde se gestionaron los acuerdos de paz. Se hicieron actas y reuniones con representantes de varios países. Rigo solo cumplía con funciones de seguridad.

Los acuerdos de paz se firmaron en Chapultepec en 1992 y los excomandantes retornaron a El Salvador. Rigo se quedó en México ya que tenía contacto con un comité cristiano dedicado a atender a personas necesitadas y permaneció trabajando para él. Se convirtió en custodio de la documentación que restaba del FMLN, además de ser el cuidador de un inmueble. De vez en cuando conseguía algunos trabajos, pese a que sobre todo estaba enfocado en el comité, en el que también hacía artesanías para ganar algo de dinero.

En 1993, el comité inauguró una clínica de apoyo a los migrantes que venían heridos de la guerra. Rigo fue trasferido a ese lugar. Nuevamente fungió como guardia. Los migrantes centroamericanos acababan ahí en búsqueda de atención médica, dental e incluso para recibir tratamientos de acupuntura. Se daban clases de pintura e inglés. La comunidad creció así. Las embajadas de Canadá, Nueva Zelanda y Australia se acercaron a dar apoyo, de modo que los migrantes centroamericanos podían ser canalizados en las sedes diplomáticas de esos países y tramitar asilo en el exterior. En el lugar había un químico que les ayudó con las embajadas, una dinámica que al cabo de un tiempo se terminó. Los gobiernos cubrieron la cuota que estaban dispuestos a atender. Al cabo de tres años, la clínica cerró.

Antes, en 1992, Rigo regresó fugazmente a su país junto a seis compañeros. El grupo fue dividido en distintas casas para luego ser enviados a las montañas donde entregaron las armas y el material bélico, en seguimiento a lo pactado por el FMLN en los Acuerdos de Paz de Chapultepec. Había gente de la ONU supervisando el proceso: ellos recogieron las armas y las echaron en agujeros excavados en la tierra. Posteriormente se les prendió fuego. La aventura armada terminó ahí para Rigo. Tras mes y medio de dormir en el campo, supo que la guerrilla no iría a más.

Ya ni siquiera les llegaban alimentos. Los integrantes del grupo fueron desplazados. A cada uno le dieron 150 colones para que salieran de ahí y regresaran con sus familias. No había fondos para más. Rigo salió en la tercera ronda. Por esos días, se topó con un comandante en El Salvador, quien le reclamó que estuviera ahí en vez de estar en México. «Tú regrésate, no puedes estar aquí», le dijo. Le dieron dinero extra para el pasaje, pero como no tenía papeles, los de migración lo detuvieron en la frontera. Estuvo encerrado ocho días. El comité cristiano al que pertenecía tuvo que interceder para que lo dejaran libre y pudiera llegar a Ciudad de México.

Rigo se sentía optimista: tenía el plan de montar un taller con algunas herramientas que había guardado en la propiedad que el Frente tenía en la Ciudad de México. Pero cuando llegó se dio cuenta de que le habían robado todo. En ese punto las perspectivas de su futuro cambiarían a peor. Una monja lo consoló y lo mandó a las oficinas del comité. Ahí le prometieron cien dólares mensuales para sobrevivir. Empezó a trabajar para el comité que le daba encomiendas. En esos días conoció a la que a la postre se convertiría en la directora del albergue en el que ahora habita. Ella era la directora de la clínica descrita anteriormente, esa en la que daban consultas de acupuntura. Ahí la relación entre ambos se estrechó. Rigo era su asistente y la confianza iba en aumento.

Rigo empezó a sentirse cada vez más distanciado del comité cristiano al que pertenecía, más cuando por irse unos días a El Salvador su espacio en las instalaciones fue invadido. Al lugar llegaron a trabajar unos abogados que no le agradaban y a los que tacha de oportunistas. A su vuelta ellos le dijeron que le podían ayudar a regularizar sus papeles y su estatus migratorio. Él, sin embargo, desconfiaba de ellos. Los abogados paulatinamente empezaron a ser más hostiles. Les molestaba que Rigo hiciera artesanías en un inmueble cerrado. Los hombres de leyes se volvieron sus «enemigos», los llamaba «ratas» porque no estaban trabajando con solidaridad, sino que, a su juicio, gestionaban turbiamente el dinero que llegaba de otros países.

