julio 21, 2025

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#4 Tiempos

Campanas de la discordia | Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

Durante muchísimo tiempo (digamos que durante toda la Edad Media) la campana fue el instrumento de comunicación más eficaz. Con ella se llamaba a Misa, se gritaba el paso de la muerte, se anunciaban las tempestades y se invitaba a los fieles a rezar las horas. En uno de sus bellísimos relatos cortos, Alexandr Solzhenitsyn (1918-2008), autor de novelas tan famosas como El pabellón del cáncer, El primer círculo y El archipiélago Gulag, hace esta observación acerca de las campanas que, durante su niñez, esparcían su sonido metálico por todo lo largo y ancho de la campiña rusa: «La gente siempre fue codiciosa y frecuentemente mala. Pero el tañido nocturno resonante fluía sobre campos, aldeas y bosques, e impulsaba a abandonar las pequeñas preocupaciones terrestres y dedicar en esa hora los pensamientos a la eternidad».

La antigüedad, ciertamente, no desconoció el uso de las campanas. En Grecia se las tocaba para anunciar la apertura de los mercados, y, en Roma, para señalar la hora de los baños, la proximidad de un eclipse o simplemente para anunciar a los esclavos que era ya tiempo de servir la cena. Sin embargo, no hay punto de comparación entre estas campanas y la campana cristiana, que llegó a convertirse, por decirlo así, en un verdadero medio de comunicación social. Aquéllas eran pequeñas y casi siempre de uso doméstico, mientras que ésta fue grande desde el principio (la de la catedral de Viena pesaba 17 toneladas), y desde el principio, también, se la colocó en el centro de la población. Era ella la que invitaba y convocaba, la que llamaba y prevenía.

Es casi un tópico entre ciertos intelectuales hablar de «el oscuro Medioevo». Si lo dicen porque en aquel tiempo la gente carecía de esa bendición llamada luz eléctrica, bien dicho está: en este sentido, la Edad Media no sólo fue oscura, sino oscurísima; pero si lo dicen por otra cosa, se equivocan, pues el Medioevo más que oscuro fue silencioso: de hecho, el tañido de la campana fue el único sonido estruendoso que conoció el hombre de aquella época.

Cuando los misioneros cristianos –a partir del siglo VI- llegaban a algún lugar, inmediatamente se daban a la tarea de construir iglesias y erigir campanarios. Ésta era una práctica invariable, y nunca tuvieron por ello ningún problema, salvo en China, donde el tañido de las campanas era tenido por un sonido maléfico, pues según las creencias de esa gente el tintineo metálico perturbaba los espíritus de sus antepasados y los hacía ponerse inquietos allí donde estuvieran, ya fuera en el aire, en el cielo o en el averno. «Todo lo que ustedes predican está muy bien y pueden seguir predicándolo todo el tiempo que quieran, decían los chinos, pero por favor no toquen esas malditas campanas, que nos ponen los pelos de punta».

Para los piadosos misioneros aquella creencia carecía de todo fundamento, de modo que siguieron tocándolas como si tal cosa. Y cada vez que las tocaban, los chinos se estremecían pensando en sus padres, tíos, tías, abuelos y bisabuelos que seguramente se retorcían de dolor y de pena en algún lugar del inframundo. Tanto conflicto causó en China aquel sonido que hasta el emperador en persona tuvo que tomar cartas en el asunto. Ahora bien, ¿creen ustedes que esto arredró a los misioneros? ¡Para nada! Y así fue como empezó la persecución de los cristianos en China.

Este doloroso acontecimiento histórico fue una dura lección para la Iglesia del siglo XVI, y tanto lo fue que en 1639 un documento de la Sagrada Congregación para la Propaganda de la Fe hubo de recordar a los misioneros católicos del mundo entero la siguiente verdad: «No hay nada más irritante que la alteración de las costumbres ancestrales de los pueblos en beneficio de las costumbres extrañas de reciente importación. Guardaos, pues, de  imponer vuestros usos europeos; tratad, más bien, de adaptaros a los suyos».

La Iglesia aprendió desde entonces que las culturas deben siempre respetarse, y que el Evangelio no es, ni puede serlo nunca, una especie de escoba que llega a una casa sucia. Pero también debe ser una lección para nosotros, hombres del siglo XXI, pues nos invita a practicar esa noble virtud hoy ya en vías de extinción llamada tacto o delicadeza.

