#4 Tiempos
Pensamientos sobre el amor | Columna de Juan Jesús Priego
Pintura de: Edvard Munch – Amor y Dolor
LETRAS minúsculas
El amor quiere todo el tiempo; quiere la ancha, la profunda eternidad. Como dijo Carlos Fuentes en un libro de marcados tonos autobiográficos, «el amor sólo se concibe a sí mismo sin límites» (En esto creo).
Imaginemos lo que pasaría con el joven que dijera secretamente al oído de su amada: «Te querré diez años». Tratemos de adivinar la reacción que semejantes palabras suscitarían en el semblante de la joven: acaso la sonrisa se le congelaría en el rostro; tal vez crisparía las manos en señal de enojo o de combate, o incluso, si es audaz, hasta daría un empellón al autor de semejante disparate. «Te querré diez años». ¿Por qué diez años y no veinte?, ¿por qué diez años y no mejor uno o ninguno? «Si sólo me querrás diez años, lo mejor es que no me quieras», le diría la pobre mujer al borde de las lágrimas. O quizá también: «Si has fijado de antemano un plazo a tu amor es que en realidad no me quieres».
El amor no se conforma, no se resigna. Lo quiere todo, y dice para sí lo que aquella mujer de Esos cielos, la novela de Bernardo Atxaga, cuando salió de la prisión en la que había estado recluida durante tres años, once meses y veintisiete días: «Es preferible la soledad a las relaciones mediocres». El amor es así: si no obtiene todo, prefiere, orgullosamente, no quedarse con nada.
En una carta dirigida a Regina Olsen, su novia, Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés, escribió un día estas palabras verdaderas: «El hombre que está enamorado desea estarlo siempre: su inquietud, su aspiración, su ardiente deseo hacen que él anhele a cada instante lo que él es en ese mismo instante». Lo diremos con nuestras pobres palabras: el que ama a un ser ni siquiera piensa que pudiera alguna vez dejar de amarlo, y si por ventura contara de antemano con tal posibilidad es que su amor no es aún definitivo ni total.
Cuando escucho hablar a dos jóvenes que piensan casarse y descubro que entrevén, aunque sólo sea remotamente, la posibilidad de divorciarse algún día, me atrevo a rogarles encarecidamente que mejor no lo hagan: ¿para qué, si en realidad no se aman?
El enamorado no puede concebir un mundo en el que la persona amada no exista o esté ausente, ni tampoco puede concebirse a sí mismo sino en cuanto enamorado de este ser. Tal es el motivo por el que decir: «Te querré diez años» es lo mismo que decirle: «No te quiero». Una vez, una pareja a punto de contraer matrimonio discutía conmigo hace algunos meses acerca de las palabras que tendrían que pronunciar el día de la ceremonia religiosa, que les parecían anacrónicas.
-Eso de toda la vida –me decía él- es irreal, es pretencioso. Hace dos mil años, cuando la media de vida de las gentes era de treinta, decir esto estaba bien: sí, toda la vida, porque ésta era muy corta. Pero ahora, que vivimos más que entonces, prometemos, al decir esto, demasiado.
-La expresión todos los días de mi vida –me decía ella- debería ser cambiada por esta otra: Hasta que el amor nos dure, lo cual es mucho más realista y sensato.
-Bueno –dije yo, a mi vez-, en vista de que tales son sus pens amientos, ¿para qué se casan? Podrían perfectamente vivir juntos sin hacerse promesas de ningún tipo. ¿Para qué van a jurarse públicamente un amor del que en el fondo desconfían?
«El enamorado –sigue diciendo Kierkegaard- se esfuerza a cada instante por adquirir lo que ya posee en ese instante. No dice: Ahora estoy seguro, ahora puedo entregarme al descanso , sino que corre sin cesar, más rápido que cualquier otra cosa, gastándose a sí mismo en la carrera». En el amor no hay conquistas definitivas, ni es posible ese «reposo del guerrero» del que habló Nietzsche en uno de sus libros. Nada es más contrario al amor que la idea del descanso. Los caballeros andantes lo sabían, y por eso hablaban de «trabajos» para referirse a la conquista de su dama, conquista que debía recomenzar, como el día, cada mañana. El que ama no duerme. Amar, si puede decirse así, consiste esencialmente en no dormir.
