#4 Tiempos
Como cuando te da culpa ver tanto gusto culposo | Columna de Guille Carregha
Criticaciones
Espero ser la única persona a la que le pase, pero hay ocasiones en las que, mientras estoy viendo una película, o el siguiente capítulo de una serie, mientras estoy a la mitad de una sesión de juego, o incluso a la mitad del stream de un álbum, sobre todo si siento que estoy disfrutando de dicho producto mediático y me doy cuenta que estoy sonriendo, me brinca a la cabeza la pregunta “¿Y si esta cosa en realidad es malísima y no me he dado cuenta? ¿Y si en realidad me gustan puras cosas horribles? ¿Voy a ser capaz de reconocer algo de calidad si me lo encuentro? ¿O, peor aún, de disfrutarlo?”. Y, digo, espero ser la única persona porque, a decir verdad, no se me ocurre nada más “first world problem” que una nimiedad de este tamaño, pero de que he sufrido este ataque autoinfligido varias veces, lo he sufrido.
A veces, pasa tan seguido que, en vez de una pregunta retórica generada por mi cabeza para hacerme cuestionar mi consumo de media y ser más analítico, más reflexivo o, en su defecto, miles de decibeles menos mamador para recuperar un poco de la humanidad que he perdido a lo largo del camino, se convierte en un peso que siento que voy a tener que cargar por el resto de mi vida. Siento que cada año me gano la medalla de “la persona con el peor gusto imaginable” en la posada de diciembre de mi vida.
Ahora, mucha gente se imaginará que me hago estas preguntas precisamente por el miedo a que la gente se entere el tipo de cosas que me gusta ver/escuchar/jugar y que termine siendo juzgado por la sociedad o algo similar. Creerán, tal vez, que tengo una colección de playlists de Spotify llenas de canciones pop horribles de los 2000 que oculto de mi cuenta principal solo para que no afecte mi wrapped de cada año, o que mantengo mi cuenta de PlayStation en privado para que nadie sepa cuántas horas le dediqué a [inserte aquí juego socialmente aceptado como la cosa más horrible concebida por la humanidad pero que yo ya platiné].
LOL.
La verdad es que todo eso me tiene sin cuidado. Nunca me creí todo ese discurso social de los gustos culposos, como cualquier ser humano al que no irónicamente le haya recomendado canciones de Flos Mariae podrá haber notado. Las cosas horribles pueden convertirse fácilmente en la cobijita del tigre que te envuelve el corazón un miércoles por la tarde después de tres juntas que podrían haber sido un e-mail. Mucho más si las pones a todo volumen al final de la junta y observas cómo se contorsionan en tiempo real las caras de todos aquellos que aún mantienen el vestigio de la ideología “mi consumo mediático define mi nivel de asombrosidad” en público.
Porque ahí es donde entra la cuestión importante, ¿qué significa tener mal gusto? Sin importar qué tan mamador se quiera vender uno, siempre de los siempres habrá un grupo de personas que tachen a los demás de tener mal gusto. No importa si solo ves películas polacas con subtítulos en arameo en la Cineteca Nacional, o si te viste con rompevientos y pants formales FUBU para ir a la boda de tu primo segundo. Todo puede ser, y usualmente es, de mal gusto. El mal gusto está ligada a la creencia de que todos somos parte de una élite intelectual o social, que nosotros si le sabemos, y es nuestro deber aleccionar a los demás para que dejen de ser papas inútiles hundidas en el fango de la incultura. Pero este fango bien pueden ser las telenovelas de TV Azteca o la filmografía de Ari Aster. Todo depende de la ventana juzgona por la que nos miren.