La delicadeza no es afeminamiento, como generalmente se cree, sino la capacidad de tener ante nuestros ojos los sentimientos del otro para tratarlos con el respeto debido. Es bueno, por ejemplo, decir siempre la verdad, pero la verdad no debe nunca confundirse con un garrote; es bueno ser sinceros, pero la sinceridad que ofende no es ya sinceridad, sino cinismo. «Yo siempre digo lo que pienso», dice el que se cree sincero; sin embargo, basta con ser un poco perspicaces para darnos cuenta de que, al decir esto, miente. A un conocido mío (del que todos huían por su sinceridad animal) le pregunté una vez: «¿Es cierto que siempre dices lo que piensas? Pues bien, te demostraré que eso no es verdad. Cuando vas con tu esposa por la calle y observas con el rabillo del ojo en la acera de enfrente a una linda joven que pasa por ahí, piensas en muchas cosas. Ojalá no las pensaras, pero conociéndote como te conozco, sé que lo haces. Ahora bien, ¿dices siempre a tu mujer todo lo que se te viene a la mente en esos desenfrenados monólogos interiores? Seguro que no, pues conociéndola a ella como la conozco, no creo que pudieras permanecer a su lado ni siquiera un minuto más. ¿Ves ahora por qué digo que no eres todo lo sincero que afirmas ser? En todo caso, lo eres sólo cuando te conviene».

Lo diremos con otras palabras: la delicadeza es la virtud que nos hace tener presentes los sentimientos del otro para no contristarlo innecesariamente. Si yo sé, por ejemplo, que a ti te molesta que utilice ciertas expresiones, no las usaré; si te choca que me suene la nariz, me la seguiré sonando si es necesario, pero sólo allí donde tú no puedas verme ni escucharme.

 

Si te molesta el ruido de las campanas, y para lo que tengo que decirte no es estrictamente necesario ese ruido, ¿para qué las toco?

 

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#4 Tiempos

El misterio de los libros | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS Minúsculas

Ciudad de México. Tres y media de la tarde. Salgo corriendo, empujado por los demás, de una estación del metro. Subo corriendo las escaleras, busco la luz, descubro la calle, me echo a andar por ella. De pronto, me detengo. Los libros siempre me detienen, y allí, en ese tenderete colocado en la salida de la estación, hay muchos, muchos libros. Unos están metidos en fundas de plástico, pero la mayoría no; otros ni siquiera conservan la cubierta original. Descubro al instante uno que me interesa: Piloto de guerra, de Antoine de Saint-Exúpery. Me digo a mí mismo que es una lástima, porque ya lo tengo. Sigo. Ahora toca el turno a los Papeles del oficio universitario, de Álvaro D’Ors. ¿Cuánto por éste?

El vendedor lo ve detenidamente, lo acaricia, dice que es un buen libro, que él pensaba leerlo en días pasados pero que de cualquier manera está dispuesto a vendérmelo. «Veinte pesos –dice por fin–. Pero si escoge tres puede llevárselos por cincuenta».

No discuto el precio. Tomo el libro. Y me llevo también el Piloto de guerra para regalarlo a algún amigo necesitado de buenas lecturas.

–Así son cuarenta pesos. Ande, tome usted el tercero para que sean cincuenta.

Vuelvo a planear sobre los libros y encuentro en un rincón del tenderete El rabino de Bacharach de Heinrich Heine. No sabía que hubiera una edición mexicana de esta obra, y el hallazgo, aunque no me hace precisamente feliz, me hace por lo menos sonreír.

Pago y me voy. Y esa misma noche, antes de irme a dormir, empiezo a leer los Papeles

de Álvaro D’Ors. En el frontispicio hay una firma, un nombre y una fecha. «Gastón Pardo P. Marzo de 1969. Guipúzcoa». Cierro el libro. Ya no quiero leer. ¿Quién fue Gastón Pardo P.? Y, sobre todo, ¿cómo hizo este ejemplar para llegar desde Guipúzcoa, en el País Vasco, hasta esta estación del metro, es decir, hasta mí?

