mayo 13, 2025

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#4 Tiempos

Bardo: tres horas de ‘mira que profundo soy’ y nada de sustancia | Columna de Guille Carregha

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Criticaciones

Muy a pesar de todo lo que me representa como ser humano, y contra todo pronóstico, después de ser obligado a ver una película de Alejandro González Iñárritu post-Guillermo Arriaga, no la aborrecí con cada fibra de mi ser. A pesar de haber sido dirigida por un señor cuyo trabajo me parece insoportable desde que alguna persona tuvo a mal decirle en 2008 que escribir guiones era muy fácil y que las historias que a él se le ocurrían valían mucho la pena, no puedo decir que su más reciente película sea mala.

Tampoco puedo decir que sea buena. No vamos a andar mintiendo aquí namás por convivir.

En su momento, cuando se estrenó este bodrio y por lo único que se le celebraba era haber sido rodada en gran parte en Ahualulco, me prometí a mí mismo que jamás vería esta cosa mientras siguiera respirando. Pero, como suele pasar con la vida y los planes que uno hace, no pasó tanto tiempo antes de que el universo me obligara que romper mi propia promesa. Resulta que en la empresa donde trabajo decidieron que TODOS los empleados de mi área teníamos que ver la película porque, supuestamente, es una gran inspiración para el proyecto en el que estamos metidos. No me dieron opción. No hubo escapatoria. Me quejé, hice berrinche, puse cara de fuchi, pero me sentaron a verla de todas formas. Y lo hice. Con cara de asco durante casi todo el metraje esperando odiarla, pero lo hice.

Como es la costumbre con el trabajo de uno de los únicos directores de cine mexicanos que a la gente si le importan, y que no se apellida Franco, Bardo es un golpe de pretensión directo desde la psique de Iñárritu hacia los sentidos de quien se preste a gastar tres horas de su vida escuchando los desvaríos de un señor con más ego que talento. Lo que me sorprendió no es que todo esto fuera un bufido de pretensión que se cree más profundo de lo que en verdad es – eso se veía venir desde lejos –, sino que, de alguna forma, el señor haya logrado hacer algo que no me hiciera querer arrancarme los ojos con una cuchara después de verlo.

Y… ¿pues está bien? O sea, no está al nivel de tortura psicológica que esperaba, pero tampoco es que haya cambiado mi opinión sobre el tipo.

Como absolutamente todo lo que Iñárritu ha cagado en el mundo, esta cosa es una esfera masiva de autofelaciones de principio a fin. La película se cree mucho más profunda e importante de lo que realmente es – un reflecto perfecto del director mismo. Está repleta hasta el borde de imágenes que, supuestamente, te llevan a un gran viaje filosófico, pero la mayoría de estas ideas “grandes” son tan obvias y superficiales que la película pierde en un instante cualquier encanto que podría haber tenido.

Algunas de las grandes ideas que Iñárritu parece creer que descubrió hace poco y que no entiende cómo es que nadie más habla de ellas son:

“El nacionalismo es solo un conjunto de mitos”.

“Los humanos no saben compartir sus sentimientos”.

“La sociedad no tiene sentido”.

O sea, no es que estos temas sean malos de por sí, pero la forma en las que se retratan son derivados de “y, pues, así pasa a veces, ¿cómo ves?” en lugar de pensar en las ramificaciones o razones de fondo por las que suceden. Es un constante “¿Sabías que…?” de datos de trivia escritos para una cuenta de Twitter que aún tiene el límite de los 140 caracteres. Si ya escuchaste a un man que apenas puede articular palabras llegar a estas mismas conclusiones en una peda tornada en mesa de debate filosófica a las tres de la mañana, básicamente ya tuviste la experiencia que ofrece esta película.

Eso sí, al menos la forma en la que Iñárritu decide abordar estas obviedades es visualmente llamativa, así que, por lo menos a nivel estético, no es aburrida. Pero tampoco es que las imágenes sean tan impactantes como deberían o que transmiten el mensaje de una forma maravillosa. Todo es tan exagerado, tan forzado, que en lugar de parecer una reflexión profunda, parece un comercial de perfume mal editado.

Por ejemplo, hay una escena al principio en la que un bebé, justo después de nacer, básicamente dice “nel, yo no quiero vivir en este mundo”, y el doctor procede a empujarlo de vuelta al útero de su madre. Esa escena, en cualquier otra circunstancia, debería ser hilarante. Pero la película la filma con una solemnidad tan ridícula que simplemente no funciona. Se siente falsa, innecesaria, cuando debería ser un momento absurdamente gracioso. Es un chiste que se cuenta como si fuera un rezo.

