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Don Cuco el Guapo, el robot pianista creado por un potosino
Por: Ana G Silva
Don Cuco el Guapo es un robot con inteligencia artificial capaz de leer partituras que toca el piano y hasta la fecha sigue en funcionamiento que, además de ser innovador en el mundo de la ingeniería, ha sido pionero en instrumentos para la medicina moderna, también de combinar la ciencia, la tecnología y el arte. Fue creado en 1992 por el potosino Alejandro Pedroza Meléndez, doctor en Ingeniería Biomédica.
Pedroza Meléndez contó para La Orquesta cómo vio nacer a Don Cuco el Guapo a través de su experiencia laboral:
El sitio donde fue construido el robot, es en el primer Laboratorio de Semiconductores y Microelectrónica en la Universidad Autónoma de Puebla, creado por el doctor Pedroza en 1976 donde también se desarrollaron todas los instrumentos y herramientas que se necesitan para diseñar y construir microcircuitos.
El doctor contó que un microcircuito es un microprocesador que es la base del desarrollo de toda la tecnología moderna en todos los campos, desde la medicina, comunicaciones, satélites, instrumentación médica, televisión, los controles de los aviones, que ha invadido el el mundo.
“Esto nunca se había hecho en toda Latinoamérica, se hicieron los instrumentos de alta tecnología los primeros microcircuitos o chips y la primera aplicación que le dieron fue el diseño y construcción de marcapasos cardíacos, manos biónicas, piernas biónicas, estimuladores óseos para crecimiento de huesos”.
Luego de desarrollar los primeros microcircuitos en el país, Pedroza Meléndez estuvo coordinando un proyecto de Brasil y México llamado “Bramex 1”, en el cual diseñaron un microprocesador latinoamericano, después, en coordinación con España, crearon un proyecto “Ila-92”, al cual le pidieron que le diera una aplicación inmediata para ser presentado en la exposición de Sevilla en 1992.
“La aplicación que le di fue luego de que pensé ‘a mi me gusta tocar el piano y el órgano’ así que integré el arte y la ciencia con la tecnología y así nace el primer robot con inteligencia artificial llamado Don Cuco el Guapo, el es el primer robot en América que es capaz de leer partitura, que sigue en funcionamiento”.
Don Cuco el Guapo dio su primer concierto en Sevilla, España, en ese mismo año, que causó sensación por ser un gran desarrollo tecnológico, además fue hecho por científicos e ingenieros de la Universidad Autónoma de Puebla con la participación de estudiantes.
El robot pianista ha dado conciertos prácticamente en todo el país; en San Luis Potosí ha estado más de 5 veces, también ha tocado en Latinoamérica y Europa, incluso fue secuestrado en Estados Unidos después de una presentación.
“Don Cuco fue secuestrado 40 días en Estados Unidos, estuvo en Miami, lo estuvieron investigando y abrieron las cajas para ver como fue estudiado”.
La relevancia que el robot pianista en el estado ha sido tal que hace poco se construyó una escultura de aluminio en el Centro Cultural de la Universidad de Puebla.
Hoy en día el robot se encuentra en el Laboratorio de Robótica de la Facultad de Computación de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, donde le dan mantenimiento.
De acuerdo con Alejandro Pedroza, Don Cuco el Guapo cumplió 28 años: “Yo le daba de vida un año y ya tiene 28”.
El doctor Pedroza dijo que la creación del robot pianista abrió las puertas en el mundo de la ingeniería y robótica para aquellos que colaboraron en su desarrollo.
“Uno de mis estudiantes que trabajó en el proyecto de Don Cuco se convirtió en el primer investigador que lanza el primer nanosatélite desde la Universidad Popular Autónoma de Puebla, o sea que Don Cuco no solo ha formado estudiantes, sino que ha participado en cuestiones espaciales”.
Para el doctor Pedroza, el robot también ha servido para dar arranque en los diferentes proyectos que ha desarrollado en robótica; “he trabajado en cirugía robótica, creó los simuladores de laparoscopia, en 2010 diseñé una empresa para crear estos simuladores, que sirven para sistemas para que los doctores se entrenen en cirugías laparoscópicas y también he trabajado en brazos robóticos para cirugía, también diseñe un robot cirujano para cirugías endoscópicas”.
El padre de Don Cuco el Guapo
Alejandro Pedroza Meléndez es un potosino, nacido en Villa de Arriaga, que ha destacado en diferentes ámbitos, como en ingeniería biomédica, aeronáutica, ciencia y tecnología, en área industrial, etcétera; y que actualmente trabaja en el estado de Puebla.