Guipúzcoa. El nombre de esta ciudad me hace pensar en San Ignacio de Loyola. ¿Qué manos trajeron hasta acá este libro que hoy he comprado al precio de una cajetilla de cigarros de mediana calidad? Papeles del oficio universitario. No es que lo buscara, no, pero me salió al paso, y ahora está aquí, conmigo. De buscarlo, jamás lo habría encontrado; de buscarlo, acaso habría ido con el vendedor y le hubiera dicho: «Ando buscando los Papeles del oficio universitario de Álvaro D’Ors. ¿Lo tiene usted?». Y él se habría rascado la cabeza, fingiendo preocuparse por mi triste suerte:

–¡Uy, no! Esos libros son muy raros. A veces llegan, pero con frecuencia no. Hay libros que uno no verá nunca en su vida. Pero, ¿por qué no se da usted una vuelta el mes que entra? De cualquier manera, no se pierde nada…

Pienso bajo la luz de mi lámpara de noche que para encontrar un libro lo mejor es no desearlo, sino limitarse a dejar que llegue a nuestras manos cuando quiera, si es que llega alguna vez.

Así me sucedió en una ocasión con los Diarios de Ionesco. Sabía que la editorial Guadarrama de Madrid (hoy desaparecida como un barco en la noche) los había publicado en dos volúmenes, allá por la década de los años sesenta o setenta, con los títulos de Diario I y Diario II, pero me guardé mucho de buscarlos. «Son demasiado raros», me dije cuando los vi incluidos en el catálogo de dicha editorial: «por lo tanto, debes resignarte a no tenerlos». Me resigné todo lo que pude.

Pero un día, aquí mismo, en San Luis, debajo de una montaña de libros en una tienda de objetos usados, vi un tomito de lomo blanco en el que leí: Ionesco. Diario II. Lo tomé con calma, lo pagué y salí del establecimiento evitando dar saltos de alegría para no contrariar ni dar celos a la veleidosa Fortuna.

–Señora –dije a la dueña del establecimiento–, éste, como puede ver usted, es el segundo volumen de una obra que andaba yo buscando. ¿No le habrá llegado también el primero?

La señora movió negativamente la cabeza y me dijo que lo que yo veía era lo único que había llegado.

«Bien, Juan Jesús –me dije a mí mismo–. Ya tienes el tomo dos del diario de Ionesco. Confórmate, pues, con esta probadita que el cielo te ha ofrecido hoy».

Y varios meses después, en el mismo establecimiento, ¿qué cree usted? Que me encontré el dichoso tomo uno.

Se lo enseñé a la señora, y ella me explicó que lo que pasaba es que la persona que le había vendido el libro que yo le compré meses atrás apenas hasta ahora había regresado a venderle los demás que le quedaban en su casa. ¿Debo decir que sólo entonces permití a mi corazón brincar de alegría?

Pero continuemos con los Papeles de Álvaro D’Ors. ¿Quién los hizo cruzar el mar? ¿Era un exiliado español el que los trajo en su valija? ¿Y por qué de entre los muchos libros que pudo haberse traído cargó precisamente con éste?

¿O fue más bien un turista vasco que, trayéndolo consigo para leerlo en el avión, lo dejó en México para regresar a su tierra ligero de equipaje?

¡Ah, el misterio de los libros! Nunca sabremos por qué unos nos fueron ofrecidos por la vida y otros, en cambio, negados. Libros que ahora mismo se hallan recluidos a una cuadra de mi casa, jamás serán tocados por mí; en cambio, no me fue negado por la suerte uno que alguien compró en Guipúzcoa en 1969. ¿No es esto realmente misterioso?

Con los libros sucede lo mismo que con las personas: que, entre más se los busca, menos se los encuentra. Los libros, como las personas, sólo llegan a nosotros al precio de no buscarlos.

Me pregunto antes de apagar la luz: ¿Y con la felicidad no sucede lo mismo? Sí, sólo el que ha renunciado a ella la conocerá; sólo el que ha dejado de perseguirla la alcanzará.

Me quedo a oscuras. Y pienso en Dios, que nos da únicamente aquello a lo que ya hemos renunciado. Mi amado, mi querido, mi bendito Dios…

 

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#4 Tiempos

El pasado vestido de visitante | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

Hay noches que no necesitan presentación, porque desde que amanece, el aire se siente distinto. Hoy es una de esas. San Luis juega en casa y enfrente no tiene a cualquiera: tiene al Monterrey, uno de los planteles más poderosos del país, pero sobre todo, tiene enfrente al pasado vestido de visitante. Domenec Torrent, aquel técnico que se fue dejando una sensación de proyecto inconcluso, regresa al Alfonso Lastras. Y no lo hace solo: lo acompaña Sergio Ramos, leyenda del fútbol mundial, que hoy pisa el mismo césped que tantas veces fue testigo del esfuerzo potosino. Es viernes, sí, pero de esos que huelen a domingo, a noche grande, a historia por escribirse.