Por ejemplo, como cualquier otra persona en este mundo capitalista, también pasé por un par de años en donde me parecía pertinente juzgar a la gente por el tipo de música que consumían. Fue, si mal no recuerdo, por ahí entre 2012 y 2014, más o menos. Durante esos terribles años en los que me estaba formando como la persona más insoportable en cualquiera de mis círculos sociales, cada vez que veía a alguien disfrutando de música EDM o hablando acerca de lo mucho que deseaban ir a Tomorrowland a (engullir la mayor cantidad de drogas posibles mientras se daban la oportunidad de) ver (el set pregrabado de varios) DJs (quienes lo único que hacen es ponerle play al archivo mp3 en una USB mientras se la pasan brincando en el escenario para aparentar un show dinámico, pero que, aún así, crean música electrónica) de talla internacional “en vivo”, aunque intentara no hacerlo tan público, ponía una pequeña cara de asco que indicaba que le había perdido el respeto a mi interlocutor. Todo esto, cabe aclarar, mientras activamente consumía música de Moderatto sin pena alguna, una banda que generaba precisamente el mismo tipo de expresión facial que la que yo me atrevía a exponer en público, pero de la cual no me creía merecedor.
Por alguna razón, no solo me parecía de mal gusto que alguien estuviera tan embelesado por lo que, debatiblemente, era la música más popular de la época, sino que me levantaba el ego el saber que yo no era parte de ese grupo de personas. Para mi percepción alterada de “recién adulto que se cree que sabe cosas”, todas estas personas se habían convertido en seres inferiores al aceptar disfrutar de este producto, sabiendo perfectamente que, si tanta gente consume y hace popular a un producto, debe ser porque les genera algo; porque está cumpliendo, por lo menos, un objetivo tan sencillo como traerle algo de felicidad. Ahora, quizá sea una cosa hecha con las patas y que carezca de cualquier índice de calidad marcado por las definiciones más vagas y escuetas concebidas por la humanidad, pero esa es una discusión distinta. Lo popular no tiene que ser bueno, y lo bueno no necesariamente es popular.
En otras palabras, me había convertido en un boomer que odiaba todo lo nuevo porque “no era igual a lo que se hacía en mis tiempos”, y todavía ni siquiera llegaba al primer cuarto de siglo de existencia. Un asco de persona. Tampoco es como si sirviera de algo el haberme convertido en eso. Mi expresión de repugnancia nunca cambió la mente de nadie, a menos que el aplicarme el “cortar a esa persona tóxica de mi vida para poder disfrutar de lo poco que me hace feliz en esta terrible existencia llamada vida” se pueda considerar como el objetivo principal de denigrar en silencio a gente por hacer algo tan irrelevante para el mundo como el escoger ciertos archivos mp3 por encima de otros. No es como si fueran simps de Elon Musk o seguidores del Temach. Nada más pensaban que Infected Mushroom si estaba chido y eso, además de a sus orejas, no le hacía daño a nadie.
El problema radicaba en dos puntos importantes: el primero, que estaba en modo “odia todo lo popular para ser más popular”, cosa que nunca funcionó, y el segundo, y más importante, juzgaba a la gente por consumir tal o cual producto mediático en vez de juzgar al producto en sí. O sea, el problema no es que tu tía, la de los imanes, te recomiende leer Padre Rico, Padre Pobre porque le pareció una lectura interesante con ideas que podrían servirte en el día a día. El problema es que a alguien tan deleznable y elitista como Robert Kiyosaki le hemos permitido tener tanto poder de permeación en la cultura popular. El problema no es que ya hayas leído Cañitas siete veces por puro gusto, y porque quieres ver si las diferentes ediciones tienen algo distinto entre sí. El problema es que la SEP lo tenía en la lista de lecturas aceptadas para leer en secundaria.
Se odia al pecado, no al pecador, como (asumo) diría el Padre Peñaloza.