Pedroza Meléndez recibió el premio nacional de Tecnología en 1983 luego de fundar el Laboratorio de Semiconductores y Microelectrónica en la Universidad Autónoma de Puebla y desarrollar los microcircuitos ; sin embargo reconoció que no solo fue el desarrollar los instrumentos, sino por la formación de recursos humanos.
“Todo lo que ves en tu vida es fabricado en otros países, todo es importado, eso es lo triste de nuestro país; un país que depende de la ciencia y la tecnología está destinado al coloniaje, falta una industria nacional que desarrolle tecnología propia y se generará empleo y riquezas para el país. Mi filosofía es es muy nacionalista y al crear el laboratorio fue con la intención de fabricar tecnología mexicana.
Otro de los grandes proyectos del doctor Pedroza fue la construcción de su primer avión ultraligero en 1986, pilotado por él mismo, para revisiones de campos agrícolas e inundaciones, el cual puede aterrizar en campos de cultivo.
En el área de la aeronáutica, después de construir al primer robot pianista, fue elegido como el director del proyecto nacional Satex 1 (Satélites Experimentales) donde condujo a 10 instituciones nacionales, entre ellas la UNAM, el Politécnico, El instituto mexicano de comunicaciones de México, y la Universidad Autónoma de Puebla, para diseñar, desarrollar y construir el primer microsatélite hecho con tecnología de México que inició en 1994 y fue lanzado en 1998.
Alejandro ha recibido reconocimientos en San Luis Potosí: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia.
El 14 de febrero del 2020 se lanzó en el municipio de Charcas, después de 48 años, un cohete en Cabo Tuna llamado Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”, dedicado a Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.
“Para mi es un honor que hayan puesto el nombre del cohete en honor a mi trabajo científico. Cuando era niño escuché de los proyectos de Cabo Tuna, es un ejemplo a nivel iberoamericano, porque, aunque de manera incipiente, lanzó el primer cohete en 1957 antes que los mismos brasileños, japoneses y franceses, por desgracia no ha habido el apoyo gubernamental para continuar para que México lanzara sus propios cohetes al espacio, pero Cabo Tuna es la cuna del desarrollo aeroespacial en el país, es un ejemplo de que la Universidad Autónoma de San Luis Potosí dio la pauta en el campo científico y tecnológico en investigaciones espaciales”.
El doctor Alejandro Meléndez destacó que ponerle su nombre al cohete significa, no solo para él, si no para el resto de las personas seguir luchando por la tecnología.
“No olvidemos que San Luis Potosí es cuna de una gran cantidad de investigadores, como el primer director de la agencia espacial mexicana, Javier Mendieta Jimenez, también el primer director de un proyecto de satélites es potosino”.
Actualmente es miembro de la academia mexicana de cirugía, siendo el único miembro no médico; además, pertenece a la academia de ingeniería de México y al sistema nacional de investigadores durante más de 20 años, dirige en varias tesis de electrónica en medicina.
Alejandro Pedroza dijo que ahora se encuentra trabajando en sus memorias y en el diseño, desarrollo y construcción de una bomba de insulina para diabéticos; también es asesor en el campo de prótesis en su quinta generación de manos biónicas y tecnología propia, y escribiendo trabajos sobre la electrónica aplicada a la medicina.
También lee: Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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Reforma educativa abre paso para que 30 docentes regresen a aula en SLP
La medida deriva de una reciente reforma legislativa que busca proteger a quienes enfrentan acusaciones sin fundamento
Por: Redacción
La Secretaría de Educación del Gobierno del Estado (SEGE) estima la reincorporación de 30 docentes que habían sido separados temporalmente de sus funciones tras enfrentar diversas denuncias. Según varios medios de comunicación, esta medida deriva de la reciente aprobación de una reforma legislativa diseñada para salvaguardar al personal docente.
El titular de la SEGE, Juan Carlos Torres Cedillo, explicó que el objetivo de esta nueva legislación es defender a las y los catedráticos que son señalados sin fundamento por parte de padres de familia o tutores. Si bien los 30 docentes aún no han sido exonerados de manera definitiva, su reincorporación es un paso que se prevé gracias al nuevo marco legal.
El funcionario estatal detalló que cuando existe una acusación contra un maestro, ya sea ante la SEGE o la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), se procede a su separación parcial de la impartición de clases. Torres Cedillo reconoció que este proceso administrativo provoca una carencia de maestros frente a grupo, lo que a su vez genera afectaciones directas a los escolares, quienes pierden continuidad en sus clases.
La reforma legislativa, de acuerdo con las declaraciones del titular de la SEGE, busca mitigar estas afectaciones al proporcionar un mecanismo legal que defiende a los docentes de acusaciones infundadas, permitiendo que la mayoría regrese a sus aulas para continuar con su labor educativa.
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