El San Luis llega con cosas por ajustar, sí, pero también con certezas. La estructura que propuso Abascal en su debut tuvo orden, supo competir. La presión en bloque medio, la disciplina para cerrar líneas de pase y la paciencia para esperar el error del rival no son casualidades, son decisiones. San Luis sabe que no puede ganar desde la nómina, pero sí puede competir desde el plan. Y eso es algo que este equipo ha aprendido a hacer. Tiene jugadores con criterio, como Salles-Lamonge, que puede inventar algo cuando el partido parece trabado. Tiene futbolistas como Rodrigo Dourado, que saben cómo hacer que el rival se incomode, cómo romper el ritmo desde una barrida o una cobertura. Y tiene juventud con hambre, como Román Torres, que cada vez se siente más cómodo en este rol de vertical, rápido, incómodo.

Del otro lado está Monterrey, que viene golpeado por una derrota sorpresiva ante Pachuca, pero que no deja de ser uno de los equipos con más talento individual en toda la liga. Con nombres que pesan en cualquier cancha: Tecatito, Berterame, Jesús Gallardo, Maxi Meza, Alvarado… y ahora, el propio Ramos. Un central con décadas de experiencia al más alto nivel, un tipo que probablemente haya jugado partidos más difíciles en una semana que muchos de sus compañeros en un año. Su presencia no sólo impone desde lo físico; impone desde lo mental. Es un líder que ordena, que corrige, que exige. Hoy, esa jerarquía se pondrá a prueba en una cancha que, aunque pequeña en comparación con los grandes estadios europeos, sabe hacerse sentir.

Y ahí está el meollo del asunto. El partido no se va a jugar sólo en lo táctico. Se va a jugar también en las emociones. Torrent vuelve a la ciudad donde muchos lo consideraban el arquitecto de un equipo en crecimiento. Lo hará desde el banquillo contrario, pero con una libreta llena de apuntes sobre cómo se juega en esta cancha, sobre cómo respira la afición, sobre cómo reaccionan los jugadores locales en ciertas situaciones. Su regreso tiene algo de morbo y mucho de expectativa. ¿Qué tan bien conoce a su exequipo? ¿Podrá utilizar esa información para desnivelar? ¿O será la motivación del grupo potosino lo que incline la balanza?

El partido pinta para cerrarse rápido en la mitad del campo. San Luis no va a regalar espacios. Monterrey tampoco va a lanzarse como loco. La clave estará en quién tenga más paciencia. En quién logre imponer su ritmo. En quién sepa leer los momentos. Si los locales logran contener los primeros intentos rayados y mantener el cero, la confianza irá creciendo. Si Monterrey golpea temprano, entonces cambiará todo el escenario.

No hay partido fácil en esta liga. Pero hay partidos que se sienten diferentes. Y este lo es. Porque tiene historia reciente, porque tiene narrativa, porque tiene regreso y debut, porque tiene al Alfonso Lastras latiendo más fuerte. Y porque hoy, más que nunca, la gente de San Luis quiere creer que este equipo puede plantarse ante cualquiera. Que puede competir, que puede ganar. Que puede hacer historia, incluso si es apenas la jornada dos.

Esta noche el balón rodará con intensidad. Y con él, rodará también la memoria. Porque quizá con el tiempo, alguien recuerde que un viernes cualquiera de julio, en San Luis Potosí, se jugó un partido que no parecía importante… pero terminó siéndolo todo.

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#4 Tiempos

El experimento de Carrillo que abrió la puerta a un nuevo universo musical | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

El pasado 13 de julio se cumplieron ciento treinta años del trascendental experimento donde Julián Carrillo dividió el tono en dieciséis partes obteniendo lo que llamó el Sonido 13 que se agregaba a los doce sonidos conocidos hasta ese entonces, 1895 y al mismo tiempo expandía en noventa seis los sonidos en la octava musical. Carrillo abrió la puerta a un nuevo universo musical, y gracias a la genialidad de su autor logró convertirse en todo un sistema que a últimas fechas ha recobrado especial interés a nivel mundial.