¿Y PUEDES ADIVINAR QUÉ SIGNIFICA ESA METÁFORA? Sí. Lo que sea que hayas pensado primero, eso es. Así de sutil es esta película.

Y ni hablemos de la estúpida conversación que tiene el personaje principal que DEFINITIVAMENTE no es un self-insert del director con Hernán Cortés sobre la Conquista en donde concluyen que “La Conquista es complicada de abordar. No fue ni buena ni mala. Hay matices”.

Si la idea era hacer un comentario profundo sobre la historia de México, de la identidad nacional, o de lo que sea que Iñárritu cree que está diciendo, lo único que logró fue un monólogo de secundaria disfrazado de arte. Es ese momento en una clase de historia donde el maestro dice “y ahora vamos a hablar del contexto social” y todos se duermen.

Las tres horas de esta película son básicamente un monólogo de flujo de conciencia de alguien que probó DMT por primera vez y está decidido a convencerte de que tú también lo hagas. Y si alguna vez has estado en esa situación, sabes perfectamente lo poco atractivo que es y que lo mejor que puedes hacer es sonreír, asentir y esperar a que pase la tormenta para ir a hacer algo mejor con tu vida como, no sé, doomscrollear TikTok por dos horas o algo así.

Pero incluso si intentas verla sin pensar en sus “GRANDES IDEAS PROFUNDAS”, simplemente no tiene sentido. Como historia, si le quitas toda la mamonería metafórica, es completamente plana. No pasa nada. No hay conflicto. No hay tensión. No hay nada a lo que aferrarte si intentas analizarla con lógica. Es la historia de un periodista que regresa a México a recibir un premio y… pues ya. Le dan el premio. FIN.

Exhilarante, ¿no?

O la ves como metáfora o mejor ni la veas, pero las ideas están tan metidas en el tubo de gases de Iñárritu que al final terminas sintiéndote más tonto por haberlo intentado.

Encima de todo, la película es una especie de autobiografía disfrazada de cine de arte, lo cual, bueno, cada quien. Pero hay UNA escena. UNA. Dura unos cinco minutos y es pura verborrea cringe. Básicamente es el personaje-autorretrato de Iñárritu burlándose de su propia película (sí, la que estás viendo), defendiéndose de cualquier crítica antes de que puedas hacerla y, de paso, mofándose de la gente que no ha logrado hacerla en la industria porque “jijiji, todo se logra con trabajo duro”.

El no-Iñárritu hablando con un periodista quien, en resumidas cuentas, le increpa por irse de México para convertirse en el director de cine que siempre soñó. Le reclama que se sienta mexicano a pesar de vivir en Estados Unidos y que, por eso, su discurso es falso.

¿La respuesta magistral de no-Iñárritu?

“Mensos ustedes que se quedan en un país que los trata mal.”

¡MAESTRO DEL DEBATE, GENTE!

Literalmente estamos a un “los pobres son pobres porque quieren” de que esto sea el paquete completo de filosofía boomer.

Si bien no puedo decir que odio esta película con cada fibra de mi ser, sí me recordó exactamente por qué no me gusta el trabajo de este tipo. Y esa escena en particular me confirmó que, como persona, Iñárritu me parece un absoluto imbécil, idea que ha sido corroborada por varios conocidos que han trabajado con él en sus sets de películas.

Sobra decir que, si esto fue la gran inspiración para el proyecto en el que estoy trabajando, alguien debería reevaluar nuestras decisiones creativas. O al menos, buscar inspiraciones que no huelan tanto a pedantería.

También lee: ¿Podemos dejar de hablar de “esa” película? ¿Plis? | Columna de Guille Carregha

#4 Tiempos

La seriedad y la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

Un amigo mío, ejecutivo de cierta importancia, tan pronto como llega a su oficina arquea las cejas, se compone la corbata y adopta una pose tan autoritaria que a uno le dan ganas de obedecerle en todo. ¡Dios mío, qué transmutación de un minuto a otro y de una puerta a la siguiente! ¡Pero si apenas hace cinco minutos venía en su auto contando chistes rojos! Cuando se apeó del automóvil aún sonreía, pero apenas entró en el edificio adoptó un tono tan cadavérico y malhumorado que ya sólo verlo daba miedo. ¿Estoy ante uno de esos que los psicólogos llaman ciclotímicos?, me preguntaba yo lleno de asombro, pues no me explicaba cómo se podía pasar de un estado de ánimo a su contrario de manera tan radical y, sobre todo, en tan corto tiempo.