En otra carta a Regina, Sören Kierkegaard volvió a referirse al amor con estas palabras: «Cada vez que me repites que me amas desde lo más profundo de tu alma, me parece oírlo por primera vez, y así como un hombre que poseyera el mundo entero necesitaría toda su vida para abarcar con los ojos su esplendor, así parece que necesitaría toda mi vida para reflexionar en el recogimiento sobre toda la riqueza encerrada en tu amor».
¿Habría que acusar al filósofo de cursilería? Él habla de «toda la vida»; dice que ni toda la vida le bastaría para abarcar la riqueza del amor de Regina. ¿Exagera? De ningún modo, pues tal es, precisamente, lo que quiere el amor. En realidad, no es que la Iglesia exija a los esposos «amarse y respetarse todos los días de su vida»; si así fuera, la Iglesia sería la institución más intransigente del planeta. No, no es ella la que pide estas cosas: es el amor mismo el que lo exige. ¿Y cómo podría la Iglesia bendecir un afecto que se impusiera de antemano límites y plazos? Eso no sería amor, y por lo tanto, no habría nada que bendecir. Como dijo Paul Bourget (1852-1935), el novelista francés, «todo lazo de amor queda deshecho en el instante mismo en que uno de los dos amantes ha creído que era posible la ruptura» (Physiologie de l’amour). Durar toda la vida recomenzando cada día: he aquí la esencia del amor, esencia que el sacerdote dominico y miembro de la Academia Francesa, A. M. Carré, condensó en esta sola máxima que decía siempre a las parejas a las que asistía durante la Misa de bodas: «Esposos para siempre, permaneced novios».
Sí, es preciso que el amor renazca cada día, que no se acostumbre ni alce la voz; es preciso que los esposos que estarán juntos «hasta que la muerte los separe» se sigan contemplando con estupor y con sorpresa en vez de ponerse a concebir vanas teorías: que sigan, en una palabra, conquistándose mutuamente y siguiendo siendo novios, como cuando eran jóvenes y se decían a cada paso palabras bellas.
También lee: Vivir la vida | Columna de Juan Jesús Priego
#4 Tiempos
Humanistas fundadores del Colegio Guadalupano Josefino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En el Colegio Guadalupano Josefino, fundado en 1826, germinarían esas semillas del valor cultural del siglo XIX, de la nueva nación de claro sello humanista. Su gestor, el filósofo potosino José María Gorriño y Arduengo, que había realizado su novedosa obra centrada en el hombre y había participado en el ideario independentista, así como en el proceso educativo de la población potosina, abría ese nuevo espacio para instaurar la educación secundaria o superior en San Luis Potosí.
En su proceso educativo, se unirían algunos de los humanistas de fines del siglo XVIII y los albores del XIX, que tuvieron aportaciones importantes en la cultura superior de San Luis.
Manuel María Gorriño y Arduengo nació en San Luis Potosí el 23 de noviembre de 1767. Gorriño realizó sus estudios de primeras letras en alguno de los colegios de primera clase que existían en la ciudad. Ante la falta de Colegios superiores se enviaba a los jóvenes, de acuerdo a las normas y reglas establecidas, a la edad de trece años a continuar sus estudios en algún seminario o colegio, en los cuales se estudiaba gramática, un año de retórica y dos de filosofía, con lo que podía obtenerse el grado equivalente al de artes que habilitaba a los estudiantes a ingresar a estudios superiores de facultad.
Con el propósito de obtener el grado de bachiller en artes, Gorriño ingresó en el Colegio de San Francisco de Sales, a cargo de la Congregación del Oratorio de San Felipe, en San Miguel El Grande dirigido por Benito Díaz de Gamarra, que heredarían el esfuerzo educador e innovador de los jesuitas, siendo un colegio donde se enseñaba la ciencia moderna, contrastando con las escuelas escolásticas.
El interés que manifestaría Gorriño por la reforma de los estudios superiores data desde sus tiempos de estudiante en el Colegio de Gamarra. Desde su libro Del Hombre anunciaba ya la necesidad de programas de estudio más racionales, descargados de la “basura” escolástica.