A partir de ese experimento Carrillo desarrolló su teoría del Sonido 13 que revolucionaria el mundo de la música. Controvertidas teorías que causaron en el país, principalmente, a diferencia de otras partes del mundo, un rechazo a la figura y obra de Julián Carrillo que perdura de cierta manera a la fecha, desvirtuando la importancia de ese simple experimento que realizó con la ayuda del violín abocándose a dividir la cuarta cuerda del violín sucesivamente hasta los límites prácticos de ese proceso.

Uno de los puntos que suele criticársele a Julián Carrillo, es el del descubrimiento, por decirlo así, del microtonalismo, suele asegurarse que una gran cantidad de personajes trabajaban en ese aspecto y que habían logrado hacerlo, o bien que sistemas como el hindú y algunos otros tenían música microtonal. Por otro lado, suele cuestionarse también, que fuera justo el 13 de julio de 1895, sin que nadie lo viera y sin que en ese momento se registrara el acontecimiento, salvo, el dicho del propio Carrillo que menciona el descubrimiento y que recurre a uno de sus condiscípulos como testigo de dicho experimento.

Se tacha de chocante la crónica difundida por el propio Carrillo. Esta situación, suele desvirtuar el propio acontecimiento, pues el experimento como tal, fue más allá de su simple realización, abrió la posibilidad de la discusión teórica y experimental acerca del sistema musical en práctica; mientras otros personajes trataban de lograr los cuartos de tono, Carrillo logró los diesiceisavos de tono y desarrolló las respectivas teorías que le permitieron enriquecer, simplificar y purificar la música, construyó nuevos instrumentos únicos en el mundo, ideó un nuevo sistema de escritura musical, escribió música en sistema microtonal demostrando su posibilidad interpretativa y auditiva, e incorporó las importantes y poco estudiadas leyes de metamorfosis musical. Todo ello forma parte del llamado Sonido 13. Existen todas las evidencias contextuales para asegurar, no solo la posibilidad de realización de dicho experimento, sino, los factores necesarios para que una personalidad como la del entonces joven Carrillo, pudiera llegar a la conclusión de la división del tono en dieciséis partes iguales, dieciseisavos de tono.

En San Luis Potosí Carrillo fincaba esa inquietud con la acústica musical y preparaba el terreno para experimentar con el sonido y la dependencia de la frecuencia con sistema de ondas estacionarias como suceden al vibrar una cuerda cualquiera.

Un niño entusiasmado por la música, que comenzaba a manifestar un especial talento por la misma, en una clase donde de cierta forma se le permitía jugar con elementos a su alcance, soñando y desplegando su espíritu inquisidor, le abría la posibilidad de experimentar mediante el juego, moldeando su ingenio. De esta forma, al decir de su maestro de primeras letras Germán Faz en la Escuela número nueve de San Sebastián, Carrillo solía jugar con una de las cintas de su zapato, que entonces tenían un núcleo de resorte, haciéndola vibrar sosteniendo con la boca uno de sus extremos y con la mano el otro de ellos, produciendo sonidos que podía percibir, se moldeaba, como decíamos, el futuro investigador. Por cierto, su profesor comentaba muchos años después, ya cuando se propagaba intensamente las teorías del Sonido 13, que éste, de cierta forma, pudo haberse fraguado en esos regulares juegos con las cintas de su zapato que realizaba el niño Julián, mientras trascurrían las lecciones diarias de aritmética. En ese juego Carrillo podría observar que el sonido producido por la cuerda de su zapato dependía de la forma en que la tensionaba y de la longitud que controlaba con su mano, tal como lo haría con el violín, poco tiempo después, armando notas que deleitaban al oído.

El propio Julián Carrillo en sus escritos en el libro pláticas musicales que editó en 1923 en su volumen dos refiere detalles contextuales del experimento y el nombre del discípulo que ayudó en ese experimento:

“en el último lustro del siglo pasado y queriendo ver si era posible dividir el semitono, intenté con mi discípulo y amigo Eucario Rodríguez, de Guanajuato, un trabajo de experimentación y de una manera primitiva -supuesto que carecíamos de medios apropiados para ello- logramos, subdividiendo la cuerda de un violín con el filo de una navaja, oír entre las notas Sol y La de la cuarta cuerda dieciséis sonidos distintos perfectamente claros”.

El Sonido 13 es mas que este experimento, tiene una estructura compleja que Carrillo desarrollo y cuya epistemología se basa en tres axiomas derivados básicos que se centran en el compromiso o, los principios, de Simplificación, de Purificación y de Enriquecimiento, que Carrillo llamó postulados.

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