-Señorita –dijo mi amigo apretando un botón y levantando una bocina-, ayer por la tarde le pedí que revisara el expediente X. ¿Lo hizo usted?

La señorita tartamudeaba en la lejanía, presa de un pánico feroz.

-Sí, sí, lo he hecho. ¿Quiere usted revisarlo, licenciado?

Yo miraba a mi amigo como preguntándole: «¿Eres tú? ¿De veras eres tú?». Pero él hizo como que no entendió mi pregunta, y en eso la secretaria anunció la llegada del famoso y temido expediente X.

Entonces recordé lo que, según dicen, aconsejó una vez Anaximandro el filósofo a Pericles el político: «Acuérdate de lo que te digo: para seguir en el poder hay que ser serios». Y sonreí con cierta malicia, como entendiendo por fin de qué iba la cosa. Pero, ¿había leído mi amigo a los filósofos griegos?

Lo dudo. Ya el Memín Pinguín hubiera sido demasiado para él. Y esto lo digo no en plan de mofa, sino ateniéndome a lo que él mismo me dijo un día, a saber: que el único libro que había leído en su vida, y de eso hacía ya muchos años, era el instructivo de una cámara Nikon que acababa de comprar en aquel entonces; pero, de ahí en fuera, nada más…

Es apasionante leer los instructivos y a la vez muy divertido –me dijo aquella vez-. Pero, ¿quién lee ya estas obras maestras de la concisión? ¡Es la literatura más olvidada de todas! No miento si te digo que mi modesta biblioteca personal, si puedo llamarla así, está formada sólo por esos instructivos o manuales de uso que la gente desecha con desconsiderada facilidad. ¡Tengo más de cien! Algún día leeré los noventa y nueve que me faltan.

¿Bromeaba mi amigo diciéndome estas cosas? Pero no, no bromeaba: recordemos que estaba en su oficina y que él, allí, no se habría permitido ni la sonrisa más discreta.

Pero ahora hablemos de una mujer a la que conozco. En su juventud fue algo hermosa, según pude verlo en viejas fotografías conservadas con devoción por ella misma en un álbum que, de tan pesado, nadie aceptaría cargar durante cinco minutos seguidos. Sí, digamos que fue bella. Pero cometió en su juventud el error de hacer caso a una amiga suya del colegio que le dijo un día:

-No permitas que tu hermosura se estropee. Evita, sobre todo, las patas de gallo.

-¿Y cómo las he de evitar? –preguntó ella, pues realmente le quitaban el sueño todas estas cosas.

-No rías. Y, si puedes, evita también las sonrisas. ¡Estropean el rostro como no tienes una idea!

Lo arrugan, lo ajan, lo deforman.

¡Lo mismo pensaba aquel monje amargado de El nombre de la rosa!: «La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara y hace que el hombre parezca un mono».

Desde entonces aquella mujer ya nunca rió, conformándose, para manifestar su alegría, con estirar la boca y hacer una mueca, cual si estuviera ante un espejo comprobando que no se le ha quedado nada entre los dientes después de haber comido. ¿Sonreír de veras? No, gracias. Debo cuidarme de las patas de gallo.

Y así podría contra infinidad de historias más; baste por el momento con decir que, si bien la sonrisa tiene enemigos, yo preferiría mil veces que nadie me obedeciera y todo se me arrugara, a andar por la vida mostrando una horripilante cara de tabla.

Escribió el padre Auguste Valensin en su diario (anotación del 10 de mayo de 1937): «No sentir miedo de Jesús, no sentir miedo de mi Padre. Me imagino a Jesús con sus apóstoles. Llega a la orilla del lago donde los niños juegan. Y, al verlo, huyen los niños. Una madre le trae a su niñito de seis años y el pequeñín, aterrorizado, se agarra a las faldas de su madre, grita, quiere escaparse de allí. ¡Lo contrario de lo que sabemos que ocurría! Y me pregunto: ¿qué sentimientos hubiera experimentado Jesús? ¡Es tan doloroso darse cuenta de que se infunde miedo! Y todavía el miedo de un niño no puede realmente entristecernos porque es irrazonado, pero Jesús, que vino por amar a los hombres y fue todo amor para ellos, si hubiera visto a los que se acercaban a Él y a quienes ofrecía su afecto retirarse muertos de miedo; si hubiera visto a sus apóstoles tratarle como un maestro severo, mientras que Él se mostraba para con ellos indulgente y suave; si hubiera visto que los pecadores evitaban incluso por respeto su presencia, ¡qué pena hubiera experimentado!».