Una de las monjas tomó partido por los abogados para que Rigo no molestara más con sus pinturas, a lo que él no quiso ceder. La artesanía era su mayor estímulo y una cuestión central para su economía. Al final, mandaron a policías para desalojarlo. La actual directora del albergue se dio cuenta de ello y lo buscó para ayudarle. Fue ahí cuando surgió la idea de que Rigo se uniera al albergue que, en ese entonces, estaba en una etapa embrionaria no igual a la actual. Ya instalado en su nuevo hogar, la monja que lo había desplazado se acercó a ofrecerle una disculpa y decirle que los abogados se irían pronto del sitio del que él había sido expulsado. Rigo no le creyó.

En cualquier caso, se selló el acuerdo para que él viviera en el albergue. Apoyaría para atender a los migrantes centroamericanos. Le prometieron el espacio de por vida. Mientras él quisiera podía permanecer como custodio del lugar. Le dieron llaves de todas las entradas y habitaciones. Sin embargo, Rigo se queja de que no goza de ningún salario. Dice que la directora está buscando un subsidio para pagarle como velador.

  

Las ocupaciones de Rigo 

Si algo se rompe en el albergue o hay algo que se tenga que arreglar, Rigo es la primera opción a la cual acudir. Es albañil y carpintero. Si hay un incidente en la madrugada, él es el encargado. Tiene acceso a la bodega, a la farmacia, a todas las áreas del lugar. Se acuesta a las once de la noche. Permanece vigilante hasta altas horas ya que, dice, algunos huéspedes suben a la azotea para fumar marihuana y debe controlarlos. Por eso insiste en que se ha hecho de enemigos. Los huéspedes se enojan porque los vigila. Los voluntarios llegan a las once de la mañana, él dice que se levanta desde las seis para administrar lo que le piden quienes viven ahí. Alguna pastilla, un documento.

De acuerdo con Rigo, los voluntarios extranjeros a veces tienen miedo de agarrar el teléfono, así que recurren a él para que resuelva. Señala que por cosas así merece de un apoyo extra. Quiere ahorrar para ir unos días a El Salvador. Dice que necesita mínimo 10 mil pesos. Es algo que le ha planteado a la directora, la importancia de un sueldo para tener un guardadito. Aunque no tiene gastos en donde vive, los requiere para ir a El Salvador.

 

¿Qué le llevó a unirse a un grupo guerrillero?

Todo empezó con la fundación de una universidad. Rigo apunta que fue su generación la que hizo la revuelta. Su familia tenía unos terrenos en el departamento de Santa Ana de El Salvador, en donde el gobierno quiso poner una universidad. Unos funcionarios los contactaron para comprar, ellos accedieron y la construcción comenzó. Con unas pocas aulas, dos o tres edificios pequeños, los jóvenes se inscribieron. Toda su generación estudió ahí. Rigo no lo hizo por «güey», como él mismo señala, pero tuvo contacto con viejas amistades que llegaron ahí. El tiempo pasó y el gobierno no lograba estimular la creación de empleo en la región y tampoco en el país. Las autoridades eran rígidas. Desaparecían personas y llegaron a golpear estudiantes.  

Debido a la precariedad y las injusticas, indica Rigo, la situación se calentó. El estudiantado empezó a organizarse, lo mismo que los profesores. Los de física y química tomaron liderazgos e iniciaron los «desfiles bufos» que eran protestas con disfraces en contra del gobierno. El estudiantado se había politizado y hacía manifestaciones constantes. El ejército acudía a parar esas movilizaciones, los estudiantes se sentaban cuando los soldados llegaban para así evitar enfrentamientos. Comenzaron a darse talleres en casa, grupos que convocaban a reuniones en los domicilios. Algunos de esos compañeros viven actualmente en México. Ya en las universidades de todo el país había conflictos. La gente se armó. «Fuimos conociendo más y más y más», dice Rigo. Con el tiempo se animaron a salir y dar rondas y enfrentarse contra el ejército. Rigo confiesa que comenzaron a volar edificios en la capital de El Salvador con una fábrica de bombas improvisada por la gente de física y química de la universidad.