Entonces, mi pregunta de “¿tendré mal gusto?” no va hacia el qué dirán, sino, más bien, me preocupa que con una existencia tan finita como la nuestra, en donde no se puede legislar la idea de que un mexicano promedio no pueda trabajar más de 78 horas semanales “porque se nos desploma el PIB”, en donde tenemos como dos horas libres cada semana para “ver a los amigos, dormir, ver películas, limpiar la casa, hacer trámites en el banco y reponer la INE que se nos perdió en 2018”, esté gastando mis tiempo finito de esparcimiento en productos chafones, cuando podría estar consumiendo cosas que realmente me parezcan excelentes. ¿Qué tal que, al final, me dé cuenta que gasté mi vida intentando encontrar una comedia mexicana post-2010 que sí de risa en vez de cringe, cuando podía nomás darle chance a las de Carlos Enrique Taboada? ¿De verdad necesito ver la segunda temporada de ese isekai animado a siete cuadros por minuto nada más porque ya vi la primera, en vez de ver las películas nuevas de Evangelion? Cabe aclarar que existe la posibilidad de que termine odiando estas cosas socialmente mejor calificadas, pero ¿cómo me voy a dar cuenta si no les doy oportunidad? Lo peor que puede pasar es que tenga algo nuevo a lo que odiar.
Estando casi en 2024, creo que debería de dejar de existir la categoría de gusto culposo – eso es un término inventado por los metaleros trve para hacer sentir mal a quienes oyen literalmente cualquier otro género musical –, pero no puedo negar que también me preocupa que toda mi dieta audiovisual se haya convertido en gustos culposos últimamente. ¿Y si tal vez sí consumo pura media mediocre?
Total, todo esto lo escribí para decir que gasté casi 140 horas de mi 2023 platinando Marvel’s Avengers en mi PS4 y no me da pena aceptarlo. Es más, hasta lo volvería a hacer.
Necesito ayuda.
También lee: Algo sobre piratas | Columna de Guille Carregha
#4 Tiempos
Antonio Castro Leal, su papel por la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En los movimientos y propuestas por la autonomía universitaria en el país, son varios los potosinos que figuran como pioneros, algunos no muy mencionados en este proceso. Entre estas figuras encontramos a Valentín Gama y Cruz, Rafael Nieto Compeán, Manuel Nava Martínez y Antonio Castro Leal quien estaría involucrado en los dos más importantes movimientos por la autonomía universitaria, el caso potosino y el de la universidad nacional.
Antonio Castro leal, abogado de formación y literato por vocación nació en San Luis Potosí en la última década del siglo XIX, el 2 de abril de 1896 y como varios potosinos iría a la Ciudad de México a continuar sus estudios a principios del siglo XX, donde fincaría su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria adquiriendo una formación humanística que guiaría su vida profesional. Fue uno de los fundadores del proyecto conocido como Ateneo de la Juventud y la fundación de la Preparatoria Libre.
Ingresa a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y cofundaría la Sociedad de Conferencias y Conciertos en 1916, a cuyos siete fundadores se les llamaría “los siete sabios”, junto a Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva, Jesús Moreno Baca, Alfonso Caso y Alberto Vázquez del Mercado. “Los siete sabios”, nombre que nació mas en tono de burla que de reconocimiento, se caracterizaban por ser un grupo lleno de inquietudes culturales y políticas, aficionados a la música, la literatura y cultura en general; jóvenes precoces de 19 y 20 años de edad que ya eran profesores universitarios.
El papel pionero de Valentín Gama, por la autonomía universitaria cuando asumió el rectorado de la entonces Universidad Nacional de México, ya lo hemos tratado en esta columna, pero por aquella época revolucionaria Antonio Castro Leal, figuraría entre los primeros mexicanos que impulsarían los proyectos de autonomía universitaria.
Su interés político se manifestaría en 1917, cuando con sus compañeros universitarios que integraban “los siete sabios” extendieron al Congreso de la Unión la primera solicitud de autonomía universitaria, como protesta ante la Constitución de ese año, que suprimía a la Secretaría de Educación Pública creando a cambio un Departamento Universitario que el Senado integró a la Secretaría de Gobernación; determinación que molestó a estudiantes y profesores y como parte de la protesta, Castro Leal y sus amigos de los siete sabios enviaban la solicitud de autonomía universitaria al Congreso de la Unión, de la cual nunca hubo respuesta.