Jesús debió sonreír, y muy a menudo; debió ser incluso un maestro en el arte de la sonrisa, pues de no haber sido así, ¿por qué iban los niños a correr a abrazarlo espontáneamente, como sabemos que lo hacían? Somos más bien nosotros, sus discípulos, quienes hemos caído a veces en la tentación de la seriedad. ¡Como si por parecer serios nuestros enemigos fueran a respetarnos más! Quizá sea demasiado injusto al decir esto, pero un cristiano que infunde miedo –sea cual fuere su trabajo en la viña del Señor-, aún no ha podido ser cristiano más que a medias.

¿O me equivoco, estimado lector?

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#4 Tiempos

¿Ascenso otra vez? | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Hace unas horas se ha publicado información por parte de Ignacio Suárez, “El Fantasma”, una supuesta resolución por parte del TAS, para regresar el ascenso en el fútbol mexicano, para la temporada 25/26, de no cumplirse esto, la liga, federación y empresas que la conforman se verán sujetas a sanciones internacionales.

Con esto, parece ser que se da fin a una de las épocas más obscuras del fútbol mexicano, ¿o no?

Tratemos de entender cómo funciona esto. En el año 2020, los equipos de la Liga MX suspendieron el ascenso y descenso de la primera división, argumentando la falta de garantías económicas y deportivas de parte de la mayoría de los equipos de la segunda división, sustentando esto en los problemas económicos derivados de la pandemia de covid-19, dicha propuesta prometía que esta medida era solo provicional y no definitiva, dando un plazo máximo de seis años para regularizar la decisión de forma definitiva. Esto se votó al interior de la liga y fue aceptada por la mayoría de sus miembros, a pesar de las protestas de los dueños de los equipos de la segunda división.

El plazo se ha cumplido, seis años se cumplen al término de la siguiente temporada, y ante la insistencia y reclamos de los equipos de la segunda división (hoy llamada Liga de Expansión), el debate se ha vuelto a abrir.

Equipos, jugadores y aficiones de los equipos de Expansión sueñan con la posibilidad de abrir una oportunidad para buscar el ascenso el próximo año. De la misma forma, equipos en la tercera, cuarta y hasta quinta división (llamadas Serie A, Serie B y Liga TDP) donde inexplicablemente, también se han negado dichos ascensos.

Pero vayamos por partes, la situación de los equipos de las divisiones inferiores en México no ha cambiado mucho, equipos sin finanzas sanas, con muchas dudas sobre la transparencia de sus recursos, con poca infraestructura tanto en canchas de entrenamiento como en estadios, poco interés en formar jugadores y nulo o casi nulo intento por generar equipos femeniles, ponen en entredicho la posibilidad no solo de ascender, sino de una sana permanencia en primera división. Para ser más exactos, hoy solo cinco equipos de la Liga de Expansión tienen su carpeta de cargos completa para poder pensar en un ascenso (U de G, Yucatán, Correcaminos, Atlante y Morelia).

Dicho esto, cualquier otro equipo que quisiera pelear por su lugar en la MX tendría primero que remediar su situación.

Ahora bien, se habla del ascenso, pero no de un posible descenso. Mucho se ha manejado la intención de aumentar la liga a 20 equipos, incluso hay propuestas para llegar a 24 o más equipos, emulando un poco la situación de la MLS, y hoy parece que la idea puede llegar a cobrar fuerza.

Y es que pensémoslo bien, la idea de aumentar la liga de 18 a 20 parece no solo posible, sino también interesante, los equipos recién ascendidos tendrían la posibilidad de establecerse económicamente en la Liga MX, sin el riesgo de un eventual descenso en tan solo una temporada, podrían pensar en estabilizarse deportivamente y buscar ingresos importantes en por lo menos dos años.

En fin, según “El Fantasma” la decisión está tomada, la Liga MX tendrá nuevos invitados, aunque me resisto a aceptarlo, creo que los dueños del balón encontrarán la forma de saltarse la regla en beneficio de su bolsillo y (nuevamente) en detrimento del deporte y su desarrollo, en fin.