Rigo ironiza al decir que explotaban los edificios de los ricos porque ellos explotaban a los pobres. Además, destruían puentes, los volaban para que el ejército no pudiera entrar a algunas zonas. Admite que todo se puso más intenso. Varios grupos se fueron a las montañas. Aumentaron los enfrentamientos con los militares. El gobierno incendiaba algunos pueblos, la gente moría. Había represalias mutuas. Rigo pronto acabó como custodio de tres comandantes guerrilleros, dos hombres y una mujer. Era parte de su cuerpo seguridad. Relata que la comandante «rompía madres» y que era más valiente que los hombres, que nunca se amilanó pese a que era buscada por los Estados Unidos.

En los primeros días como guerrillero Rigo sintió algo de miedo; «luego te vas acostumbrando; le agarras confianza al arma».  Alguien le dijo que era vencer o morir. Así que siempre andaba a las vivas. Muchos de sus compañeros murieron, incluyendo mujeres y jóvenes que se metieron al conflicto. Rigo, en cambio, dice que siempre tuvo mucho cuidado y que eso le permitió sobrevivir. El proceso fue rápido: en menos de dos años sus compañeros pasaron de la universidad a la guerrilla.

 

Pregúntale al polvo

 Rigo es cauto con el balance de su etapa guerrillera. Es consciente de que aquello debía terminar eventualmente. Cree que todo se corrompe. Dijo que el FMLN tuvo la oportunidad de gobernar y que, al final, no faltó quien se volvió corrupto. Así se arruinaron las cosas otra vez. «El pueblo se da cuenta y se va alejando». «Luego viene la derecha y viene a hacer robadero, a dejar el pueblo sin nada. ¿Entonces con quien nos quedamos? ¿Cómo le hacemos?».

Rigo dice que había gente en el Frente que no se gastaba nada de dinero para así cuidar los fondos del grupo, dinero que llegaba desde Europa, pero que había algunos integrantes que viajaban allá para recoger los recursos y ya no volvían. Otro dinero llegaba por Panamá. Algunos emisarios volvían, otros se fugaban con los dólares. El panorama que había en El Salvador hasta 2020 le parecía desolador, «no hay nada». Pero izquierda y derecha han fallado a su juicio. El FMLN tenía otras oficinas cerca del monumento a la Revolución en Ciudad de México, eran los encargados de ir a Panamá por el dinero. Luego llegaban con los fajos de dólares. Y había un chico dedicado a la física que nunca pedía ni un solo billete. Se llamaba Javier. «Yo no soy corrupto», le decía a Rigo, mientras que otros hacían fiesta y se compraban lo mejor para sí mismos.

 

Aquí, ahora

Rigo considera que la actualidad en Centroamérica es delicada, que hay temor real de ser eliminado en muchos espacios de la cotidianidad. Los migrantes sufren para llegar a México, aunque dice que al menos aquí hay trabajo, una ventaja que algunos no saben valorar. «En México trabajo hay, aunque ganes poco», dice. «Hay a quienes les pagan 1500 pesos a la semana, y eso es suficiente para rentarse un espacio entre dos, tres personas, y hacerse de una cocina, y sobrevivir». Rigo reprocha que los migrantes insistan en ir a Estados Unidos, donde «no los quieren». Es crítico con sus paisanos. Se nota que hay una distancia entre él y ellos. Incluso un rencor. Él, que apenas y sale del albergue, es duro en sus juicios a los migrantes, aunque siempre en tono campechano.