Gorriño tendría contacto con las instituciones docentes más reputadas de la Nueva España: el Colegio de San Francisco de Sales. En este proceso formativo Gorriño escribiría algunas obras de carácter filosófico, Del Hombre, parte segunda, terminada en 1791, El hombre tranquilo o reflexiones para conservar la paz del espíritu, sermón de la cátedra de San Pedro de Antioquía y Oración eucarística.
Su manuscrito Del Hombre, escrito como parte de su formación filosófica en el Colegio de San Francisco de Sales, refleja su pensamiento filosófico, correspondiente al primer periodo de la formación intelectual de Gorriño.
Nacido en Nueva Vizcaya en la Villa de San Joseph del Parral el 5 de mayo de 1773, Joseph Manuel Ruiz de Aguirre, sería intendente sustituto de San Luis Potosí nombrado el 20 de julio de 1804. Se identificó con la vida potosina. Escribiría su Relación en 1809 que es una muestra de su estilo literario . Relación de los tiempos experimentados en esta provincia de San Luis Potosí, y precios a que han valido las semillas y de más efectos que se expresarán en el primer semestre corrido desde primero de enero del presente año hasta fin de junio del mismo. En España se prepararía en Latinidad, Retórica, Poesía, Paleografía Española, Esfera Armillar y Geografía, Lógica y Filosofía Moral.
En 1821 era Juez de Letras de la ciudad de San Luis Potosí y ostentando esa representación concurrió a las sesiones solemnes en que se juró en San Luis Potosí la Independencia de México. Al abrirse el Colegio Guadalupano Josefino fue nombrado catedrático en 1826 siendo uno de los cinco primeros catedráticos y contribuyó con el sueldo de magistrado para el sostenimiento del colegio. Murió en San Luis Potosí el 14 de marzo de 1838, único intendente criollo que tuvo San Luis Potosí.
En 1815 el bachiller José María Guillén en el pulpito de la Iglesia Parroquial dictó un sermón de la cátedra de San Pedro de Antioquía en la festividad que le dedica esa congregación, sería presbítero y destacado político, fue presidente del Congreso del Estado y Rector del Colegio Guadalupano Josefino.
Entró a la orden de el Carmen en 1818. Nacía al despuntar el siglo XIX en la ciudad de México, el 19 de mayo de 1803 Fray Manuel de San Juan Crisostomo Najera. Sería nombrado prior del convento del Carmen y en San Luis se dedicó a estudiar idiomas clásicos antiguos, los modernos y las lenguas nativas de México, contribuyó a la fundación del Colegio Guadalupano Josefino tradujo a autores latinos y en el Colegio de Niñas de San Luis sostenía a varias niñas. Tuvo una gran influencia en San Luis. Fue expulsado del estado por motivos políticos con Vicente Romero que sería gobernador de San Luis. Fue Diputado a las Cortes de Cádiz en 1814. En 1822 estudió filosofía en el Colegio de San Joaquín y en 1824 Teología en el Colegio de San Ángel.
También lee: Salvador Gallardo Dávalos: médico, humanista y promotor cultural | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
¡Hazlo pronto! | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
En una novela que si no fuera irreverente podría ser incluso simpática, Upton Sinclair (1878-1968), el famoso escritor estadounidense, imaginó lo que pudo haber pensado María cuando vio que Jesús se marchaba de casa para dar inicio a eso que los teólogos conocen con el nombre de “período de su vida pública”.
La novela se titula Our Lady (Nuestra Señora), apareció por primera vez en las librerías en 1938 y comienza así: “María estaba en el portal de su casa, observando a su hijo, que caminaba a lo largo de la ruta pedregosa que cruza el valle. Se alejaba él sin volver la vista, como lo hace quien, una vez puesta la mano en la mansera del arado, no mira tras de sí, leve el andar e inclinados los hombros como si en ellos pesara la carga de sus pensamientos. Ella conocía bien su manera de andar –con la vista fija en el vacío-. Le seguía con ansias; su alma clamaba por llamarle, por rogarle que volviera, pero bien sabía ella que su clamor no sería escuchado”.