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#4 Tiempos

Final Destination: cuando el concepto es mejor que la película | Columna de Guille Carregha

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Criticaciones

Hay películas que uno ve por pura curiosidad, otras porque están en el canon del cine, y luego están las que ves solo porque va a salir una secuela y quieres tener contexto para entender las posibles referencias que desate el internet si es que se vuelve un producto exitoso. Final Destination cae en esta última categoría.

*inserte GIF de la escena del camión de troncos de la secuela *

Vi Final Destination por primera vez esta semana. Nunca la había visto, ni de casualidad en la tele, ni en maratones de miedo de octubre, ni siquiera de fondo en casa de alguien. Cero. Lo curioso es que he visto memes, referencias, clips, gifs, listas de muertes más absurdas del cine… básicamente todo lo que la cultura de internet ha hecho con esta franquicia, sin haber visto la película original. Así que, aprovechando que está por estrenarse la sexta entrega (porque, por alguna razón, el mundo pareció exclamar que tiene una necesidad por retacarse mentalmente de más muertes innecesariamente complejas en formato cinematográfico), decidí ponerme al día.

Mira, esta película depende completamente de qué tan bien logren desarrollar su premisa de alto concepto. Y, seamos honestos, no es que se hayan matado haciéndolo. No tiene historia, no tiene un estudio de personajes, y ni siquiera intenta ser algo más que una anécdota estirada al límite. Una anécdota que, por cierto, en algún momento alguien debió haber contado en una junta de productores tipo: “¿Y si la muerte fuera como un asesino invisible, pero con mala leche y gusto por las trampas complicadas?” Y, nada, que le producción empezó al día siguiente, antes siquiera de poder terminar el guión.

La premisa, en frío, suena potente. Un grupo de adolescentes está por abordar un avión rumbo a París cuando uno de ellos, Alex (Devon Sawa, con cara de ídolo pop de comienzos de los 2000), tiene una visión hiperrealista del avión explotando. Se desespera, arma un escándalo, lo bajan junto con un puñado de personas más… y sí, el avión realmente explota. Final feliz, ¿no? Se salvaron.

Pues no. Aquí es donde entra el “concepto fuerte”: la Muerte tiene un plan maestro que no acepta modificaciones, y ahora quiere cobrar lo que le deben. Y lo hace de forma metódica, uno por uno, con accidentes ridículamente orquestados que te hacen preguntarte si la Parca se graduó en ingeniería industrial con especialización en sadismo.

¿Por qué lo hace? ¿Qué pasa si la gente que la muerte quería matar no se muere?

Ni idea.

Solo pasa. Y ya.

Y sí, entiendo por qué causó sensación en su momento. También entiendo por qué mucha gente la recuerda con cariño. Pero tengo que ser sincero: es una película que está bien… solo bien. Funciona, entretiene, cumple lo que promete. Pero hasta ahí. Nada más. Es como cuando, en vez de comer algo bien, bajas al OXXO y te compras dos burritos de microondas. O sea, no está mal, te llena… pero como que no llena ninguna de las nulas expectativas que tenías.

Lo más curioso es que, en los primeros minutos, parece que vamos a ver otra cosa. Un dramón adolescente con todos los clichés escolares: el rebelde, la chica rara, el maestro duro, el bully… Toda esa introducción me hizo pensar que la historia iba a ir por un camino tipo Scream con avioncito. Algo con conflicto juvenil, dinámicas de grupo, tensión sexual no resuelta, ya sabes. Nada nuevo, pero al menos con estructura.

Y sinceramente, esa película habría sido más interesante que la que realmente nos dieron. Sí, habría sido genérica hasta decir basta, tipo Eurotrip o The Lizzie McGuire Movie, pero bueno, al menos hubiera tenido una historia, ¿no?

Pero no. Lo que tenemos es una idea central que se convierte en todo el andamiaje. Todo recae en la premisa. Si logran convencerte de que acabas de ver una película completa, aunque en realidad solo viste a un grupo de personajes marcados por un reloj que anuncia cuándo les toca morir, entonces misión cumplida. Pero eso no es exactamente un logro. Es más bien un truco bien ejecutado.

No me malinterpreten, la disfruté. Claramente me entretuvo. Pero esperaba algo más. Tal vez porque ya conocía el fenómeno que generó esta saga como meme, antes de haber visto un solo minuto de la original. De hecho, lo único que sabía de Final Destination eran las muertes absurdas y la paranoia colectiva que generó sobre los viajes de avión, subirse a montañas rusas o pararse frente a un camión con troncos.