Rigo nunca ha intentado ir a Estados Unidos, aunque parte de su familia vive en Nueva York. Su madre y un hermano se quedaron en El Salvador. Lo mismo que sus hijos y algunos tíos, primos. Varios han muerto. Lleva años sin ver a ninguno de ellos. A su hermana, lleva 17 años sin verla. A su hermano más de 25 años. Con su madre mantiene contacto por WhatsApp, tiene 93 años ya. Solo los familiares que viven en Nueva York la van a visitar. Él, que vive en un albergue en Ciudad de México, no ha podido hacerlo.

 

Último día

 «Casi ya no me gusta salir, antes me iba todo el día». Ahora Rigo pinta con acrílico. Solo tiene cinco colores. «Ellos no tienen visión, me trajeron colores pálidos». Dice que necesita pinturas más encendidas para trabajar sobre madera. Vende sus pequeñas obras a quienes visitan el albergue. Un dinero extra que le permite comprarse alguna torta o refresco de repente, sobre todo cigarros. Le gustan los tacos de tripa. También hace banderitas de recuerdo. Cada una la vende a treinta pesos. Algunos les compran dos, tres. Una voluntaria estadounidense le compró veinticuatro antes de regresar a su ciudad. Fue un aliviane.

Rigo le tiene poca confianza a los huéspedes. Con la mayor parte prefiere mantener distancia. «Me alejo por su forma de ser, por su prepotencia, ellos creen que son Juan Camaney. A mí no me gusta hablar pendejadas». Cuenta que con algunos sí platica un rato, o ven la televisión mientras se toman un refresco. A uno que otro lo manda a comprar cosas a la tiendita. Lamenta que no a todos les guste que les manden a hacer cosas más allá de las tareas del propio albergue (a algunos les toca limpiar un baño, a otros un pasillo, etc.), cuando dice que se les da todo: ropa, internet, cepillos de dientes, sin cobrar para que ellos tomen la iniciativa y ayuden a la comunidad.

A Rigo le apena que haya áreas que estén desarregladas cuando hay visitas. A mí el albergue me parecía razonablemente limpio, pero Rigo reitera que él se da cuenta de cosas que otros no ven. Incluso se lo reclama a la directora para que llame la atención a los huéspedes. Se queja de que las cobijas estén tiradas en la mañana y que los invitados vean las cosas así. Clama que los jóvenes no tienen cuidado con el aseo personal. Que huelen mal. Se queja que los chicos no se lavan los pies, que no se tallan bien para quitar la «grasa que sale ahí».

En el albergue hay un fuerte respeto por los visitantes, una de las reglas de es respetarlos y no meterse con ellos, en especial los estudiantes. Pero comenta que alguna vez hubo dos voluntarias que se «metieron» con migrantes a una habitación de la casa. Rigo se dio cuenta. No las reportó, pero sí les dijo a las voluntarias que lo había notado. Dice que ahora las chicas son «muy respetuosas».

Da la impresión de que Rigo es un hombre afectado por el hecho de que la vida no le permitió llegar a donde deseaba. Ahora, en su madurez, es arisco, cada vez más cerrado. Sin las ambiciones que alguna vez tuvo, ésas que fueron apagadas por los giros del destino. Tomo con pinzas sus declaraciones. Es obvio que desacredita de algún modo a sus paisanos como mecanismo para distinguirse de ellos. Es en cambio gentil con los que, como yo, no disputan su territorio.

 

Contacto:
Twitter: @Bigmaud
Correo: [email protected]

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México

PAN señala lucha de poderes entre morenistas nacionales

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La senadora Vero Rodríguez refirió que sus peleas son actos “primitivos” que no se merece la ciudadanía en la Cámara Alta

Por: Bernardo Vera

Hace unos días trascendió a nivel nacional el altercado entre los senadores Gerardo Fernández Noroña y Adan Augusto Lopez Hernández, ambos del grupo parlamentario de Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).

Verónica Rodríguez Hernández, senadora de la República por el Partido Acción Nacional (PAN) en San Luis Potosí, interpretó este hecho como una lucha de poderes entre los morenistas, además de evidenciar un espectro de corrupción que alcanza a Ricardo Monreal, diputado federal por Morena.