¿Fue esto realmente lo que María quiso hacer mientras su hijo se alejaba con paso firme y a la vez ligero? ¿Trató de detenerlo, de hacer que retrasara su partida? Preguntas vanas: nunca lo sabremos. Por lo pronto, la escena imaginada por Upton Sinclair prosigue de la siguiente manera:
“El hijo había llegado a ser hombre, y emprendía su camino por el mundo. Los ojos de la madre le seguirían hasta que se perdiera de vista; esa parte del camino le era familiar, mas ignoraba lo que le esperaría más allá, y vagamente presentía múltiples peligros en acecho; mientras la visión ávida devoraba cada uno de sus movimientos, el alma atemorizada se nutría de desesperación. Cuando pasó él frente a la era de Simón ben Zoma, el vecino más próximo, una voz interior le decía a ella: ‘Se va para siempre’; y cuando pasó frente al lagar que el viñatero Iaddua había talado en la roca, ella murmuraba para sí: ‘Nunca más volveré a verle’”.
Es posible que María, en semejante trance, se dijera a sí misma todas estas cosas, pero no es seguro. Lo que sí creo, en cambio, es que cuando Jesús abandonó la casa paterna lo hizo justo así como lo imaginó nuestro autor: con aire decidido y casi sin decir adiós. ¡Son tan amargas las despedidas! Pero ¿hay otro modo de tomar una decisión?
Conozco a una mujer de mi edad que hace treinta años anunció públicamente que se iría a un convento porque su vocación -¡bien seguro lo tenía ella!- era la vida religiosa. Todos en su casa estaban consternados.
–¿De veras te irás? -le preguntó su madre, que sufría siempre de jaquecas y tenía como instalado desde hacía varios años un fuerte dolor en las caderas.
-Sí –respondió la hija-. Me iré.
La madre no se resignaba, de modo que un día, llevándola aparte, le suplicó:
–Espera a que me muera. Será pronto. Tú eres la única que me cuida, y si te vas no sé lo que será de mí. Ofrece a Dios, querida mía, este pequeño sacrificio.
La muchacha, que por Dios estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, dijo que estaba bien, que no se iría hasta que… Bueno, hasta que su presencia en la casa ya no fuera necesaria.
Han pasado treinta años desde entonces. ¿Y la madre? Ahí está, bien vivita, con sus jaquecas, sus lamentos y sus dolores de cadera. ¿Y la hija? Allí está también, lamentándose de no haber tenido el coraje de hacer lo que quería. “¡Ha pasado el tiempo tan rápido!”, me dijo la última vez que la vi. Me dio tristeza por ella.
Sí, las decisiones se toman así: con la mano bien puesta en el arado y sin voltear mucho a un lado o a otro, desde donde nuestros seres queridos nos hacen señas para que nos quedemos con ellos.
Una vez un hombre se acercó a Jesús para decirle: “Señor, te seguiré, pero antes déjame enterrar a mi padre”. Le respondió Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8,22). Este hombre quería hacer lo mismo que aquella conocida mía: esperar a que su padre muriera, con el consiguiente riesgo de que éste fuera el judío errante en persona. La respuesta de Jesús puede parecer violenta, y de hecho lo es, pero ¿de qué otra manera es necesario hablarle a un indeciso? ¡El exceso de análisis produce parálisis! O se decide hoy, cueste lo que cueste, o no lo hará nunca.
¿Quién ha dicho que tomar una decisión sea cosa fácil? Decidir, en cierto sentido, es morir. Pero, con tal de que decidamos, con tal de que nos atrevamos, ¡bienvenidas las lágrimas!
Otro hombre le dijo un día al Señor: “Yo te seguiré, Maestro, pero primero déjame ir a mi casa a despedirme”. Y Jesús: “Ninguno que después de haber puesto la mano en el arado vuelve los ojos atrás, es digno del Reino de los cielos” (Lucas 9,62).
Las cosas decisivas de esta vida son ahora o nunca: tal es, a mi entender, lo que quiso decir Jesús a este discípulo ingenuo.
En uno de sus libros escribió Jean Guitton (1901-1999) que una sola palabra de Jesús es suficiente para edificar con ella nuestra vida cristiana. “Y esa sola palabra –asegura- podría bastar para siempre si os encontráis un día prisioneros, enfermos o amurallados por alguna pena”. Y yo estoy convencido de que el filósofo francés tiene razón. ¡Con una sola palabra de Jesús que nos atreviéramos a vivir nos bastaría! Y hoy he decidido que dicha palabra aunque haya sido dicha a Judas en un momento de extrema tensión bien podría ser ésta: “Amigo, lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Mateo 26,50).