Años después, Antonio Castro Leal, sería rector de la Universidad Nacional de México, siendo el segundo potosino en ocupar ese puesto y durante su rectorado se conseguiría como un gran triunfo histórico la autonomía universitaria transformándose la Universidad Nacional en Universidad Nacional Autónoma de México. Por ese entonces la autonomía de la universidad potosina, que se considera la primera a nivel nacional en haber obtenido ese carácter con la iniciativa de Rafael Nieto, le había sido retirada y la recuperaría en parcialmente en 1935 siendo gobernador Idelfonso Turrubiartes. La completa autonomía y formación estructural académica de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, la lograría el Dr. Manuel Nava con el apoyo del gobernador Ismael Salas en la década de los cincuenta del siglo XX, como apuntamos en la entrega anterior de esta columna. En este movimiento académico en San Luis, estaría participando de manera indirecta también Antonio Castro Leal como miembro de la Academia Potosina de Ciencias y Artes que impulsó el movimiento renovador de alta cultura que incidió en la moderna formación de la UASLP.
Antonio Castro Leal obtuvo los grados de licenciado y doctor en derecho por la UNAM y doctor en filosofía por la Universidad Georgetown en Washington, Estados Unidos. Durante algún tiempo se dedicó a la docencia como actividad principal dictando cátedra de literatura en la Escuela de Altos Estudios, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, también impartió la cátedra de derecho internacional en la Escuela Nacional de Jurisprudencia.
Su papel en las instituciones educativas y culturales mexicanas fue muy importante teniendo un destacado papel protagónico, entre ellas la dirección del Instituto Nacional de Bellas Artes, entre muchas otras.
Su actividad literaria, otra de sus pasiones, la inicia en 1914 distinguiéndose como escritor, ensayista y crítico de las letras mexicanas. Escribió poesía usando el pseudónimo de “Miguel Potosí”. Castro Leal es uno de los muchos potosinos que escribieron su historia en el mundo de las letras y que figura como un protagonista por la autonomía universitaria en el país.
Antonio Castro Leal murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1981.
También lee: Manuel Nava, médico, humanista impulsor de la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
Siempre Autónoma… ¿o hasta la victoria siempre?
APUNTES
Así “sin querer queriendo” me encontré una película que para mí es fabulosa: “13 días”. John Efe, era encantador… Fidel, un hombre que jamás se hincó ante el “imperio” mmmm… ¿De qué lado están ustedes? ¿“Team Fidel, que no se rinde pero tampoco se alinea”, o “Team John”?
La UASLP es como la Cuba de Fidel: No, ¿cómo cree presidente? Nosotros no tenemos nada en su contra, pero pues la hermana República de Rusia nos regaló unos misiles… ¿Qué haría usted?
Presidente… nuestra patria es autónoma, libre, independiente… no se meta, pero queremos el mismo derecho que usted a meternos en lo que nos dé la gana y golpearlo a contentillo… métase cuando a nosotros nos convenga… es nuestro derecho y hasta deber.
Presidente: vamos a lanzar nuestros misiles, pero no queremos hacerles daño… solo que usted nos hace daño y nos comportamos IGUAL que usted.
¿Autonomía? Claro. Que hermosa palabra. Caperucita pudo ser la más puta con el lobo, pero… fue decisión de ella (muy autónoma) señalar a quien ella consideró culpable… y mataron al lobo.
Deme una salida, presidente…
— Ok.
Eres a partir de hoy, autónomo. Pero bloqueado. Aceptas lo que te diga, pero dirás que no aceptaste. Hablo yo. No tú
… y te tienes que agachar, aunque tú tengas los misiles.
—Ganamos.
Hasta la próxima.
Yo soy Jorge Saldaña
También lee: Gobierno y UASLP: sus enemigos se saborean los bigotes | Apuntes de Jorge Saldaña
#4 Tiempos
Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?
Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?
Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…
¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?
Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan? Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…
«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…
La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.
Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…
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