“Cuando aprueban el presupuesto 2025, lo que hace la Cámara de Diputados –que es la única Cámara que lo puede revisar y autorizar– le hace un recorte al Senado de la República, aparentemente sin avisar al coordinador de la bancada oficialista, Adan Augusto”, señaló al referir que estos señalamientos molestaron a Monreal.

“Cuando no se ha tenido el poder y de pronto te llega a manos llenas, te puedes incluso atragantar, y eso está pasando a Adan Augusto y con Monreal”.

Rodriguez Hernández recordó el suceso sufrido contra Enrique Vargas, también senador panista, que estuvo a punto de liarse a golpes semanas atrás contra Lopez Hernández. Calificó estas acciones como primitivas, y algo que no debería ocurrir en la escena de nuestro país.

“Me pareció muy desagradable, que el coordinador del oficialismo de la bancada más amplia en el Senado de la República, fuera hasta el lugar de mi compañero senador e intentara agredirlo físicamente. Creo que eso habla muy mal de la paciencia, de la congruencia y de la tolerancia que debería de existir en el pluralismo político”.

Finalmente, hizo un llamado a las y los senadores para evitar esas actitudes y tener debates de altura como representantes populares.

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México

Reforma a Ley Infonavit busca combatir la corrupción: Sheinbaum

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Aseveró que la empresa constructora de Infonavit es indispensable pues en los últimos 10 años se ha reducido la construcción de vivienda

 

Por: Redacción

La presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, explicó que el objetivo de la reforma de la Ley del Infonavit es erradicar la corrupción, asegurar que el uso de recursos de los trabajadores sea transparente y garantizar la construcción de vivienda social.

El director del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), Octavio Romero Oropeza, informó que con la reforma se busca continuar con el incremento del salario mínimo, ya que de esta manera se incrementan los recursos del Fondo de Vivienda; además de que se equiparará la gobernabilidad de esta dependencia con la del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), manteniendo el sello tripartita, para lo cual se contempla:

– Un sistema de vivienda con orientación social que se amplía en tres vertientes: 1.crédito barato y suficiente para derechohabientes que ganan menos de dos salarios mínimos; 2. desarrollo de vivienda, que permite al Infonavit comprar terrenos y construir; así como 3. arrendamiento social con opción a compra, para que las y los trabajadores puedan rentar sin que el pago exceda del 30 por ciento de su salario.

– Creación de la constructora del Infonavit: que realizará proyectos de desarrollo inmobiliario para los trabajadores que menos ganan y que históricamente han tenido acceso a vivienda barata y suficiente.

Aseveró que, la empresa constructora del Infonavit es indispensable derivado de que en los últimos 10 años se ha reducido notablemente la construcción de vivienda, particularmente la de interés social con un valor promedio de 550 mil pesos.

 

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México

Ahorros de trabajadores de Infonavit están seguros con la Reforma: Sheinbaum

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Los ahorros de los trabajadores serán vigilados por la Secretaría de Hacienda, aseguró la presidenta de México

Por: Redacción

La Presidenta de México, Claudia Sheinbaum, explicó que con la nueva Ley del Infonavit los ahorros de las y los trabajadores están completamente seguros, además aseguró que estos recursos seguirán siendo vigilados por la Secretaría de Hacienda.

”Los que tienen sus ahorros en el Infonavit para vivienda están totalmente resguardados. Estas publicaciones que sacan unas personas absolutamente irresponsables de que ahora están en problemas los ahorros de las y los trabajadores, falso, están totalmente seguros y eso no va a cambiar”, puntualizó.

Destacó que con los cambios a la Ley del Infonavit lo que se busca es mejorar la gobernabilidad de la institución, además de que también se constituirá la nueva empresa con la que se construirán las nuevas viviendas.

Además aseveró que ya se comenzó a ayudar a los trabajadores con acciones de escrituración, así como el congelamiento de las deudas y saldos.

“Ya presentamos dos acciones muy importante de Infonavit para que gente que sigue pagando sus casas ya puedan tener sus escrituras, para que se reduzca la cantidad de dinero que estaban pagando que cada vez aumentaba más”, aseveró.

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Opinión

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