¡Hazlo pronto! Todo en esta vida hazlo pronto. Si ya decidiste que lo harás, no te entretengas mucho dándole vueltas al asunto. Porque después se hace tarde y –déjame decírtelo- ya no harás nada. Nada de nada.
También lee: El mundo de antier | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
#4 Tiempos
Clásico de la 57: pasión al filo del cuchillo | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Hoy se juega en Querétaro el Clásico de la 57, un duelo que siempre viene cargado de tensión, orgullo y, por desgracia, un trasfondo que no se puede ignorar: la sombra de la violencia. Este enfrentamiento no es un simple partido de fútbol, es un espejo incómodo de lo que todavía está pendiente en nuestro balompié.
El recuerdo de la batalla campal entre Querétaro y Atlas sigue vivo. Esa tarde oscura, con imágenes que dieron la vuelta al mundo, dejó claro que la pasión puede convertirse en caos en cuestión de segundos. Y no fue un hecho aislado: en otras ocasiones también hemos visto enfrentamientos en las gradas del Alfonso Lastras, peleas que interrumpieron partidos, además de aquel episodio en Torreón en el que el sonido de las detonaciones generó un pánico colectivo que terminó por vaciar un estadio entero. Lo que debería ser fiesta, demasiadas veces se ha convertido en pesadilla.
El problema no es exclusivo de México. Apenas esta misma semana, en Argentina, un partido internacional quedó marcado por escenas dantescas: aficionados golpeados, perseguidos y obligados a escapar del propio lugar que debería haber sido su refugio. El encuentro tuvo que ser suspendido y la violencia dejó un saldo de heridos, detenidos y un continente entero preguntándose cómo es posible que sigamos repitiendo las mismas historias de siempre.
Con ese telón de fondo se juega hoy este Clásico de la 57. En la cancha, Gallos Blancos y Atlético de San Luis se disputan algo más que tres puntos: se juegan la credibilidad de una rivalidad que merece ser recordada por goles y no por golpes . La exigencia es doble: para los equipos, que deben entregar un partido digno; y para las tribunas, que están obligadas a demostrar que se puede alentar sin cruzar la línea del salvajismo.
Porque la verdad es dura: si después de lo vivido en Querétaro hace unos años todavía no entendemos, si después de tantas escenas vergonzosas en México seguimos tolerando barras que se comportan como pandillas, entonces lo que pasó en Argentina podría repetirse aquí en cualquier momento.
El Clásico de la 57 debe ser una advertencia. Que la intensidad se quede en la cancha, que la rivalidad se mida en goles, que la pasión no vuelva a confundirse con barbarie. Si hoy la historia vuelve a torcerse hacia el lado equivocado, no habrá espacio para el asombro: sería simplemente la consecuencia de haber aprendido nada.
Este clásico es una puerta: o se abre para dejar pasar el fútbol en su forma más pura, o se entreabre para que se cuele de nuevo la violencia. Y lo que ocurra esta noche dirá mucho más de nosotros como país que de los once contra once que se atrevan a pisar la cancha.
También lee: San Luis frente a Puebla: partido para valientes, no para excusas | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
-
Destacadas1 año
Con 4 meses trabajando, jefa de control de abasto del IMSS se va de vacaciones a Jerusalén, echando mentiras
-
Ciudad3 años
¿Cuándo abrirá The Park en SLP y qué tiendas tendrá?
-
Ciudad3 años
Tornillo Vázquez, la joven estrella del rap potosino
-
Destacadas4 años
“SLP pasaría a semáforo rojo este viernes”: Andreu Comas
-
Estado2 años
A partir de enero de 2024 ya no se cobrarán estacionamientos de centros comerciales
-
Ciudad3 años
Crudo, el club secreto oculto en el Centro Histórico de SLP
-
#4 Tiempos3 años
La disputa por el triángulo dorado de SLP | Columna de Luis Moreno
-
Destacadas3 años
SLP podría volver en enero a clases online