Y sí, las muertes son entretenidas. Coreografiadas con precisión quirúrgica, como si la Muerte tuviera un pizarrón con diagramas y post-its que dicen “¡ahora con fuego!” o “necesitamos más vidrios rotos”. Pero más allá de eso, no hay mucho.

Los personajes… bueno, existen. Tienen nombre, pero podrían llamarse “El que se va a morir pronto”, “La que va a sobrevivir”, “El escéptico que cae primero” y nadie notaría la diferencia. Son arquetipos ambulantes. Las relaciones entre ellos son mínimas, sus decisiones son más instintivas que lógicas, y rara vez hay algo que parezca desarrollo emocional o crecimiento. Una vez que entendiste el patrón, solo estás esperando la próxima escena de muerte. Ya ni siquiera por el suspenso, sino por el diseño de producción.

Lo curioso es que, pese a todo esto, la película sí se ve bien. Técnicamente está bien hecha. Se ve como una película, suena como una película, y en general tiene ritmo. La dirección es competente, los efectos (en su mayoría) funcionan, y los actores hacen lo mejor que pueden con lo poco que les dieron.

Y hay que reconocer que, por sobre todas las cosas, alguien decidió otorgarle a Sean William Scott un papel cinematográfico que no fuera un mero Stiffler 2.0. No está lejísimos de ese arquetipo suyo, pero al menos este personaje tiene un dejo de personalidad propia, aunque sea tenue. De hecho, la mayoría del elenco principal es más o menos simpático. No entrañable, pero aguantable. O sea, no amas a nadie… pero tampoco estás deseando que ya se mueran para salvarte de su existencia.

Salvo la chica que es atropellada por el camión. JOOODER. Qué manera de ser insoportable. Me dio gusto que se la llevara el transporte público, y encima me hizo reír, así que doble mérito. Por eso, y muchas cosas más, esa escena se merece un *chef’s Kiss*.

El resto del cast… bien. Nadie da cringe, nadie se roba la película. Están ahí. Funcionan. Y, como era de esperarse, la mayoría se vuelve olvidable después de que les toca su respectiva cita con la guadaña. Ya para el final, si no tienes Wikipedia abierta, es difícil recordar cómo se llamaban. Con una excepción: Clear.

Pasé media película preguntándome si decían “Clear” o “Clair”. Y, sí, según los créditos se llama Clear. Clear Rivers. Así en plan juego de palabras chiquito. ¿Por qué? Ni idea. Pero ahí está y, de alguna forma, se convierte en un personaje central.

Entonces, ves la película, ves cómo se mueren. Ya te lo había prometido todo el material de marketing. Aquí se viene a ver a gente muriendo por el simple gusto de ser morboso. Pero entonces, queda la duda. ¿Literalmente se va a acabar con todos muriéndose? ¿CRÉDITOS?

No. Quisieron ponerle una conclusión.

Dios santo. Ese final. Una joya… pero de lo mal hecho que está. En menos de cuatro minutos casi arruina todo lo anterior. Literalmente parece una escena que escribieron y grabaron con urgencia porque alguien del estudio dijo: “Oye, no podemos terminar así, la gente va a salir bajoneada. Inventa algo con fuegos artificiales, o una explosión, o qué sé yo”.

Y lo hicieron. Vaya que lo hicieron. Se nota que fue una decisión tardía, una intervención de último minuto para cambiar el tono y asegurar mejores reacciones en las pruebas de audiencia. Pero se siente completamente fuera de lugar. Incoherente. Forzado. No cuadra con lo que venía pasando, ni con la lógica interna de los personajes. Es como si todos se hubieran olvidado de lo que vivieron en los últimos 80 minutos.

Y no es que antes la película fuera perfecta, pero venía manteniendo cierta coherencia dentro de su propio juego. Ese final, en cambio, parece arrancado de otra versión del guion. O de un mal episodio de Goosebumps.

¿Me entretuvo? Sí. ¿Me aportó algo? No realmente.

Pero ahora entiendo de dónde salió toda la fama de Final Destination. No por ser una gran película, sino por ser una gran idea de marketing. Un concepto tan sencillo y adaptable que puedes estirarlo en mil direcciones. Y al parecer, eso hicieron. La franquicia sobrevivió no por lo que es, sino por lo que puede ser: una excusa para inventar muertes creativas como si fueran sketches de terror.

Final Destination es, en esencia, una gran idea disfrazada de película promedio. No está mal. Está OK.

Y a veces, eso basta.

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